Cuando termino, me seco con la toalla gruesa que está puesta sobre el borde de la bañera y me pongo la ropa interior antes de volver a entrar en la habitación. El cura está sentado en la cama con una toalla alrededor del grueso vientre, hablando por teléfono con alguien. Cuelga el teléfono y me mira fijamente.
—Dios mío, ¿de dónde has sacado esos calzones?
—De los almacenes Roche, de Limerick.
—Si colgases esos calzones de la ventana de este hotel, la gente pediría clemencia. Te daré un consejo: que no te vean nunca los americanos con esos calzones. Se creerían que acababas de llegar de la isla de Ellis. Cómprate unos calzoncillos. ¿Sabes lo que son los calzoncillos?
—No.
—Cómpratelos, en todo caso. Un chico como tú debería llevar calzoncillos. Ahora estás en los Estados Unidos. Bueno, a la cama —me dice, lo cual me extraña, porque no hace ningún ademán de rezar, y es lo primero que cabría esperar de un cura. Va al baño, pero en cuanto entra vuelve a asomar la cabeza y me pregunta si me he secado.
—Sí.
—Bueno, pues tu toalla está intacta, así que ¿con qué te has secado?
—Con la toalla que está en el borde de la bañera.
—¿Cómo? Eso no es una toalla. Es la alfombrilla de baño. Sirve para ponerte de pie encima cuando sales de la ducha.
Me veo reflejado en un espejo que hay sobre el escritorio y me estoy sonrojando y me pregunto si debo decir al cura que siento lo que he hecho o si debo quedarme callado. Es difícil saber qué debes hacer cuando cometes un error en tu primera noche en América, pero yo estoy seguro de que no tardaré en ser un yanqui como es debido y en hacerlo todo bien. Pediré mi propia hamburguesa, me acostumbraré a llamar fritas a la francesa a las patatas fritas, bromearé con las camareras y no volveré a secarme con la alfombrilla del baño. Algún día diré
war
y
car
sin erre al final, pero no lo haré si vuelvo alguna vez a Limerick. Si vuelvo alguna vez a Limerick con acento americano, comentarían que tengo muchos humos y me dirían que tengo el culo gordo como todos los yanquis.
El cura sale del baño, envuelto en una toalla, dándose palmaditas en la cara con las manos, y flota por el aire un olor delicioso a perfume. Dice que no hay nada tan refrescante como la loción para después del afeitado, y que si quiero me puedo echar un poco, que está allí, en el baño. Yo no sé qué debo decir o hacer. ¿Debo decirle: «No, gracias», o debo salir de la cama, ir hasta el baño y embadurnarme de loción para después del afeitado? Yo no había oído decir nunca que nadie de Limerick se pusiera nada en la cara después de afeitarse, pero supongo que en América será diferente. Lamento no haber buscado un libro que explicase lo que hay que hacer en la primera noche de uno en Nueva York, en un hotel con un cura, donde es fácil que quedes por tonto a diestro y siniestro.
—¿Y bien? —dice él, y yo le digo:
—Ah, no, gracias.
—Como quieras —dice él, y noto que está un poco impaciente, como lo estaba cuando no hablé con los protestantes ricos de Kentucky. Bien podría decirme que me marchase, y yo me encontraría en la calle con mi maleta marrón sin tener dónde ir en Nueva York. No quiero arriesgarme a eso, de manera que le digo que me gustaría echarme la loción para después del afeitado, después de todo. Él sacude la cabeza y me dice que adelante.
Me veo en el espejo del cuarto de baño echándome la loción para después del afeitado, y me sacudo la cabeza a mí mismo sintiendo que si las cosas van a ser así en América me arrepiento de haber salido de Irlanda. Venir aquí ya es bastante duro de suyo, sin necesidad de curas que te critiquen por no haberte ganado la amistad de unos protestantes ricos de Kentucky, por no conocer las alfombrillas de baño, por el estado de tu ropa interior y por tus dudas sobre la loción para después del afeitado.
El cura está en la cama, y cuando salgo del baño me dice:
—Bueno, a la cama. Mañana hay mucho que hacer.
