El placer que le causaban estas visiones del porvenir no quedaba alterado por nada. Ella no sospechaba que, en el fondo, no tenía el menor deseo de convertirse en una persona buena o caritativa. Deseaba tan sólo que le atribuyeran estas cualidades. Pero las mallas de su espíritu estaban demasido flojas para darse cuenta de tan pequeña diferencia. Le bastaba pensar que algún día, cuando fuera rica, todo el mundo sentiría estimación por ella.
¡Algún día! Algún día, sí, pero no ahora. En este momento no tenía tiempo para ser una gran dama.
Peter había juzgado bien. Tía Pittypat se enojó muchísimo y los dolores del negro tomaron tales proporciones en una sola noche, que ya no volvió a conducir nunca el carruaje. Scarlett se vio obligada a conducirlo ella misma y vio llenarse de callos sus manos.
Así pasó la primavera. En mayo, mes de hojas verdes y de perfumes, el buen tiempo sucedió a las frías lluvias de abril. Cada semana traía a Scarlett, más molesta día tras día por su embarazo, un nuevo tributo de inquietudes y trabajo. Sus amigos la trataban con frialdad. Por el contrario, en su familia tenían cada vez más atenciones y miramientos hacia la joven, comprendían cada vez menos lo que la hacía obrar de esa manera. En el curso de estas jornadas de angustias y luchas, sólo había una persona que la comprendiera y con la que pudiera contar: Rhett Butler. Scarlett estaba sorprendida de ello, conociendo a Rhett y su genio, inestable y perverso como el de un diablo recién salido del infierno.
Él solía ir con frecuencia a Nueva Orleáns, sin explicar nunca las razones de sus misteriosos viajes; pero Scarlett estaba persuadida, no sin experimentar ciertos celos, de que iba a ver a una mujer o tal vez a varias. Sin embargo, desde que tío Peter se negó a conducir, Rhett pasaba cada vez más tiempo en Atlanta.
Cuando estaba en la ciudad, pasaba la mayor parte del tiempo, o en un garito situado encima del café «La Hermosa de Hoy», o en el bar de Bella Watling, bebiendo con los yanquis y los
carpetbaggers
más ricos y haciendo negocios redondos, lo que le hacía más antipático a los de la ciudad que sus mismos compañeros de mesa. Ya no iba poT casa de tía Pittypat, sin duda por consideración hacia los sentimientos de Frank y de la solterona, que se hubieran ofendido recibiendo la visita de un hombre estando Scarlett (tan adelantada ya) en estado interesante. Pero apenas pasaba día sin que se encontrara casualmente con Scarlett. Cuando ella lo veía aproximarse a caballo a su coche, mientras seguía las carreteras desiertas que la conducían a una u otra de las serrerías, Rhett se paraba siempre para hablarle y a veces ataba su caballo al coche y cogía las riendas del mismo. En aquella época, Scarlett se fatigaba más de lo que quería admitir y siempre agradecía a Rhett que guiara en vez de ella. Tenía mucho cuidado de despedirse antes de entrar en la ciudad, pero Atlanta entera estaba al corriente de esos encuentros y las malas lenguas se daban el gusto de señalar este nuevo ultraje de Scarlett a las conveniencias.
Scarlett se preguntaba de vez en cuando si tales encuentros se debían solamente al azar. Cada vez eran más frecuentes, a medida que las semanas pasaban y que se multiplicaban los atentados cometidos por los negros. Pero ¿por qué elegía precisamente el momento que menos le favorecía para buscar su compañía? ¿Qué se proponía? ¿Una aventura? No era posible; ¿le habría pasado siquiera por la cabeza? Scarlett comenzó a dudar. Hacía meses que no le había gastado la menor broma sobre la lamentable escena que había tenido lugar entre los dos en la prisión yanqui. Nunca hablaba de Ashley ni del amor que le tenía; ya no hacía observaciones groseras sobre «el deseo que le inspiraba». Pensando que valía más no buscar tres pies al gato, no tardó en aclarar la razón de sus frecuentes encuentros. Por otra parte, había llegado a la conclusión de que Rhett, no teniendo gran cosa que hacer, fuera del juego, y no conociendo a demasiadas personas interesantes en Atlanta, buscaba únicamente su compañía para charlar con una persona simpática.
