En el barco iba a haber catorce pasajeros, pero uno canceló el pasaje y tuvimos que zarpar con un número de mala suerte. La primera noche de navegación, el capitán se puso de pie durante la cena y nos dio la bienvenida. Se rió y dijo que no era supersticioso y que el número de pasajeros no lo inquietaba, pero que dado que había un sacerdote entre nosotros, sería muy bonito que su reverencia rezase una oración para protegernos de todo mal. El cura era un hombrecito rechoncho, nacido en Irlanda, pero que había pasado tanto tiempo en su parroquia de Los Ángeles que ya no le quedaba ningún rastro de acento irlandés. Cuando se levantó para rezar una oración y se persignó, cuatro pasajeros no movieron las manos de sus regazos y aquello me hizo ver que eran protestantes. Mi madre solía decir que a los protestantes se les conoce a la legua por su aire reservado. El cura pidió a Nuestro Señor que nos acogiese con piedad y con amor, que pasase lo que pasase en aquellos mares procelosos, nosotros estábamos dispuestos a refugiarnos para siempre en Su Seno Divino. Un protestante viejo cogió a su mujer de la mano. Ella sonrió y le hizo un gesto con la cabeza, y él también sonrió como diciendo: «No te preocupes.»
El cura estaba sentado a mi lado en la mesa de la cena. Me susurró que aquellos dos protestantes viejos eran muy ricos, pues se dedicaban a criar caballos de carreras de pura sangre en Kentucky, y que si yo tenía sentido común, debía ser, nunca se sabe, amable con ellos.
Yo quise preguntarle cuál era el modo adecuado de ser amable con los protestantes ricos que crían caballos de carreras, pero no pude por miedo a que el cura me tomara por tonto. Oí que los protestantes decían que la gente de Irlanda era tan encantadora y que sus hijos eran tan adorables, que casi no se notaba lo pobres que eran. Yo sabía que si llegaba a hablar alguna vez con los protestantes ricos tendría que sonreír y enseñar mis dientes estropeados, y allí acabaría todo. En cuanto ganara algo de dinero en América tendría que ir corriendo a un dentista para que me arreglase la sonrisa. En las revistas y en las películas se veía que la sonrisa te abría las puertas y hacía que las chicas corriesen tras de ti, y si yo no tenía la sonrisa más me valía volverme a Limerick y buscarme un empleo para clasificar correspondencia en una habitación oscura y apartada de Correos, donde a nadie le importaba si tenías dientes o si no tenías ni uno solo.
Antes de la hora de acostarse, el camarero sirvió té y galletas en el salón. El cura dijo:
—Yo me tomaré un whiskey escocés doble, déjate de té, Michael, el whiskey me ayuda a dormir.
Se bebió su whiskey y volvió a susurrarme:
—¿Has hablado con los ricos de Kentucky?
—No.
—Maldita sea. ¿Qué te pasa? ¿Es que no quieres salir adelante en el mundo?
—Sí que quiero.
—Bueno, entonces ¿por qué no hablas con los ricos de Kentucky? A lo mejor les caes bien y te ofrecen un empleo de mozo de cuadra o algo así, y podrías ir ascendiendo en vez de ir a Nueva York, que es una enorme ocasión de pecado, una cloaca de depravación donde el católico tiene que luchar día y noche para mantener la fe. Entonces, ¿por qué no puedes hablar con esa gente tan agradable de Kentucky para llegar a ser alguien?
Siempre que sacaba el tema de los ricos de Kentucky me susurraba y yo no sabía qué decir. Si hubiera estado allí mi hermano Malachy, habría abordado directamente a los ricos, los habría cautivado, y lo más fácil es que lo hubiesen adoptado y que le hubiesen dejado sus millones, además de los establos, los caballos de carreras, una casa grande y las criadas para que la limpiasen. Yo no había hablado con ricos en mi vida salvo para decirles: «Un telegrama, señora», y entonces me decían: «Ve por la puerta de servicio, ésta es la puerta principal, ¿es que no lo sabes?»
Eso quería decir yo al cura, pero tampoco sabía hablar con él. Lo único que yo sabía de los curas era que decían la misa y todo lo demás en latín, que escuchaban mis pecados en inglés y me perdonaban en latín en nombre de Nuestro Señor en persona, que es Dios, al fin y al cabo. Debe de ser raro ser cura y despertarse por la mañana y saber, allí acostado en la cama, que tienes el poder de perdonar a la gente o de no perdonarla, según estés de humor. Cuando sabes latín y perdonas los pecados te vuelves poderoso y es difícil hablar contigo, porque conoces los secretos oscuros del mundo. Hablar con un cura es como hablar con Dios en persona, y si dices lo que no debes, estás condenado.
En aquel barco no había ni un alma que fuese capaz de explicarme el modo de hablar con los protestantes ricos y con los curas exigentes. Mi tío Pa Keating, marido de mi tía, podría habérmelo dicho, pero él estaba en Limerick, y allí no le importaba nada un pedo de violinista. Yo sabía que si él estuviera allí se habría negado tajantemente a hablar con los ricos, y además habría dicho al cura que le besara el real culo irlandés. Así me gustaría ser a mí, pero cuando tienes destrozados los dientes y los ojos no sabes nunca qué decir ni cómo comportarte.
