Lo que el viento se llevó (114 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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—¡A expensas de una mujer! ¿Ha dicho alguna vez...?

—No, no ha dicho una palabra; pero ya conoce usted a Ashley. No tengo para qué explicárselo. Mire usted: ayer mismo, mientras velábamos a su padre, le dije que había pedido a Suellen que fuera mi mujer y que me había dicho que sí. Entonces Ashley me aseguró que le aliviaba saber esto, porque estaba en ascuas pensando en tener que quedarse en Tara. Claro: sabía que la señora Melanie y
él
se hubieran visto obligados a quedarse, ahora que el señor O'Hara había muerto, nada más que para evitar que la gente murmurase de Suellen y de mí. Entonces me dijo que se proponía marcharse de Tara y buscar trabajo.

—¿Trabajo? ¿Qué clase de trabajo? ¿Y adonde?

—No sé lo que hará, pero me ha contado que se dirigiría al Norte. Tiene un amigo yanqui en Nueva York y le ha hablado de darle un empleo en un Banco.

—¡No, no! —exclamó Scarlett, con voz que salió del fondo de su corazón. Al oírla, Will le dirigió la misma mirada plácida que antes.

—Tal vez valga más que vaya a instalarse en el Norte.

—No, no, no opino lo mismo.

Comenzó a cavilar febrilmente. ¡Ashley no podía marchar al Norte! Se exponía a no verle más. Aunque no le hubiera visto hacía meses", aunque no le hubiera dirigido la palabra desde la escena fatal del jardín, no había pasado día que no pensara en él, que no se hubiera alegrado de haberlo acogido bajo su techo. No había enviado un solo dólar a Wili sin sentirse feliz pensando que con esto contribuía a hacer más fácil la vida de Ashley. Desde luego, él no estaba dotado para los trabajos de la granja. «Ashley ha nacido para otras cosas», se dijo Scarlett con orgullo.

Había nacido para mandar, para vivir en una gran mansión, para tener buenos caballos, para leer poemas y decir a los negros lo que tenían que hacer. Que no tuviera casas, caballos, negros, ni libros, no tenía nada que ver. Ashley no estaba hecho para manejar un arado o partir leña. Así que no era extraño que quisiera abandonar Tara.

Pero ella no podía dejar que se marchara de Georgia. Si era menester, no
desalía,
vivir a Frank hasta que le hubiera encontrado un empleo en su almacén, aunque tuviera que echar a alguien. Pero no, tampoco había nacido Ashley para ser una hortera. ¡Un Wilkes en una tienda! ¡Eso nunca!; Había, con todo, que buscar una solución. Ya estaba: la serrería; eso era! Aquella idea le produjo tal alivio que sonrió. Pero ¿aceptaría él una proposición suya? ¿No lo consideraría una limosna? Ya se las compondría para hacerle ver que, al contrario, le prestaba un gran servicio aceptando. Despediría al señor Johnson. Ashley ocuparía su puesto y Hugh dirigiría la nueva serrería. Explicaría a Ashley que la mala salud de Frank y sus ocupaciones en eí almacén le impedían ayudarla e invocaría su estado como una razón más para que la sacara de apuros.

Le haría comprender que en aquel crítico momento no podía prescindir de su apoyo. Y luego, si aceptaba, le haría partícipe a medias en los beneficios de la industria, le daría lo que quisiera con tal de conservarlo a su lado; lo que fuera, para ver aquella radiante sonrisa que le iluminaba el rostro, para poder sorprender en su mirada aquel brillo que le demostraría que seguía amándola. Pero tomó la resolución de no instigarle más a que le declarase su amor, de no volver a inspirarle más el deseo de prescindir de aquel estúpido honor que ponía por encima de la pasión. Había que encontrar a toda costa el medio de participarle, con tacto, sus nuevas decisiones. De otro modo era capaz de no aceptar el ofrecimiento, por miedo a que se reprodujera una escena análoga a la última.

—Puedo encontrarle un empleo en Atlanta —dijo en alta voz.