Aparte de los motivos que pudiera haber, Scarlett estaba encantada de verlo tan frecuentemente. Él la oía quejarse de un cliente que no le pagaba o de uno bueno que había perdido, de las estafas del señor Johnson o de la incompetencia de Hugh. La felicitaba por sus méritos, mientras Frank se contentaba con una sonrisa indulgente y Pittypat exclama: «¡Dios mío!», con aire desesperado. Aunque él se excusaba diciendo que no le había rendido ningún buen servicio, estaba persuadida de que muchas veces le hacía realizar buenas operaciones, ya que conocía íntimamente a todos los yanquis y
carpetbaggers
adinerados. Sabía a qué atenerse y no se confiaba;, pero cada vez que le veía surgir de un camino arbolado montado en un gran caballo negro, se ponía de buen humor. Cuando, tras coger las riendas del coche, le soltaba alguna impertinencia, se sentía rejuvenecida y, a pesar de sus preocupaciones y de su abultada figura, tenía la impresión de ser otra vez una mujer seductora. Le decía casi todo lo que le venía a la imaginación, sin cuidarse de disimular su verdadera opinión, y no evitaba nunca hablar de cualquier tema, como hacía con Frank o hasta con Ashley. ¡Claro que en sus conversaciones con Ashley había tantas cosas que el honor impedía revelar! Era agradable tener un amigo como Rhett, ahora que él había decidido, por lo que fuera, entenderse tan bien con ella. Sí, era muy agradable, muy tranquilizador. ¡Tenía ya tan pocos amigos!
—Rhett —le preguntó con vehemencia, poco tiempo después del ultimátum de tío Peter—, ¿por qué esta gente de la ciudad me trata mal y habla tanto de mí? Entre los
carpetbaggers y
yo, no tienen otro tema de conversación. Nada malo he hecho, y...
—Si no lo ha hecho usted es porque no se le ha presentado ocasión. Se deben dar cuenta de eso, y...
—¿Quiere usted hablar en serio? ¡Me da una rabia todo esto! Sólo he querido ganar algún dinero, y...
—Sí, usted ha buscado sencillamente no obrar como las demás señoras, ¡y a fe mía que lo ha logrado! Ya le he dicho que la sociedad no quiere que nadie se destaque. Es el único pecado que no perdona. ¡Desdichado del que es diferente de los demás! Y, además, Scarlett, el simple hecho de que su serrería le vaya bien es una injuria para todo hombre que ve sus negocios de capa caída. Recuerde usted que una mujer bien educada debe estarse en su casita sin saber lo que ocurre por ese mundo brutal de los hombres de negocios.
—Pero, si me hubiera quedado en casa, hace mucho tiempo que tal vez no tendría casa.
—A pesar de todo, Scarlett, debería usted haberse quedado en casa, dejándose morir de hambre elegantemente y con orgullo.
—¡A otro perro con ese hueso! Mire usted, por ejemplo, a la señora Merriwether: vende pasteles a los yanquis, lo que aún es peor que dirigir una serrería. La señora Elsing hace trabajos de costura y tiene gente en pensión. Fanny pinta unas cosas horrorosas en porcelana, que a nadie le gustan, pero que todos compran para ayudarla, y...
—No, no es lo mismo, amiga mía. Todas esas señoras no ganan dinero y, por consiguiente, ño hieren el orgullo sudista de los hombres de su alrededor. Éstos pueden decir siempre: «¡Pobrecillas, cómo se afanan! Más vale dejarlas que crean que sirven para algo». Además, esas señoras que dice usted no se alegran en modo alguno de tener que trabajar. Ya tienen buen cuidado en hacer saber que sólo trabajan en espera del día que venga a descargarlas de un peso que no está hecho para sus frágiles hombros. Por eso se apiadan todos de su suerte. Y a usted, al contrarío, se le ve que está encantada con el trabajo y no parece hallarse muy dispuesta a dejar que un hombre la sustituya. ¿Cómo quiere usted que le tengan lástima? Atlanta no la perdonará jamás. ¡Es tan agradable apiadarse de la gente!
