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Authors: Andrew Hartley

Tags: #Intriga, #Narrativa

Lo que devora el tiempo (35 page)

BOOK: Lo que devora el tiempo
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Ella lo miró, pero no dijo nada.

—La casa de Hamstead Marshall —dijo—. Está al sur de aquí, en la parte oeste de Berkshire, cerca de Newberry.

—Hamstead Marshall Park —corrigió ella—. Sí, la conozco. Se quemó en un incendio en 1718, creo. En realidad era un conjunto de casas. Una de sus últimas encarnaciones fue una casa solariega de estilo Tudor construida para Thomas Parry que probablemente fue destruida durante la guerra civil, al igual que el castillo de Kenilworth. El conde de Craven mandó edificar otra casa en la finca a finales del siglo XVII. Hizo que la construyeran tomando de modelo el castillo de Heidelberg como regalo a la reina desterrada Isabel Estuardo, de quien se había enamorado, pero ella murió antes de que terminaran la casa. Se quemó poco después. La familia se trasladó a Benham Park, y ese lugar ha estado abandonado desde entonces.

Thomas la miró. Aquella mujer era una enciclopedia.

—Señora Covington —dijo—. Es usted una maravilla.

Ella se ruborizó y murmuró que ya desde pequeña le habían interesado esas cosas.

—¡Pero ser capaz de almacenar todos esos datos en su cabeza! —exclamó Thomas—. La mayoría de los académicos matarían por tener esa memoria.

—Habla como el profesor Dagenhart —dijo, restándole importancia al cumplido—. Llevo treinta años contando historias como esta y él no ha dejado de tratarme como si fuera el oráculo de Delfos. Cuando vives en un sitio toda la vida, lo sabes, sin más. Y la lectura, claro está. No es necesario ser profesor para gustarte los libros.

—Fui alumno de Dagenhart —dijo Thomas—. En Boston.

—¿De veras? —dijo mirándolo de arriba abajo como si lo viera por primera vez.

—No llegué a conocerlo bien. Desaparecía todo el tiempo para venir aquí.

—Todos los veranos —asintió ella—. Se ha convertido en toda una institución. Fue la primera persona a la que vi con un ordenador portátil. Ahora tiene un modelo nuevo, pero siempre se lo deja en la sala de lectura del centro, por lo general encendido. No parece preocuparle que se lo puedan robar. No sé si pensar que es un hombre con unos principios encomiables o un pobre infeliz. Odio decir esto, y sé que parece un sentimentalismo ciego, pero creo que el mundo actual es un lugar más terrible que cuando yo era joven.

—¿De qué conoce el profesor Dagenhart a Elsbeth Church?

Durante un segundo pareció desconcertada. Entonces cayó en la cuenta.

—¡La novelista! Sí, la conoce, ¿no? Supongo que fue a través de Daniella.

—¿Blackstone? —preguntó sorprendido Thomas.

—Oh, sí —dijo con toda tranquilidad—. Se conocían de hacía tiempo.

—¿Íntimamente?

—Señor, Knight, le he dicho que no soy ninguna cotilla. Pensé que quería que le hablara de Hamstead Marshall Park.

—Sí —dijo Thomas, retrocediendo—. Ese lugar, ¿podría considerarse una especie de santuario?

—¿En qué sentido? —preguntó ella, enérgica y suspicaz de nuevo.

—No lo sé —dijo Thomas mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas—. ¿Hay algo en su historia que pueda inspirar, qué sé yo, nostalgia, devoción, fuertes sentimientos personales o algo similar?

—Supongo que la historia del conde y su amada podría —dijo—. Y luego está la leyenda de la casa Tudor, aunque probablemente no signifique nada.

—¿Qué leyenda?

—Nunca ha sido verificada, y probablemente se trate de la versión local de una historia de otro lugar…

—Su interés por la fidelidad histórica ha quedado más que demostrado —dijo—. ¿Cuál es esa leyenda?

Capítulo 70

La señora Covington se inclinó hacia delante y sus ojos brillaron con fuerza. No solo se sentía halagada por el interés de Thomas, estaba emocionada ante la perspectiva de poder contar la historia.

—Se dice que la casa solariega de arquitectura Tudor fue construida para Thomas Parry —comenzó—. Cuentan que el regalo de esa finca provenía de la propia reina Isabel y que era, quizá, una especie de recompensa muy particular. Isabel, como bien sabe, se hacía llamar la Reina Virgen. Se trataba de una imagen política muy útil que recurría a la mitología griega y romana (Artemisa y Diana, diosas de la luna) y, más importante todavía, a la iconografía del catolicismo. El país era fundamentalmente protestante, pero se trataba de un cambio muy reciente, e incluso entre aquellos que abrazaban esa nueva religión había muchos aspectos de la antigua que echaban en falta. Así que Isabel se convirtió a sí misma en una especie de virgen María regia. Al hacerlo vinculó su autoridad secular con lo divino de forma que eso la protegiera de las quejas de aquellos que preferían ser gobernados por un hombre.

»Por supuesto, el tema de su virginidad también tenía mucho que ver con su negativa a ceder Inglaterra a un poder extranjero. Si se casaba, el reino se convertiría en propiedad de su marido, y con Inglaterra en guerra con todas las potencias católicas europeas, eso solo podía acabar de manera desastrosa. Así que imagínese el daño que podía haber causado que se supiera que no era virgen y que ya había tenido un hijo.

Thomas la miró, sintiendo la tensión y emoción de su narración.

—Hamstead Marshall Park había sido otorgada a Isabel por su hermano Eduardo VI en 1550. Cuando su hermana católica, María, ocupó el trono, Isabel estuvo bajo arresto domiciliario en la abadía de Bisham, cerca de Hamstead Marshall, donde Thomas Hoby, el gran traductor, vivió. Esto fue a mediados de la década de 1550. La historia cuenta que una noche una anciana comadrona fue levantada de su cama en Londres. La metieron en un coche y la llevaron hasta Hamstead Marshall. Allí un misterioso lord le dio orden de ayudar a dar a luz a una joven dama. Encendieron la chimenea y suministraron a la comadrona el instrumental necesario. Le ordenaron que nada malo le ocurriera a la mujer. Debe recordar que muchas mujeres morían en los partos en aquellos tiempos, a menudo por hemorragias que aquellas que atendían los alumbramientos eran incapaces de contener. Pero en este caso, la joven dio a luz sin problemas a una niña sana.

La señora Covington se acercó a él todavía más y sus ojos se abrieron de par en par.

—Fue entonces cuando ese lord ordenó a la comadrona que arrojara al bebé al fuego.

Thomas escuchaba con los ojos fijos en los de la señora Covington.

—¿Lo hizo? —preguntó.

—No tuvo elección. Llorando, permitió que el bebé se quemara ante sus ojos. Cuando hubo acabado, le dieron una copa de vino para templar sus nervios y la llevaron de regreso a Londres, asegurándose antes de que no lo contara a nadie. Unos días después, la encontraron muerta; envenenada, como podrá imaginarse. Pero antes de su muerte había susurrado a otros que la joven no era otra que la princesa Isabel.

Le sostuvo la mirada a Thomas para a continuación recostarse de nuevo en el asiento y tomar un poco de té, satisfecha por la respuesta de este.

—Pero usted no cree que sea cierto —dijo Thomas para romper la tensión.

—Hay algún que otro problema con las fechas —dijo—. Si Isabel quedó encinta antes de ascender al trono, el padre era probablemente el gran almirante Thomas Seymour, tío del joven rey Eduardo. Se ha rumoreado mucho sobre esta posibilidad, y existen documentos que sugieren que el asunto fue investigado en profundidad y que al menos hay algo de verdad en la historia. Pero Seymour había caído en desgracia y fue ejecutado en 1549. Así que, si la historia es cierta, tuvo que tener lugar antes de que a Isabel le dieran la casa, antes de ser puesta bajo vigilancia por orden de su hermana. No es descartable, porque la casa había pertenecido a su madrastra, Catalina Parr, así que pudo haber permanecido allí, pero me temo que nunca lo sabremos. Aun así —añadió, inclinándose hacia delante de nuevo y con una sonrisa que le iluminó todo el rostro—, es una historia increíble, ¿no le parece?

—Yo diría que sí —dijo un pensativo Thomas—. Vaya si lo es.

Thomas caminó con ella de regreso al instituto y estuvieron un tiempo fuera del edificio, titubeantes.

—Gracias por el té —dijo la señora Covington.

—Ha sido un placer —dijo Thomas.

—Siento haberlo juzgado mal, señor Knight —dijo.

—Suele ocurrir. —Sonrió.

La señora Covington metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Había dos hombres hablando en el interior.

—Mañana a las cinco, profesor —dijo uno de ellos—. No me haga esperar.

El otro hombre se dio la vuelta, con la cabeza gacha, y echó a andar con rapidez. Golpeó a su paso a la señora Covington y Thomas fue a cogerla, pero aun así ambos estuvieron a punto de caerse por las escaleras por culpa de aquel hombre.

Ni se disculpó ni se detuvo para mirar atrás, pero ya habían visto su rostro lívido al pasar junto a ellos, e incluso aunque no lo hubieran hecho, Thomas habría reconocido la incongruente pareja que hacían aquel traje de tweed y el ordenador portátil.

—Quizá el profesor Dagenhart ha percibido que he estado hablando de él —recalcó la señora Covington atribulada mientras miraba hacia atrás.

—Quizá acaba de oír la ponencia de un oxfordiano —respondió Thomas.

—Disculpen —dijo el otro hombre al salir.

Thomas y la señora Covington se echaron a un lado y el hombre pasó entre ellos. Se volvió hacia Thomas y lo miró con ojos desapasionados, ilegibles. Era el administrador de Daniella Blackstone.

Capítulo 71

Tan pronto como la señora Covington se hubo marchado, Thomas se volvió a mirar al administrador. Seguía observando a este salir con total tranquilidad cuando alguien tosió a su lado. Thomas se giró y vio el ceño fruncido del alumno de Julia. Parecía nervioso.