En la biblioteca del barco había un libro titulado
Crimen y castigo,
yo creí que podría ser una buena novela policíaca a pesar de que estaba llena de nombres rusos enrevesados. Intenté leerlo, sentado en una tumbona, pero el argumento me hacía sentirme raro, trataba de un estudiante ruso, Raskolnikov, que mata a una vieja, una usurera, y después intenta convencerse a sí mismo de que tiene derecho al dinero porque ella es inútil para el mundo y con su dinero él podría pagarse la universidad, para poder llegar a ser abogado y dedicarse a defender a la gente como él, que mata a las viejas por su dinero. Me hacía sentirme raro por lo que había pasado aquella vez, en Limerick, cuando yo trabajaba escribiendo cartas amenazadoras para una vieja usurera, la señora Finucane, y cuando ésta se murió en un sillón yo cogí algo de su dinero para pagar una parte de mi pasaje a América. Sabía que no había matado a la señora Finucane, pero le había cogido el dinero, y yo era por ello casi tan malo como Raskolnikov, y si me moría en ese momento sería el primero con quien me encontraría en el infierno. Podría salvar mi alma confesándome con el cura, y aunque debe olvidarse de tus pecados en cuanto te da la absolución, tendría un ascendiente sobre mí y me miraría de un modo raro y me diría que fuese a cautivar a los protestantes ricos de Kentucky.
Me quedé dormido leyendo el libro y un marinero, un mozo de cubierta, me despertó para decirme:
—Se le está mojando el libro con la lluvia, señor.
Señor. Yo, que había salido de un callejón de Limerick, y un hombre de pelo gris me llamaba señor, aunque ni siquiera debía dirigirme la palabra según el reglamento. El primer oficial me había dicho que a un marinero raso no se le permitía nunca hablar con los pasajeros, salvo para decirles buenos días o buenas noches. Me había contado que aquel marinero concreto del pelo gris había sido oficial a bordo del
Queen Elizabeth,
pero lo habían despedido porque lo habían pillado con una pasajera de primera clase en la cabina de ella, y lo que estaban haciendo era causa de confesión. Aquel hombre se llamaba Owen y tenía la particularidad de que pasaba todo su tiempo libre leyendo en un camarote, y cuando el barco hacía escala él bajaba a tierra con un libro y se ponía a leer en un café mientras el resto de la tripulación se emborrachaba perdidamente y había que llevarlos a rastras al barco en taxis. Nuestro capitán lo respetaba tanto, que lo invitaba a pasar a su cabina, y allí tomaban té y hablaban de los tiempos en que habían prestado servicio juntos en un destructor inglés que fue torpedeado, y los dos estuvieron juntos agarrados a una balsa en el Atlántico, flotando a la deriva y helándose y charlando, hablando de cuándo volverían a Irlanda y se tomarían una buena pinta y un montón de panceta y repollo.
Owen me habló al día siguiente. Me dijo que ya sabía que estaba quebrantando el reglamento pero que no podía evitar hablar con cualquier persona a bordo del barco que estuviera leyendo
Crimen y castigo.
Entre la tripulación había gente que leía mucho, desde luego, pero no pasaban de Edgar Wallace o de Zane Grey, y él daría cualquier cosa por poder charlar con alguien de Dostoievski. Me preguntó si había leído
Los poseídos
o
Los hermanos Karamazov,
y se entristeció cuando le dije que no había oído hablar nunca de ellos. Me dijo que en cuanto llegase a Nueva York debía entrar corriendo en una librería y comprarme libros de Dostoievski, y así no volvería a estar solo nunca más. Me dijo que fuera cual fuera el libro de Dostoievski que uno leía, siempre te daba algo que rumiar, y que como inversión era insuperable. Eso fue lo que me dijo Owen, aunque yo no tenía ni idea de qué me estaba hablando.
Entonces apareció el cura en cubierta y Owen se apartó de mí.
—¿Estabas hablando con ese hombre? —me dijo el cura—. Veo que sí. Bueno, pues te digo que no es una buena compañía. Te das cuenta, ¿no? He oído todo lo que cuentan de él, con el pelo gris y fregando cubiertas a su edad. Me extraña que seas capaz de hablar con mozos de cubierta sin moral, pero que si te pido que vayas a hablar con los protestantes ricos de Kentucky, no encuentres un rato.
—Sólo estábamos hablando de Dostoievski.
—De Dostoievski, nada menos. Sí que te va a servir eso de mucho en Nueva York. No vas a ver muchos anuncios de oferta de empleo en los que pidan conocimientos acerca de Dostoievski. No consigo que hables con los ricos de Kentucky, pero te pasas las horas muertas aquí sentado charlando con los marineros. No te trates con los marineros viejos. Ya sabes cómo son. Habla con la gente que te pueda hacer algún bien. Lee las vidas de los santos.
A lo largo del río Hudson, en la orilla de Nueva Jersey, había centenares de barcos amarrados muy juntos. Owen, el marinero, dijo que eran los barcos de la Libertad que habían llevado provisiones a Europa durante la guerra y después de ella, y que era triste pensar que cualquier día se los llevarían para desguazarlos en los astilleros. Pero así es el mundo, dijo, y un barco no dura más que el gemido de una puta.
El cura me pregunta si me espera alguien, y cuando le digo que no tengo a nadie me dice que puedo viajar con él en el tren hasta la ciudad de Nueva York. Él cuidará de mí. Cuando atraca el barco, cogemos un taxi hasta la gran estación Union de Albany, y mientras esperamos el tren tomamos café en tazas grandes y gruesas y comemos tarta en gruesos platos. Es la primera vez que como tarta de limón al merengue, y pienso que si en América comen siempre así no pasaré nada de hambre y estaré gordo y hermoso, como dicen en Limerick. Tendré a Dostoievski para la soledad y tarta para el hambre.
El tren no es como los de Irlanda, en los que vas con otras cinco personas en un compartimento. Este tren tiene vagones largos en los que van docenas de personas, y está tan abarrotado, que algunos tienen que quedarse de pie. En cuanto subimos, la gente ofrece sus asientos al cura. Él les da las gracias y me señala el asiento junto al suyo, y a mí me da la impresión de que a la gente que le ha ofrecido el asiento no le gusta que yo me siente en uno, pues es fácil ver que no soy nadie.
Al fondo del vagón hay gente que canta y que ríe y que se piden unos a otros la llave de la iglesia. El cura dice que son estudiantes universitarios que vuelven a sus casas para el fin de semana, y que la llave de la iglesia es el abridor de las latas de cerveza. Dice que seguramente son buenos chicos, pero que no deberían beber tanto, y que espera que yo no salga así cuando viva en Nueva York. Dice que debo ponerme bajo la protección de la Virgen María y pedirle que interceda ante su Hijo para que me conserve puro, sobrio y libre de males. Rezará por mí durante todo el camino hasta Los Ángeles, y dirá una misa especial para mí el ocho de diciembre, festividad de la Inmaculada Concepción. Yo quiero preguntarle por qué ha elegido esa festividad, pero me callo porque podría empezar a fastidiarme otra vez con lo de los protestantes ricos de Kentucky.
Él me está diciendo estas cosas, pero yo estoy soñando en cómo sería ser estudiante en alguna parte de América, en una universidad como las que salen en las películas, en las que siempre hay una iglesia con una aguja blanca sin cruz, para que se vea que es protestante y hay muchachos y muchachas que se pasean por el campus llevando grandes libros e intercambiándose sonrisas con dientes como copos de nieve.
Cuando llegamos a la estación Grand Central, no sé a donde ir. Mi madre me había dicho que podía intentar ver a un antiguo amigo, Dan MacAdorey. El cura me enseña a usar el teléfono, pero Dan no contesta.
—Bueno —dice el cura—, no puedo dejarte solo en la estación Grand Central.
Dice al taxista que vamos al hotel New Yorker.
Llevamos las maletas a una habitación donde hay una cama. El cura dice:
—Deja las maletas. Comeremos algo en la cafetería de abajo. ¿Te gustan las hamburguesas?
—No lo sé. No me he comido una en la vida.
Pone los ojos en blanco y dice a la camarera que me traiga una hamburguesa con fritas a la francesa, y que procure que la hamburguesa esté bien pasada porque yo soy irlandés, y nosotros los irlandeses siempre guisamos todo demasiado. Lo que hacen los irlandeses con las verduras es una vergüenza. Dice que si en un restaurante irlandés eres capaz de adivinar qué es la verdura, te mereces el primer premio. La camarera se ríe y dice que lo entiende. Dice que ella es medio irlandesa por parte de su madre, y que su madre es la peor cocinera del mundo. Su marido era italiano y sabía cocinar de verdad, pero lo había perdido en la guerra.
Woo.
Así lo pronuncia ella. En realidad quiere decir
war,
guerra, pero es como todos los americanos, a los que no les gusta pronunciar las erres al final de las palabras. Dicen
caa
en vez de
car,
y uno se pregunta por qué no pueden pronunciar las palabras tal como las hizo Dios.
Me gusta la tarta de limón al merengue, pero no me gusta el modo en que los americanos se comen las erres al final de las palabras.
Mientras nos comemos las hamburguesas, el cura dice que tendré que pasar la noche con él y al día siguiente ya veríamos. Se me hace raro desnudarme delante de un cura, y me pregunto si debería ponerme de rodillas y hacer como que rezo. Él me dice que me puedo dar una ducha si quiero, y es la primera vez en mi vida que me doy una ducha con agua caliente en abundancia y todo el jabón que quiera, una pastilla para el cuerpo y un frasco para la cabeza.