Levanta las sábanas para dejarme pasar y me impresiono al ver que no lleva nada puesto. Dice «buenas noches», apaga la luz y se echa a roncar sin decir siquiera un Avemaría o una oración antes de dormirse. Yo había creído siempre que los curas se pasaban horas enteras de rodillas antes de dormir, pero aquel hombre debía de estar en un gran estado de gracia, sin el menor miedo a la muerte. Me pregunto si todos los curas se acuestan así, desnudos. Es difícil quedarse dormido en una cama junto a un cura desnudo que ronca. Después me pregunto si el propio Papa se acuesta así, o si hace que una monja le traiga un pijama con los colores papales y el escudo papal. Me pregunto cómo se quita esa sotana larga y blanca que lleva, si se la saca por la cabeza o si la deja caer al suelo y se la quita por los pies. Un Papa viejo no sería capaz jamás de sacársela por la cabeza, y probablemente tendría que llamar a un cardenal que pasara por allí para que le echase una mano, a no ser que el cardenal también fuera demasiado viejo, y el cardenal tendría que llamar a una monja, salvo que el Papa no llevara puesto nada debajo de la sotana blanca; pero, en todo caso, el cardenal lo sabría porque no hay en todo el mundo un solo cardenal que no sepa qué ropa lleva d Papa, dado que todos quieren ser Papa y no ven la hora de que éste se muera. Si llaman a una monja, ésta tiene que llevarse la sotana blanca para que la laven en las profundidades llenas de vapor de la lavandería del Vaticano otras monjas y novicias que cantan himnos y alaban al Señor por el privilegio de lavar toda la ropa del Papa y del Colegio Cardenalicio, salvo la ropa interior, que la lavan en otra habitación unas monjas viejas que son ciegas y que no son propensas a que lo que tienen en las manos les provoque pensamientos pecaminosos, y lo que yo tengo en mi mano es lo que no debería tener en presencia de un sacerdote en la cama, y por una vez en mi vida me resisto al pecado, me echo sobre el costado y me quedo dormido.
Al día siguiente el cura encuentra en el periódico una habitación amueblada por seis dólares por semana y me pregunta si me la puedo permitir hasta que encuentre trabajo. Vamos a la calle Sesenta y Ocho Este y la patrona, la señora Austin, me lleva a ver la habitación en el piso de arriba. Es el final de un pasillo, separado con un tabique y una puerta, con una ventana que da a la calle. Apenas hay sitio para la cama y para una cómoda pequeña con espejo y una mesa, y estirando los brazos puedo tocar las dos paredes opuestas a la vez. La señora Austin dice que es una habitación muy bonita y que tengo suerte de que no se la hayan quitado de las manos. Es sueca, y se da cuenta de que yo soy irlandés. Dice que espera que no beba, y que si bebo no debo llevar chicas a la habitación bajo ninguna circunstancia, esté borracho o sobrio. Ni chicas, ni comida, ni bebida. Las cucarachas huelen la comida a la legua, y cuando vienen se quedan para siempre.
—Claro, en Irlanda no habrás visto nunca una cucaracha —dice—. Allí no hay comida. Lo único que hacéis vosotros es beber. Las cucarachas se morirían de hambre o se volverían unas borrachas. No me lo digas, lo sé. Mi hermana está casada con un irlandés, es lo peor que ha hecho en su vida. Los irlandeses son estupendos para salir, pero no te cases con ellos.
Coge los seis dólares y me dice que tengo que darle otros seis de fianza, me da un recibo y me dice que me puedo mudar a cualquier hora, ese mismo día, y que confía en mí porque he venido con ese cura agradable, aunque ella no es católica, ya basta con que su hermana se casara con un católico, irlandés, que Dios la proteja, y lo está pagando en disgustos.
El cura llama otro taxi para que nos lleve al hotel Biltmore, que está en la acera de enfrente de la calle a la que salimos cuando llegamos a la estación Grand Central. Dice que es un hotel famoso y que vamos a la sede del Partido Demócrata, y que si ellos no son capaces de encontrar un trabajo para un chico irlandés es que no lo encontrará nadie.
Nos cruzamos con un hombre en el pasillo y el cura me dice en voz baja:
—¿Sabes quién es ése?
—No.
—Claro que no. Si no distingues una toalla de una alfombrilla de baño, ¿cómo vas a saber que ese es el gran Jefe Flynn, del Bronx, el hombre más poderoso de América después del presidente Truman?
El gran Jefe toca el botón del ascensor y mientras espera se mete un dedo en la nariz, mira lo que tiene en la punta del dedo y lo tira en la moqueta de un capirotazo. Mi madre habría dicho que estaba buscando oro. Así son las cosas en América. Me gustaría decir al cura que estoy seguro de que De Valera no se hurgaría la nariz de ese modo jamás y que el obispo de Limerick no se acostaría jamás en estado de desnudez. Me gustaría decir al cura lo que pienso en general de un mundo en que Dios te atormenta con los ojos enfermos y con los dientes enfermos, pero no puedo decírselo por miedo a que vuelva a hablarme de los protestantes ricos de Kentucky y de cómo he dejado perder una oportunidad única en la vida.
El cura habla con una mujer que está sentada en un escritorio en el Partido Demócrata y ésta coge el teléfono.
—Aquí hay un chico —dice al teléfono—... acaba de bajarse del barco... ¿tienes el bachillerato?... no, no tiene el bachillerato... bueno, qué se iba a esperar... la Vieja Patria sigue siendo un país pobre... sí, se lo enviaré.
Debo presentarme el lunes por la mañana al señor Carey, en el piso veintidós, y él me pondrá a trabajar aquí mismo, en el hotel Biltmore, y ¿verdad que soy un chico con suerte, pues nada más bajarme del barco me encuentro un trabajo? Eso dice ella, y el cura le dice:
—Este es un gran país, y los irlandeses se lo debemos todo al Partido Demócrata, Maureen, y acabas de ganarte un voto más para el partido, si es que este chico llega a votar alguna vez, ja, ja, ja.