—¿Tiene un segundo? —dijo Chad.

Thomas lo estudió. Parecía avergonzado, hosco como siempre, sí, pero también escarmentado.

—¿Qué ocurre? —dijo Thomas.

—Quería aclararle lo que le dije antes.

—¿Lo de que Julia respetaba demasiado tu trabajo?

Se estremeció al oír las palabras.

—Sí. No quería insinuar nada con ello.

—Pero eso fue lo que dijiste.

—No quiero que piense…

—¿Qué?

—No lo sé…

—Chad, la primera vez que nos vimos, en el Drake de Chicago, estabas dando los últimos retoques a tu ponencia del día siguiente.

—Sí. ¿Y?

—Julia, quiero decir, la profesora McBride…

—Yo también la llamo Julia.

—Sí. Por supuesto. Julia estaba supervisando tu revisión. ¿Cuál fue esa revisión?

—Tan solo lo perfeccionó —dijo con cautela—. Era demasiado larga. Tenía que quitar cosas.

—¿Qué cosas?

—Sobre la ropa de los sirvientes en el periodo moderno temprano. Libreas y cosas así.

—¿Por qué razones?

Chad vaciló.

—No encajaba.

—¿Has estado investigando ese tema con ella? Bajo su supervisión, me refiero.

—Sí —dijo, un tanto ruborizado y cambiando de táctica—. Pero realmente era su trabajo. Yo solo fui una especie de ayudante. No debería haber puesto eso en mi ponencia.

—Vale. Lo comprendo.

—Entonces —dijo—. Olvidémoslo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

El estudiante estaba ya marchándose cuando Thomas lo detuvo.

—¿Chad?

—¿Sí?

—¿Lo sabe Angela?

El rostro de Chad cambió y dio un paso hacia Thomas.

—Sí, pero no quiero que hable con ella de esto.

—¿Por qué no?

—Ella y yo… es complicado. Estamos… muy unidos, ¿entiende? Angela respeta de veras el trabajo de Julia, pero…

—Pero ¿qué?

—A veces es demasiado protectora conmigo. Eso es todo.

—De acuerdo —dijo Thomas.

—De acuerdo.

Chad sonrió, pero seguía habiendo angustia en sus ojos. Thomas sabía que algo no marchaba bien.

Capítulo 72

Thomas dio un paseo por el río una vez más para pensar, pero no pudo sacar ninguna conclusión acerca de Chad o de por qué el administrador de Daniella Blackstone iba a reunirse con Randall Dagenhart. Tenía alguna idea al respecto, pero eran vagas y basadas en poco más que su instinto. No logró aclarar sus pensamientos. La ciudad lo distraía.

No sabía qué pensar de Stratford. Era un lugar pintoresco, y su famoso hijo garantizaba una vida intelectual y cultural desproporcionada para una ciudad de ese tamaño, pero en ocasiones le recordaba al parque temático Epcot. Si te sentabas junto al Gower Memorial, podías observar a los turistas, en sus autocares de lujo, tomando fotos digitales de casitas con el tejado de paja o de los cisnes bajo los sauces. Pocos iban a los teatros, y aunque sí visitaban el lugar de nacimiento y enterramiento de Shakespeare, Thomas se preguntó si en su fuero interno no preferirían estar en el Paseo de la Fama. Al menos allí los objetos cuidadosamente conservados, la historia que estos encerraban, significarían algo, conectarían las cosas que sabían, cosas que importaban en sus vidas.

Esnob, pensó.

Pero no era lo que pensaba. No estaba diciendo que Shakespeare estuviera por encima de ellos, o que fuera necesariamente mejor que los Beatles o XTC. El arte popular probablemente tuviera más en común con lo que Shakespeare había significado en su época que toda esa historia cuidadosamente preservada y tan elevada cultura. Pero resultaba extraño, no obstante, que aquella gente inclinara de manera instintiva sus cabezas ante una idea de literatura y teatro que probablemente fuera ajena a sus propias experiencias. Se imaginó que, para ellos, Stratford era un poco como estar en misa, donde solo los fanáticos no oscilan entre la fe contenida y la desazón de la duda, donde la energía no se dedica a estar en comunión con lo divino, sino a levantarse en el momento convenido, en recordar las palabras adecuadas y en no romper a gritar ante las idioteces del sermón.

Pero tú nada sabes de eso, ¿verdad? No sabes qué se les pasa por la cabeza a los demás creyentes, ni tampoco qué conexión tienen estas hordas de turistas y sus cámaras con Shakespeare. Quizá sean profesores como tú que están gastando el dinero que tanto les ha costado ahorrar en esta peregrinación. Quizá pertenezcan a los grupos teatrales de su comunidad, o qué más da, abogados u obreros que aman la literatura, o el teatro. Puede que tengan a Shakespeare siempre en la cabeza, un vago recuerdo del instituto, años pasados cuando en sus clases habían representado algunas escenas de Julio César…

Vale, pensó Thomas. Es suficiente.

Volvió para apartar esos pensamientos de su mente y se encontró con el rostro del anciano con el traje de felpa.

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