—Siento muchísimo ofenderte, Scarlett, pero no puedo saludar al gobernador Bullock, ni a ningún republicano, ni a ningún
scallawag.
No les saludaré ni en tu casa, ni en ninguna otra. No, ni aunque tuviera que..., aunque tuviera que... —Melanie rebuscó en su imaginación lo peor que se le pudiera ocurrir—, aunque tuviera que mostrarme grosera.
—¿Estás criticando a mis amigos?
—No, querida, pero son tus amigos, no los míos.
—¿Me criticas por recibir al gobernador en mi casa?
Melanie, acorralada, aún miró valiente a Scarlett.
—Querida, lo que tú haces, lo haces siempre con alguna buena razón, y yo te quiero, y tengo confianza en ti, y no soy quien para criticarte. Ni permitiré nunca que nadie te critique delante de mí. Pero, ¡oh, Scarlett! —De repente sus palabras empezaron a precipitarse, rápidas, ardientes, con un odio inflexible en su voz queda—. ¿Puedes olvidar lo que esta gente nos ha hecho? ¿Puedes olvidar, querida, la muerte de Charles y la salud de Ashley arruinada y Doce Robles reducido a cenizas? ¡Oh, Scarlett! Es imposible que olvides a aquel hombre que tú misma mataste con la cesta de labor de tu madre en las manos. No puedes olvidar a los hombres de Sherman y lo que robaron y profanaron, a los que intentaron quemar todo el lugar y ahora empuñan la espada de mi padre. ¡Oh, Scarlett! Fue esa misma gente que nos robó y nos torturó y nos dejó a punto de morir de inanición, la que invitaste a tu fiesta. La misma gente que ha colocado a los negros por encima de nosotros para que nos gobiernen, que nos está robando e impidiendo votar a nuestros hombres. Yo no puedo olvidar. No quiero olvidar. No le dejaré a mi Beau olvidar, y enseñaré a mis nietos a odiar a esa gente. Y a los nietos de mis nietos, si Dios me diera una vida tan larga. ¡Oh, Scarlett! ¿Cómo puedes olvidar tú?
Melanie se detuvo para tomar aliento y Scarlett la miró asustada, olvidada de su propia ira ante el tembloroso acento de violencia que había en la voz de Melanie.
—¿Me crees una loca? —preguntó, impaciente—. Claro que me acuerdo; pero todo eso ha pasado, Melanie. Ahora debemos obrar lo más acertadamente posible, y yo procuro hacerlo. El gobernador Bullock y algunos otros republicanos honrados pueden sernos muy útiles el día de mañana si los manejamos bien.
—No hay republicanos honrados —dijo Melanie claramente—. No quiero su ayuda. Y no haré nada, por bueno que sea, si implica imitar a los yanquis.
—¡Santo cielo, Melanie, no te pongas así!
—¡Oh! —exclamó Melanie, arrepentida—. ¡Cómo me he exaltado, Scarlett! No tenía intención de insultar tus sentimientos, ni de criticar. Cada cual piensa a su modo, y todo el mundo tiene perfecto derecho a ello. Yo te quiero mucho y tú sabes que te quiero y que nada en absoluto puede hacerme cambiar. Y tú también me quieres, ¿verdad? No vas a odiarme ahora, ¿verdad, Scarlett? No podría soportar que nada se interpusiera entre nosotras después de todo lo que hemos pasado juntas. Dime que seguimos en paz.
—No seas boba, Melanie. Estás armando una tempestad en un vaso de agua —dijo Scarlett de mala gana, pero sin rechazar la mano que se deslizaba por su cintura.
—Entonces, todo está otra vez arreglado —dijo Melanie, complacida. Pero añadió con dulzura—: Deseo que nos sigamos visitando como hemos hecho siempre, querida; sencillamente, dime qué días van a verte
scallawags
y republicanos y me quedaré en casa esos días.
—Me es completamente indiferente que vayas o no —dijo Scarlett, poniéndose el sombrero y marchándose enojada. Y había cierta satisfacción para su vanidad herida en la expresión desconsolada del rostro de Melanie.
Las semanas que siguieron a su primera fiesta, a Scarlett le costó mucho trabajo mantener su fingida actitud de completa indiferencia ante la opinión ajena. Al no recibir visitas de los antiguos amigos, excepto Melanie y Pittypat, y tío Henry y Ashley, y al no recibir nunca invitación para sus modestas diversiones, se sintió herida y desconcertada. ¿No había salido ella a su encuentro enterrando las rencillas y mostrando a esa gente que no les guardaba rencor por sus habladurías y comadreos? Ya podían darse cuenta de que tampoco ella le gustaba el gobernador Bullock, pero era conveniente ser le con él. ¡Idiotas! Si todos fuesen amables con los republicanos, Georgia se vería pronto fuera de las dificultades en que se encontraba.