—Eso es cosa de ustedes dos —contestó Will, volviendo a mordisquear la pajita—. ¡Arre, «Sherman»! Ahora, Scarlett, tengo algo que pedirle, antes de hablarle de su padre. No querría que cayera usted sobre Suellen. Lo hecho, hecho está, y por mucho que haga ella no va a resucitar por eso el señor O'Hara. Además, la pobre ha creído de buena fe que ha obrado del mejor modo.

—Yo era quien quería pedirle aclaraciones, Will. ¿Qué ha ocurrido con Suellen? Alex es tan enigmático... Me ha dicho que Suellen se merecía una paliza. ¿Qué es lo que ha hecho?

—Sí, ya sé cómo se han puesto contra ella. Toda la gente que he visto en Jonesboro ha jurado no volver a saludarla; pero ya se les pasará el enfado. Ahora, prométame no irritarse. No quiero que disputemos esta tarde, con el señor
todavía
en su lecho de muerte.

«¡Conque no quiere disputas! —pensó Scarlett, indignada—. Habla ya como si Tara fuese suya.»

Entonces pensó en Gerald, tendido sobre su lecho de muerte, en el salón, y estalló en sollozos. Will le pasó el brazo por la cintura, la atrajo hacia él y no dijo nada.

Mientras el coche avanzaba lentamente en la sombra que se adensaba, Scarlett, reclinada sobre el hombro de Will y con el sombrero echado sobre la cara, olvidaba al Gerald de los dos últimos años, al anciano fatigado, mirando siempre a la puerta, con la esperanza de ver entrar por ella a una mujer que nunca más habría de reaparecer. Se acordaba del hombre enérgico, lleno aún de vitalidad no obstante su avanzada edad, con su canosa y ondulada cabellera, su aire animoso y comunicativo, sus botas sonoras, su carácter bromista y su generosidad. Recordaba cuánto admiraba a su padre cuando, siendo niña la subía con él a caballo, la cogía en sus brazos o le daba unos azotes si había sido mala y se ponía a gritar tan fuerte como ella, hasta que la perdonaba y hacían las paces. Le parecía verlo, llegando de Charleston y de Atlanta, cargado siempre con los más absurdos regalos. Sonriendo, a través de sus lágrimas, lo veía también, de regreso de la fiesta de Jonesboro, a altas horas de la noche, bastante alegre, saltando el cercado y cantando con voz cascada «El color verde». Y al día siguiente lo humilde que se mostraba ante Ellen. Bien, ya estaba él a su lado.

—¿Por qué no me escribió que se encontraba enfermo? Habría venido en cuanto...

—No ha estado enfermo un solo instante. Ande, tome mi pañuelo. Voy a contárselo todo.

Aceptó su pañuelo, pues no llevaba ninguno, y se apoyó en el brazo de Will. ¡Qué amable era aquel hombre!

—Mire, Scarlett: con el dinero que usted nos ha ido enviando, Ashley y yo hemos pagado los impuestos y comprado una mula, simientes, un sinfín de rasillas, pollos y algunos cerdos. La señorita Melanie hace maravillas con las gallinas. Es una mujer asombrosa; ya la conoce. Bueno, después de haber comprado todo lo necesario, no quedó mucho para cosas superfluas, pero nadie se quejó, excepto Suellen. La señorita Melanie y la señorita Carreen no van a ninguna parte y se pasan el día trabajando en casa, pero ya conoce usted a Suellen: no sabe lo que son privaciones. Para ella era un suplicio tener que ir con vestidos viejos cuantas veces la Eevaba en coche a Jonesboro o a Fayetteville y más con lo chismosas que son las mujeres de los
carpetbaggers
y con lo que se acicalan. ¡Hay que ver cómo visten las esposas de esos malditos yanquis que están al frente de la Oficina de Liberados! Las señoras del Condado llevan adrede sus peores vestidos cuando van a la ciudad, para demostrar que se les da un comino de ello y que hasta están orgullosas de sus harapos. Pero no así Suellen. Y, además, hubiera querido tener un caballo y un coche. Nos repetía sin cesar que tenía usted uno.