El cura me dice que vuelva al hotel y que él vendrá a recogerme más tarde para ir a cenar. Me dice que puedo ir a pie, que las calles van de este a oeste, las avenidas de norte a sur, y no tendré problemas. Sólo tengo que ir por la Cuarenta y Dos hasta la Octava Avenida, y bajar por ésta hacia el sur hasta llegar al hotel New Yorker. Allí podré leer un periódico o un libro, o darme una ducha si prometo dejar en paz la alfombrilla del baño, ja, ja.
—Si tenemos suerte, podemos conocer al gran Jack Dempsey en persona —dice.
Yo le digo que preferiría conocer a Joe Louis si era posible, y él me dice con voz cortante:
—Será mejor que aprendas a tratarte con tu propia gente.
Por la noche, el camarero del restaurante de Dempsey dice al cura, sonriente:
—Jack no está aquí, padre. Ha ido al
Gooden
a ver a un peso medio de Nueva Yoisey.
Gooden. Yoisey.
Es mi primer día en Nueva York y la gente ya habla como los gángsteres de las películas que yo veía en Limerick.
—Mi joven amigo aquí presente es de la Vieja Patria —dice el cura— y dice que preferiría conocer a Joe Louis.
Se ríe, y el camarero se ríe y dice:
—Bueno, habla como un novato, padre. Ya aprenderá. Cuando haya pasado seis meses en este país, correrá como loco en cuanto vea a un moreno. Y ¿qué le apetece pedir, padre? ¿Alguna cosita antes de la cena?
—Me tomaré un martini doble seco, y que sea sin hielo y con unas gotas de limón.
—¿Y el novato?
—Él tomará... bueno, ¿qué quieres tomar?
—Una cerveza, por favor.
—¿Tienes dieciocho años, chico?
—Diecinueve.
—No los aparentas, aunque no importa, siempre que vayas con el padre. ¿De acuerdo, padre?
—De acuerdo. Lo vigilaré. No conoce un alma en Nueva York, y voy a dejarlo establecido antes de marcharme.
El cura se toma su martini doble y pide otro con el bistec. Me dice que debería pensar en hacerme sacerdote. Él podría encontrarme un trabajo en Los Ángeles, y yo viviría como un señor, las viudas se morirían y me lo dejarían todo, incluso a sus hijas, ja, ja, este martini está como Dios, con perdón. Se come casi todo el bistec y pide al camarero dos tartas de manzana con helado, y para él un Hennessy doble para bajarlo. Se come sólo el helado, se bebe la mitad del Hennessy y se queda dormido, la barbilla le sube y le baja sobre el pecho.
El camarero pierde la sonrisa.
—Maldita sea, tiene que pagar la cuenta. ¿Dónde tiene la maldita cartera? En el bolsillo de atrás, chico. Dámela.
—No puedo robar a un cura.
—No estás robando. Está pagando la maldita cuenta, y a ti te hará falta un taxi para llevarlo a su casa.
Dos camareros le ayudan a subirse a un taxi y dos botones del hotel New Yorker lo llevan a rastras por el vestíbulo, lo suben en el ascensor y lo tiran en la cama. Los botones me dicen:
—Estaría bien un dólar de propina, un dólar por barba, chico.
Se van y yo me pregunto qué debo hacer con un cura borracho. Le quito los zapatos como hacen en las películas cuando alguien se desmaya, pero él se incorpora y corre al cuarto de baño, donde se pasa mucho rato vomitando y cuando sale se está quitando la ropa, la tira al suelo, el alzacuellos, la camisa, los pantalones, la ropa interior. Se derrumba de espaldas sobre la cama y veo que está en estado de excitación, tocándose con la mano.
—Ven aquí conmigo —me dice, y yo me aparto.
—Ay, no, padre.
Y él salta de la cama, babeando y apestando a alcohol y a vómitos e intenta cogerme la mano para que se la ponga encima, pero yo me aparto más deprisa todavía hasta que salgo por la puerta al pasillo y él se queda de pie en la puerta, un cura pequeño y gordo que me dice con voz llorosa:
—Ay, vuelve, hijo, vuelve, ha sido la bebida. Madre de Dios, lo siento.
Pero el ascensor está abierto y yo no puedo decir a las personas respetables que ya están dentro y me miran que he cambiado de opinión, que vuelvo corriendo junto a ese cura que primero quería que yo fuese educado con unos protestantes ricos de Kentucky para que me pudieran dar un trabajo de limpiador de establos y ahora está meneando su cosa delante de mí de una manera que seguro que es pecado mortal. Tampoco es que yo esté en estado de gracia, no lo estoy, pero cabría esperar que un cura diese buen ejemplo y que no diese un santo espectáculo en mi segunda noche en América. Tengo que entrar en el ascensor y hacer como que no oigo al cura que babea y llora, desnudo en la puerta de su habitación.
En la puerta principal del hotel hay un hombre vestido como un almirante, que me dice:
—¿Taxi, señor?
—No, gracias —le digo yo, y él me dice: