—¿Está usted ocupado esta tarde? ¿Puede usted venir ahora conmigo? —le preguntó.
—¿Adonde?
—Quiero que venga usted conmigo al taller de aserrar. Prometí a Frank que no saldría sola en el coche fuera de la ciudad.
—¿Al taller con esta lluvia?
—Sí, quiero comprarlo ahora, antes de que cambie usted de parecer.
Él se rió tan ruidosamente, que el dependiente se asombró y le miró con curiosidad. —¿Se ha olvidado usted de que está casada? La señora de Kennedy no puede permitir que la vean yendo en coche hacia las afueras de la ciudad con este desprestigiado Butler, al que no reciben en los salones decentes. ¿Ha olvidado usted su reputación?
—¡Que se vaya a paseo mi reputación! Quiero ese aserradero antes de que usted cambie de opinión o de que Frank se entere de que lo compro. No ande usted con tonterías, Rhett. ¿Qué importa una lluvia ligera? Vayamos pronto.
¡Aquel aserradero! Frank se daba al diablo cada vez que pensaba en él, maldiciendo de sí mismo por habérselo mencionado a Scarlett. Ya era malo de por sí que hubiese vendido sus arracadas al capitán Butler (¡a Butler precisamente!) y hubiese adquirido el taller de aserrar sin consultar siquiera a su marido; pero era mucho peor todavía que no le hubiese entregado a él la dirección. Esto le disgustaba. Parecía como si no tuviese confianza en él o en su criterio.
Frank, como los demás hombres, sabía y creía que una mujer debía estar guiada siempre por el superior conocimiento de su esposo, que debía aceptar totalmente sus opiniones y no poseer ninguna propia. Él hubiera cedido ante la mayor parte de las mujeres. Las mujeres eran pequeños seres tan especiales que no importaba satisfacer sus antojillos. Suave y moderado por naturaleza, no estaba en él oponerse mucho a su esposa. Hubiera sido un placer para él complacer los pueriles caprichos de una personilla así y reñirla cariñosamente por sus infantiles prodigalidades. Pero las cosas que se proponía
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hacer Scarlett eran inadmisibles.
Lo del aserradero, por ejemplo. Experimentó el asombro mayor de toda su vida cuando ella le dijo, contestando a sus preguntas y sonriendo dulcemente, que tenía la intención de dirigirlo ella misma. «Dedicarme yo misma al negocio de maderas», fue la manera que tuvo de expresarlo. Frank no olvidaría jamás el horror de aquel momento. ¡Dedicarse ella a los negocios! Era inconcebible. En Atlanta no había mujeres dedicadas a los negocios. A decir verdad, Frank no había oído jamás que ninguna señora se dedicase a los negocios en alguna parte. Si una mujer tenía la desgracia de verse obligada a ganar algún dinero para ayudar a la familia en tiempos tan difíciles, lo ganaba de manera discreta y femenina: junto a un horno, como la señora Merriwether; o pintando porcelana, cosiendo o tomando huéspedes, como la señora Elsing y Fanny; o enseñando en una escuela, como la señora Meade; o dando lecciones de música, como la señora Bonnel. Aquellas damas ganaban dinero, pero se quedaban en sus casas para ganarlo, como debía hacer una mujer. Pero que una mujer abandonase la protección del hogar y se aventurase por el rudo mundo masculino, compitiendo en los negocios con los hombres, dándose codazos con ellos, exponiéndose a los insultos y a las murmuraciones... ¡Especialmente cuando no necesitaba hacerlo, cuando tenía un marido plenamente capaz de mantenerla!
Frank esperaba que ella no quisiese más que gastarle una broma, una broma de dudoso gusto, pero pronto descubrió que le hablaba en serio. Comenzó a dirigir el aserradero. Se levantaba antes que él para ir en su cochecillo hasta el final de Peachtree Street y con frecuencia no volvía a casa hasta mucho después de haber él cerrado la tienda y regresado a cenar en casa de la tía Pittypat. Recorría las largas millas hasta el taller sin más protección que la del reacio y viejo Peter cuando por todas partes pululaban los negros liberados y el hampa yanqui. Frank no podía ir con ella, porque la tienda le absorbía todo su tiempo; pero, cuando protestó, ella le dijo en tono resuelto:
—Tengo que vigilar a ese canallita de Johnson. De lo contrario, sería capaz de vender mis maderas y guardarse el dinero. Cuando pueda buscar un hombre que sirva para encargarse del taller, no tendré que ir por allí tan a menudo. Entonces podré quedarme en la ciudad a vender la madera.
¡Vender madera en la ciudad! Esto era lo peor. Con frecuencia no aparecía por el taller durante todo el día y se dedicaba a ofrecer el género casi de puerta en puerta, y, en tales días, Frank deseaba esconderse en la trastienda y no ver a nadie. ¡Su mujer vendiendo madera!
Y la gente hablaba terriblemente mal de ella. Probablemente, de él también, por pernitirle que se comportase en una forma tan poco femenina. Se sentía embarazado al enfrentarse con sus parroquianos desde el otro lado del mostrador y oírlos decir: «He visto a su esposa hace pocos minutos en...», lodo el mundo se interesaba en decirle lo que ella hacía. Todo el mundo se complacía en contarle lo que sucedió cuando construían el nuevo hotel. Scarlett llegó allí precisamente cuando Tommy Wellburn estaba comprando madera a otro individuo, y ella se apeó del cochecillo entre los rudos albañiles irlandeses que ponían los cimientos y aseguró a Tommy, en pocas palabras, que le engañaban. Dijo que su madera era mejor que la de nadie, y más barata además, y para probarlo sumó de memoria una larga columna de números y le dio un presupuesto de coste allí mismo. Ya estaba mal eso de haberse metido entre rudos obreros, pero era todavía peor que una mujer mostrase públicamente que conocía las matemáticas de tal modo. Cuando Tommy aceptó su presupuesto y le firmó el pedido, Scarlett no se despidió inmediatamente con discreción, sino que se quedó allí charlando con Johnnie Gallegher, el capataz de los operarios irlandeses, un gnomo de malas pulgas que gozaba de pésima reputación. Toda la ciudad habló del asunto durante varias semanas.
Para colmo, ganaba dinero efectivamente con el aserradero, y ningún hombre podría estar contento de que su mujer tuviese éxito en actividades tan poco femeninas. Y tampoco le entregaba el dinero, o parte de él, para que se empleara en la tienda. La mayor parte iba a Tara, y Scarlett escribía cartas interminables a Will Benteen diciéndole exactamente cómo había que gastarlo. Además, manifestó a Frank que, si podía terminar las reparaciones necesarias en Tara, se proponía prestar el dinero que tuviese disponible, pero sobre hipotecas.
«¡Dios mío! ¡Dios mío!», gemía Frank siempre que pensaba en ello. Una mujer no debía saber siquiera lo que era una hipoteca.
Scarlett hacía toda clase de planes aquellos días, y cada uno de ellos le parecía a Frank peor que el precedente. Habló incluso de construir un bar en el terreno en donde había estado su almacén de depósito hasta que Sherman lo destruyó. Poseer fincas dedicadas a tabernas era un mal negocio, un negocio de mala nota, casi tan malo como el de alquilar una finca para casa de prostitución. Pero él no podía explicarse por qué estaba mal y a sus torpes argumentos ella sólo contestaba:
—¡Bah! ¡Tonterías! Los bares siempre son buenos inquilinos. Así lo decía el tío Henry —aseguraba—. Siempre pagan puntualmente el alquiler. Mira, Frank, se podría construir un bar modesto, con la madera de mala calidad que no logro vender, y sacar una buena renta, y con el producto de esta renta y del aserradero podría comprar más talleres de aserrar.