—Ya veo que no puede usted decir nada en serio.
—¿No ha oído usted nunca ese refrán oriental: «Los perros ladran, pero la caravana sigue su camino»? Deje que ladren, Scarlett. Temo que nadie pueda detener su caravana. —Pero ¿por qué me reprochan que gane algún dinero?
—No puede usted tenerlo todo. Siga usted ganando dinero igual que un hombre y encontrando rostros fríos por donde vaya, o bien conviértase en una mujer pobre y encantadora y tendrá un montón de amigos. Me parece que usted ya ha elegido.
—No quiero ser pobre —se apresuró a declarar Scarlett—. Pero... he escogido bien, ¿no es verdad?
—Sí, el dinero es para usted lo primero.
—Exacto, me importa más que cualquier otra cosa.
—En estas condiciones, no se ha engañado usted. Ahora que su elección comporta una sanción, como la mayoría de las cosas que a usted le gustan: la soledad.
Scarlett calló un instante para reflexionar. Tenía razón Rhett: se encontraba un poco sola, le faltaba una compañía femenina. Durante la guerra solía desahogarse con Ellen, en los momentos de mal humor. Después de morir Ellen, tuvo a Melanie, aunque ella y Melanie no tuvieran otra cosa en común que la dura labor de Tara. Pero, ahora, no tenía a nadie, pues tía Pittypat no servía para nada más que para comadrear.
—Me parece —empezó Scarlett con voz vacilante— que siempre me ha faltado una compañía femenina. No hay nada como mis ocupaciones para atraerme la antipatía de las mujeres de Atlanta. Nunca me han querido. Fuera de mi madre, ninguna mujer me ha tenido verdadero afecto. Ni mis hermanas siquiera. No sé de qué dependerá, pero incluso antes de la guerra, incluso antes de casarme con Charles, las mujeres no encontraban bien nada de lo que yo hacía Yo...
—Se olvida usted de la señora Wilkes —la interrumpió Rhett, con la mirada chismeante de malicia—. Siempre la ha defendido ante todos y contra todo y seguirá haciéndolo, a menos que no cometa usted un crimen.
, «Ha llegado a aprobar uno que he cometido», se dijo Scarlett interiormente.
—¡Bah! ¡Melanie! —añadió en voz alta, con una risa de desprecio—. No me hace mucho honor que haya sido la única en encontrar bien lo que hacía. ¡No tiene más seso que un chorlito! No sabe lo que es sentido común...
Cesó de hablar de pronto, turbada.
—Si supiera lo que es sentido común, no encontraría tan bien muchas cosas —terminó Rhett—. Usted sabe más que yo en este capítulo.
—¡Oh! ¡Malditos sean usted y sus groserías!
—Esa injustificada salida no vale la pena de tomarla en cuenta. Continuemos. Métase esto en la sesera. Si continúa siendo diferente a las otras, se la arrinconará no sólo por las personas de su edad, sino por la generación de sus padres y lo mismo por la de sus hijos. Nunca la entenderán y les chocará todo lo que haga. Y sin embargo sus abuelos hubieran estado sin duda orgullosos de usted y habrían dicho: «¡No puede negar la sangre!». En cuanto a sus nietos, suspirarán de envidia y dirán: «¡Ha debido ser cosa seria la abuela!», y, naturalmente, querrán imitarla.
Scarlett se echó a reír de buena gana.
—¡Qué cosas tiene usted siempre! Mire, mi abuela Robillard... Cuando me portaba mal, mamá me lo decía y me metía miedo... Iba más tiesa que un palo y le aseguro que no gastaba bromas. Y, ya ve usted, se casó tres veces y un montón de hombres se batieron por ella. Se ponía colorete, llevaba unos vestidos hasta allá de escotados y debajo de ellos no se ponía... no se ponía gran cosa, vaya...