No se daba cuenta de que un golpe había roto para siempre el frágil lazo que hasta entonces la había mantenido unida a los viejos tiempos, a los viejos amigos. Ni siquiera la influencia de Melanie ipüdo reparar la rotura del sutilísimo hilo. Aunque Scarlett hubiese deseado ahora volver a las viejas costumbres, a los viejos amigos, no hubiera tenido posibilidad de hacerlo. El rostro de la ciudad se volvió para ella más duro que el granito. El odio que rodeaba al régimen de Bullock la envolvía también a ella; un odio sin furia ni fuego, pero «le una frialdad implacable. Scarlett había pactado con el enemigo, y cualquiera que fuera su nacimiento, sus relaciones familiares, ella ahora pertenecía a la categoría de los oportunistas, de amiga de los negros, de traidora, de republicana, de
scdlawag.
Después de algún tiempo, la fingida indiferencia de Scarlett cedió el puesto a una indiferencia real. Nunca había sido, persona que se preocupase largo tiempo seguido de los caprichos ajenos. Ni le había durado mucho el disgusto si le fracasaba una línea de conducta. Pronto le importó un bledo lo que los Merriwether, los Elsing, los Bonnel, los Meade y los otros pensasen de ella. Melanie, al menos, seguía yendo a su casa y llevando a Ashley, y Ashley era lo único que importaba. Y había otra gente en Atlanta que acudiría a sus fiestas, otra gente mucho más afín a ella. Algunas veces le daban ganas de llenar su casa de huéspedes. Podía hacerlo, si quería, y esos huéspedes serían mucho más divertidos, mucho más elegantemente ataviados que las cursis y ridiculas ñoñas que la desaprobaban.
Estas gentes eran advenedizos en Atlanta: unos, conocidos de Rhett; otros, socios suyos en aquellos negocios a los que Rhett hacía siempre referencia como: «simples negocios, vida mía»; otros eran parejas que Scarlett había conocido cuando vivía en el Hotel Nacional, y otros pertenecían al séquito oficial del gobernador Bullock.
El ambiente en que Scarlett se movía era abigarrado y bullicioso. Allí estaban los Gelert, que habían vivido en una docena de Estados diferentes y que habían tenido que abandonarlos todos precipitadamente después de haber sido descubiertas sus estafas; los Connington, cuyos tratos con la Oficina de Hombres Liberados en un Estado lejano habían sido altamente lucrativos a expensas de los ignorantes negros a los que fingían proteger; los Deal, que habían vendido zapatos de cartón al Ejército confederado hasta que se vieron obligados a marcharse a Europa el último año de la guerra; los Hundon, que tenían fichas policíacas en varias ciudades, pero que, sin embargo, siempre resultaban postores afortunados en los contratos del Estado; los Carahan, que habían empezado su fortuna en casas de juego y que ahora tenían posturas más importantes en la construcción de ferrocarriles con el dinero del Estado; los Flaherty, que habían comprado sal a centavo la libra en 1861 y hecho una fortuna cuando en 1863 la sal llegó a valer cincuenta centavos, y los Bart, que durante la guerra habían tenido una casa de mal vivir en el Norte y ahora alternaban en los círculos de la mejor sociedad de gente de vida turbia.
Éstos eran ahora los íntimos de Scarlett, pero los que asistían a sus grandes recepciones llevaban a otros de cierta cultura y distinción, algunos de ellos de excelentes familias. Además de la aristocracia del negocio dudoso, gente importante del Norte se trasladaba a Atlanta atraída por la incesante actividad de la ciudad en este período de reconstrucción y expansión. Las familias adineradas yanquis enviaban a sus hijos al Sur a explorar la nueva frontera; los oficiales yanquis, después de la conquista, se fijaban definitivamente en la ciudad que tanto trabajo les había costado dominar. Al principio, extraños en la ciudad, aceptaban encantados las invitaciones a las animadas fiestas de la adinerada y hospitalaria señora Butler, pero pronto se fueron retirando de su círculo. Eran personas honradas y les bastaba poco trato con gente de aquella especie para sentirse tan asqueados de ellos como los mismos georgianos. Algunos se volvieron demócratas y más partidarios del Sur que los mismos nativos.
Otros que no estaban a gusto en el círculo de Scarlett permanecían en él únicamente porque no los recibían en ningún otro; hubieran preferido los tranquilos salones de la vieja guardia, pero la vieja guardia no quería nada con ellos. Entre éstos estaban los yanquis que habían venido al Sur imbuidos del deseo de elevar al negro, y a los
scallawags,
que habían nacido demócratas y se habían hecho republicanos después de la rendición.
Sería difícil decir quiénes eran más odiados por los ciudadanos de Atlanta, si los yanquis redentores del negro o los
scallawags,
pero es muy posible que ganaran los últimos. A los yanquis redentores se les depachaba con un: «Pero ¿qué se va a esperar de un yanqui amante de los negros, si piensan que los negros son tan buenos como ellos?». Mas para los georgianos que se habían hecho republicanos por afán de lucro no había excusa.