—Pero, cariñito, ¡no necesitas más talleres! —exclamaba Frank, horrorizado—. Lo que debías hacer es vender el que tienes. Te está dando demasiado trabajo, y ya sabes lo difícil que es el conseguir que trabajen en él los negros liberados...
—Los negros liberados no sirven ciertamente para nada —convino Scarlett, pasando por alto la alusión de que debía desprenderse del taller—. El señor Johnston dice que todas las mañanas, cuando va a trabajar, no sabe si tendrá o no el personal completo. Ya no se puede contar con los negros. Trabajan un día o dos y luego descansan hasta que se han gastado el jornal cobrado, y toda la cuadrilla es muy capaz de perderse de vista de la noche a la mañana. Cuanto más veo los resultados de la emancipación, más criminal me parece. Ha acabado con los negros. Millares de ellos están ociosos, y aquellos a los que podemos persuadir de que trabajen en el taller son tan holgazanes y tornadizos que no vale la pena de tenerlos allí. Y si llega uno a insultarles —¡y no digo nada si se les dan unos cuantos golpes por su bien!—, la Oficina de Hombres Liberados se echa encima como un pato sobre un insecto.
—Monada, tú no permitirás que el señor Johnson pegue a esos...
—No, por supuesto —replicó ella con impaciencia—. ¿No acabo de indicarte que los yanquis me meterían en la cárcel si lo hiciese?
—Apostaría a que tu padre jamás dio una paliza a un negro en su vida —dijo Frank.
—Una sola vez. A un chico de la caballeriza que no cepilló a su caballo después de un día de caza. Pero entonces era distinto, Frank. Los negros libres son de otro género, y una buena paliza les sentaría bien a muchos de ellos.
Frank estaba asombrado, no sólo por las opiniones y planes de su consorte, sino por el cambio que se había realizado en ella durante los pocos meses transcurridos desde su matrimonio. Ésta no era ya la criatura dulce, suave y femenina que había tomado por esposa. Durante el breve período del noviazgo, pensó que jamás había encontrado a una mujer más atractivamente femenina, en sus reacciones ante la vida, más ignorante, tímida, asustadiza... Ahora, todas sus reacciones eran masculinas. A pesar de sus rosadas mejillas y de sus hoyuelos y de sus agradables sonrisas, hablaba y obraba como un hombre. Su voz era incisiva y decidida, y resolvía las cosas instantáneamente, sin vacilaciones ni rodeos de colegiala. Sabía lo que quería y salía a buscarlo por el camino más corto, como debía hacer un hombre, no por los ocultos y sinuosos caminos peculiares a las mujeres.
No era que Frank no hubiese visto nunca mujeres autoritarias. Atlanta, lo mismo que cualquier otra ciudad del Sur, tenía su número de viudas enérgicas a quienes nadie se atrevía a irritar. Nadie podía ser más dominadora que la gruesa señora Merriwether, o más imperiosa que la frágil señora Elsing, ni más astuta para conseguir lo que deseaba que la señora Whiting, con su voz armoniosa y su pelo corto de plata. Pero todos los medios y recursos empleados por esas damas eran siempre resursos femeninos. Se esforzaban por mostrarse deferentes con las opiniones de los hombres, tanto si se dejaban guiar por ellas como si no. Tenían la cortesía de aparentar que seguían los consejos masculinos, y esto era lo que importaba. Pero Scarlett no aceptaba más guía que la suya propia, y llevaba sus negocios de manera tan masculina, que toda la ciudad hablaba de ella.
«Y para colmo —pensaba Frank, acongojado—, probablemente hablarán de mí también por dejarla obrar de un modo tan poco femenino.»