—No es un coche, sino un carromato destartalado —declaró Scarlett, indignada.

—Esto no tiene importancia, pero prefiero prevenirla. Suellen no le ha perdonado nunca que se haya casado con Frank. Y no soy yo quien se lo censuro: fue una mala pasada hacer eso a una hermana.

Scarlett se incorporó furiosa como una serpiente. —¿Una mala pasada? Le ruego que sea más cortés, Will. ¿De modo que es culpa mía que Frank me haya preferido a Suellen?

—Usted no es tonta, Scarlett, y sospecho que debió ayudarle a hacer su elección. Sabe usted estar a la altura de las circunstancias, cuando se lo propone. No me irá usted a negar que Frank era el novio de Suellen. Mire, una semana antes de marchar usted a Atlanta, recibió una carta suya, cariñosísima. Le decía que se casarían en cuanto hubiera ahorrado algo. Lo sé porque me enseñó la carta.

Scarlett guardó silencio. Sabía que Will decía la verdad y no encontraba contestación. Nunca pudo imaginarse que iba a llegar un día en que Will la juzgaría. Además, la mentira que le había contado a Frank no le ocasionó nunca remordimientos. Si una muchacha no sabía conservar su novio y lo perdía, era que no merecía conservarlo.

—Vamos, Will, no sea tan mal pensado —protestó—. ¿Piensa usted que si Suellen se hubiera casado con él habría mandado un céntimo a Tara?

—Ya le he dicho que sabe usted estar, cuando quiere, a la altura de las circunstancias —dijo Will, volviéndose hacia ella y esbozando una sonrisa—. Ya sé que no hubiéramos visto un céntimo de Frank. Pero esto no quita para que una mala pasada sea una mala pasada. Suellen está hecha una furia desde entonces. No creo que quisiera mucho a Frank, pero eso la ha herido en lo vivo y se pasa el tiempo diciéndonos que usted lleva hermosos vestidos, que tiene coche y que vive en Atlanta, mientras ella está aquí, encerrada en Tara. ¡Con lo que le gusta ir de visitas y relacionarse! Ya lo sabe usted. ¡Y con lo que le gusta vestir bien! No es que se lo reproche; las mujeres son así. Hace cosa de un mes la llevé a Jonesboro. Como yo tenía que hacer, la dejé allí y durante ese rato se dedicó a hacer mil visitas. Al regreso, vino callada como una muerta, pero estaba tan excitada que me asustó. Pensé que habría averiguado que alguien iba a tener un..., que debía, en fin, haberse enterado de algún chisme interesante, y no le hice mucho caso. Durante la semana permaneció así, sin abrir el pico para nada. Luego fue a ver a la señora Cathleen Calvert. No podría usted contener las lágrimas, Scarlett, si viera a la señora Cathleen. Hubiera sido preferible para la pobre morirse, antes que haberse casado con Hilton, ese cochino yanqui. ¿Sabía usted que hipotecó la plantación? Se lo ha comido todo y ahora tendrán que marcharse.

—No, no lo sabía, ni me importa. Lo que quiero saber son detalles de la muerte de papá.

—Todo llegará —contestó Will con calma—. Cuando Suellen volvió de casa de la señora Calvert nos aseguró a todos que estábamos equivocados respecto a Hilton, al señor Hilton, como dijo ella. Desde entonces, ha salido mucho con su padre a dar largos paseos por la tarde, y muchas veces, al volver del campo, los he visto a los dos, sentados sobre un pequeño muro que rodea al cementerio. Suellen hablaba siempre con gran animación y gesticulaba mucho. El pobre señor parecía muy preocupado y movía la cabeza sin cesar. Ya sabe usted cómo era. Pues bien, en los últimos tiempos daba cada vez más la impresión de encontrarse en la luna; hubiérase dicho que no sabía dónde estaba y que ni nos reconocía. Una vez vi a Suellen señalarle la tumba de su madre, Scarlett, y él se echó a llorar. Aquel día cuando entró en casa estaba muy excitada y parecía radiante. La llevé aparte y le eché un sermón: «Señorita Suellen, le dije, ¿por qué diablos atormenta usted así a su padre y le habla de su madre? Ya que no suele acordarse de que ella ha muerto, ¿para qué viene usted a poner el dedo en la llaga?». Entonces echó hacia atrás la cabeza y me contestó: «No se meta en donde no le llaman. Uno de estos días será usted el primero en alegrarse de lo que voy a hacer». La señora Melanie me ha dicho ayer tarde que Suellen la había puesto al corriente de sus proyectos, pero que no creía que hablase en serio. Me ha dicho que no nos ha contado nada, porque esa idea la trastornaba.