—¡Y a usted se le caía la baba de admiración y no pensaba más que en imitarla!... Pues yo, por parte de los Butler, he tenido un i abuelo que era pirata.
—¿Y que hacía sufrir a la gente el martirio de la tabla?
—No se pararía en barras, sin duda, cuando era un medio de arramblar con dinero. En todo caso, debió ganar suficiente, ya que dejó una bonita fortuna a mi padre. En la familia siempre hemos tenido mucho cuidado en llamarle «el navegante». Lo mataron en el curso de una riña, en una taberna, bastante antes de que yo naciera. No tengo para qué decirle que su muerte fue un gran alivio para sus hijos, pues el caballero andaba casi siempre borracho y cuando le daba por hablar se ponía a evocar recuerdos que ponían a sus oyentes los cabellos de punta. ¡Ah, pero yo le he admirado mucho y he puesto bastante más empeño en imitarle que en imitar a mi padre! Mi padre, ya comprenderá usted, es una persona encantadora, lleno de principios religiosos y de principios simplemente... Ya me entiende usted. Estoy convencido, Scarlett, de que sus hijos no aprobarán su conducta, del mismo modo que la señora Merriwether, la señora Elsing y sus retoños. Sus hijos serán probablemente unos seres dulces y tranquilos, como lo son en general los de los que tienen un carácter de temple. Y lo peor que puede pasarles es que usted, igual que las demás madres, quiera a toda costa evitarles las pruebas que ha pasado usted. No les hará provecho. Las pruebas, la adversidad, forman a la gente o la destrozan. Así que tendrá que esperar a contar con la aprobación de sus nietos.
—No sé a quién se parecerán nuestros nietos.
—¿Qué ha querido decir usted con eso de «nuestros nietos»? ¿Que usted y yo tendremos nietos comunes? ¡Vaya, señora Kennedy!
Scarlett se dio cuenta de su error de expresión y enrojeció. Sin embargo, su vergüenza provenía sobre todo de que su chanza le había recordado bruscamente la realidad. Había olvidado que estaba embarazada. Ni ella ni Rhett habían hecho la más mínima alusión a su estado. En su compañía siempre había tenido cuidado de mantener su abrigo recogido Con las manos, hasta en los días más calurosos, diciéndose que así nada podía advertirse. Pero ahora la rabia de pensar que estaba encinta y que Rhett lo sabía, tal vez, le daba verdadero vértigo.
—Bájese del coche, desvergonzado —le dijo con voz temblorosa.
—No lo haré —respondió Rhett, sin perder la calma—. Va a oscurecer antes de que llegue a casa y me han dicho que una nueva colonia de negros ha venido a instalarse por aquí, en chozas y tiendas de campaña. Unos negros poco recomendables, a lo que parece. No veo qué interés tiene usted en dar ocasión a los exaltados afiliados del Ku Klux Klan para ponerse sus atavíos nocturnos e irse a dar una vuelta.
—¡Baje usted! —gritó Scarlett, tratando de arrebatarle las riendas; pero en aquel momento sintió que le daban náuseas.
Rhett paró en seguida el caballo, alargó dos pañuelos limpios a Scarlett y le sostuvo la cabeza mientras se inclinaba fuera del coche. Durante algunos instantes tuvo la impresión de que el sol poniente, cuyos oblicuos rayos jugaban a través de las hojas nuevas, zozobraba en un torbellino de colores verde y oro. Cuando le pasó el malestar, hundió el rostro en sus manos y se echó a llorar. No solamente acababa de vomitar delante de un hombre, lo que para una mujer era la peor humillación, sino que, al mismo tiempo, le había dado una prueba de su embarazo. Le pareció que ya nunca osaría mirar a Rhett cara a cara. Pensar que esto le había ocurrido precisamente delante de él, de ese Rhett que no tenía respeto por ninguna mujer... Mientras seguía sollozando, esperaba que él le soltara una de sus bromas groseras que no podría olvidar.