Además, había lo de aquel Butler. Sus frecuentes visitas a la casa de la tía Pittypat eran la peor humillación de todas.. A Frank le había desagradado siempre, aun en los tiempos anteriores a la guerra, cuando había tenido negocios con él. Muchas veces maldijo el día en que se le ocurrió llevarlo a Doce Robles y presentarlo a sus amigos. Le despreciaba por la fría crueldad con que había obrado en sus especulaciones durante la guerra, así como por el hecho de que no había estado en el Ejército. Los ocho meses de servicio con la Confederación eran conocidos sólo por Scarlett, porque Rhett le rogó, con pretendido temor, que no revelase su vergüenza a nadie. Sobre todo, Frank le censuraba por seguir reteniendo el oro de los confederados, cuando los hombres honrados, como el almirante Bulloch y otros, al hallarse en idéntica situación, devolvieron muchos miles de dólares el Tesoro federal. Pero, tanto si le gustaba a Frank como si no, Rhett era un visitante asiduo.
Aparentemente, era la señorita Pittypat a quien iba a ver, y ésta era tan ingenua que lo creía y se mostraba lisonjeada por sus visitas. Pero Frank abrigaba la desagradable sensación de que la señorita Pittypat no era la atracción que le llevaba allí.
El pequeño Wade se había aficionado mucho a él, a pesar de ser muy tímido con todo el mundo, e incluso le llamaba «tío Rhett», lo que molestaba a Frank. Y Frank no podía por menos de recordar que Rhett había acompañado mucho a Scarlett durante los tiempos de la guerra y que se había murmurado de ellos. Ninguno de sus amigos tenía valor para mencionar nada de eso a Frank, por francas que fuesen sus palabras al juzgar la conducta de Scarlett en lo referente al aserradero. Pero Kennedy no pudo por menos de observar que a Scarlett y a él se les invitaba menos a comidas y a fiestas y que cada vez recibían menos visitas. A Scarlett le desagradaban la mayor parte de sus vecinos, y estaba demasiado ocupada para ir a ver a los pocos que le eran simpáticos; así es que la escasez de visitantes no la perturbó lo más mínimo. Pero a Frank le afectaba mucho, una enormidad.
Durante toda su vida, Frank había estado demasiado preocupado por la frase: «¿Qué dirán los vecinos?», y ahora se veía indefenso ante las repetidas infracciones de Scarlett a las convenciones sociales. Estaba seguro de que todo el mundo desaprobaba a Scarlett y le despreciaba a él por permitirle «perder el sexo». Ella hacía muchas cosas que un marido no debiera tolerar; pero si le daba órdenes en contrario, si intentaba criticarla o argumentar con ella, la tempestad descargaba pronto sobre su cabeza.
—¡Válgame Dios! —exclamaba él, impotente—. Se enfurece con más rapidez y le dura la furia mucho más que a ninguna mujer que yo haya conocido en mi vida.
Aun en los momentos en que las cosas marchaban más plácidamente, era maravilloso ver cuan pronto la esposa cariñosa y alegre que andaba tarareando por la casa podía transformarse por completo en una persona totalmente distinta. Bastaba con que él dijese: «Nena, yo en tu lugar no...», para que la tempestad estallara.
Sus negras cejas se apresuraban a contraerse en agudo ángulo sobre la naricilla, y Frank se atemorizaba y casi lo dejaba ver. Scarlett tenía el temperamento de un tártaro y la furia de un gato montes y, en tales accesos, no parecía preocuparse de lo que decía ni de a quién podía agraviar. Melancólicas nubes se cernían sobre la casa en tales ocasiones. Frank iba pronto a la tienda y se quedaba hasta tarde. Pittypat se escurría hacia su dormitorio como un conejo que corre a meterse en su madriguera. Wade y el tío Peter se retiraban a la cochera, y la cocinera no salía de la cocina ni levantaba la voz en sus cánticos de alabanza al Señor. Sólo Mamita soportaba las rabietas de Scarlett con ecuanimidad; pero Mamita había tenido ya muchos años de entrenamiento con Gerald O'Hara y sus arranques.