—¿Qué idea? ¿Quiere usted acabar? Ya estamos a mitad de camino de casa y deseo saber a qué atenerme sobre la muerte de papá.

—Es que quiero explicárselo todo bien —agregó Will—. Mire, estamos tan cerca de Tara que tengo miedo de no haber acabado antes de llegar. Prefiero que paremos.

Y tiró de las riendas. El caballo se detuvo y resopló. Will colocó el coche junto a un seto que marcaba la finca de los Mac Intosh. Scarlett echó un vistazo a los árboles umbríos y divisó las altas chimeneas que, semejantes a fantasmas, dominaban las silenciosas ramas. Lamentó que a Will no se le hubiera ocurrido escoger otro lugar para pararse.

—Pues la idea de Suellen era ésta: se le había metido en la cabeza que los yanquis pagarían el algodón que habían quemado, las bestias que robaron y las granjas que destruyeron.

—¿Los yanquis?

—¿No ha oído usted hablar de eso? El Gobierno yanqui ha indemnizado a todos los propietarios sudistas que han mostrado simpatía por la Unión.

—Bueno, ya lo sé, pero ¿qué nos importa esto?

—Según Suellen, mucho. Ese día la llevé a Jonesboro; allí se encontró a la señora Mac Intosh y, mientras charlaban, Suellen no apartó la vista del lujoso vestido de la señora Mac Intosh. Naturalmente, le preguntó detalles y la otra le contó, dándose gran importancia, que su marido había formulado una queja ante el Gobierno federal, por destrucción de la finca de un leal partidario de la Unión que jamás había prestado ayuda, bajo ninguna forma, a los confederados. —Nunca han prestado ayuda a nadie —comentó Scarlett—. ¡Bah, gente medio irlandesa y medio escocesa!

—Tal vez sea cierto; no los conozco. En todo caso, el Gobierno les ha entregado no sé cuántos miles de dólares. Una suma muy redondita, créame. Esto ha impresionado a Suellen. Durante toda la semana ha estado dándole vueltas a la idea, sin comunicárnosla, pues sabía que nos burlaríamos de ella. Pero, como no podía dejar de chismorrear con alguien, ha ido a ver a la señora Cathleen, y este mal bicho de Hilton le ha metido una sarta de necedades en la mollera. Le ha hecho observar que su papá no había nacido en el país, no combatió en la guerra, que ningún hijo suyo habíase enrolado en las tropas ni ejercido ningún cargo público con la Confederación. Le ha dicho que él podría muy bien garantizar las simpatías del señor por la Unión. En una palabra, le ha calentado los cascos y desde que ha vuelto a casa ha empezado a sermonear al señor. Scarlett, me cortaría la cabeza, pero estoy seguro de que la mitad del tiempo su padre no sabía ni de lo que le hablaba. Con esto contaba ella. Esperaba que le haría prestar el maldito juramento sin que se diera cuenta.

—¡Prestar papá el juramento! —exclamó Scarlett.

—Ya sabe que tenía la cabeza muy débil de algún tiempo a esta parte. Sí, ella pensaba sin duda aprovecharse de eso, pero estábamos muy lejos de imaginárnoslo. Sabíamos que algo tramaba, pero no lo sospechábamos. No podíamos imaginar que hacía llamamientos a la memoria de su madre para censurarle que dejase a sus hijos en la pobreza cuando podía sacar ciento cincuenta mil dólares a los yanquis.

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