«Nosotros podemos estar muertos de necesidad; así, pues, ellos también debían poder estarlo.» Tal era el modo de pensar de la vieja guardia. Algunos soldados ex confederados, que conocían el terrible pánico de los hombres que van a lo suyo en la necesidad, eran más tolerantes con los compañeros que habían cambiado de color para que sus familias tuvieran qué comer. Pero las mujeres de vieja guardia no. Y las mujeres eran el poder inflexible e implable que estaba tras los bastidores sociales. La perdida Causa era fuerte y más querida para sus corazones ahora, que lo había sido Cuando estaba en el pináculo de su gloria. Ahora era un fetiche. Cualquier cosa que se refiriese a ella era sagrada: las tumbas de los hombres que habían muerto por ella, los campos de batalla, las banderas hechas jirones, los sables cruzados en el vestíbulo, las borrosas cartas del frente, los veteranos. Estas mujeres no daban ayuda, descanso ni cuartel al menor de sus enemigos, y ahora Scarlett estaba incluida entre los enemigos.
En aquella mezclada sociedad, reunida por las exigencias políticas, sólo había una cosa común: el dinero. Como la mayoría de ellos no habían visto en su vida antes de la guerra veinticinco dólares juntos, se habían embarcado ahora en una fiebre de gastos cual no se recordaba igual en Atlanta.
Con los republicanos en el Poder, la ciudad entró en una era de fausto y ostentación en que, a través de los adornos del refinamiento, se adivinaban el vicio y la vulgaridad. Nunca había resultado tan marcada la división entre los muy ricos y los muy pobres. Los que estaban en la cumbre no se acordaban de los menos afortunados. Excepto, naturalmente, de los negros. Éstos debían tener lo mejor de lo mejor. Las mejores escuelas y alojamientos, y vestidos, y diversiones; porque ellos eran el poder en la política y cada voto negro tenía valor. En cuanto a la gente recién empobrecida de Atlanta, ya podía caer en mitad de la calle muerta de inanición, que ello les tenía sin cuidado a los republicanos ricos.
En la cresta de esta ola de vulgaridad, Scarlett cabalgaba triunfante, recién casada, arrebatadoramente linda, lujosamente ataviada, apoyada sólidamente en el dinero de Rhett. Era una época que parecía hecha para ella, cruda, alegre, estruendosa y ostentosa, llena de mujeres recargadamente vestidas, casas recargadamente amuebladas, demasiadas joyas, demasiados caballos, demasiada comida, demasiado whisky. Cuando casualmente Scarlett se detenía a pensarlo, comprendía que, según el código de su madre, ninguna de sus amigas sería llamada señora. Pero había roto con el código materno demasiadas veces desde el día lejano en que, en el salón de Tara, había decidido llegar a ser la amante de Rhett, y no iba a empezar ahora a sentir las punzadas de la conciencia.
Acaso estos nuevos amigos no fuesen, estrictamente hablando, damas y caballeros, pero, igual que los amigos de Rhett en Nueva Orleáns, ¡eran tan divertidos! Mucho más divertidos que los amigos de su primera época en Atlanta, tan comedidos, tan piadosos, tan aficionados a Shakespeare. ¡Y, excepto en su breve luna de miel, había tenido siempre tan pocas diversiones! ¿Cómo había podido nunca sentirse segura? Y, ahora que se sentía segura, deseaba bailar, jugar, reír, saciarse de manjares y de licores, hundirse en sedas y tisúes, revolcarse en colchones de pluma y en mullidos bu tacones... Y todo esto lo hacía a conciencia. Animada por la benévola tolerancia de Rhett, libre de los frenos de su infancia, libre hasta del temor a la miseria, se permitía el lujo que soñara tan a menudo: el de hacer completamente todo lo que se le antojara y decirle a la gente que lo encontrara mal que se fuera a freír espárragos.
A ella se le había presentado la agradable embriaguez, tan corriente en aquellos cuyas vidas se deslizan a espaldas de una sociedad constituida; el jugador, el aventurero, el oportunista, todos los que triunfaban por sus propios medios. Hacía exactamente cuanto se le antojaba, y al cabo de algún tiempo su insolencia no conoció límites.
No vaciló en mostrarse arrogante con sus amigos republicanos y
scallawags,
pero con nadie era tan insolente y altanera como con los oficiales de la guarnición y con sus familias. De toda la heterogénea masa de gente que había irrumpido en Atlanta, tan sólo al Ejército se negó a recibir y tolerar. Y algunas veces se salía de su norma de vida, para hacerles algún desaire. No era Melanie la única incapaz de olvidar lo que significaba un uniforme azul. Para Scarlett el uniforme azul y los botones dorados significarían siempre los temores del sitio, el terror de la huida, el saqueo y el incendio, la miseria desesperada y el trabajo en Tara. Ahora que era rica y estaba segura con la amistad del gobernador y de muchos republicanos preeminentes, podía insultar a todos los uniformes azules que encontrara. Y los insultaba.
Rhett le había hecho notar una vez que la mayoría de los invitados que reunía bajo su techo habían llevado no hacía mucho aquel mismo uniforme, pero ella repuso que un yanqui no parecía un yanqui si no llevaba el uniforme. A lo que Rhett replicó: «¡Oh, lógica, qué rara eres!», y se encogió de hombros.
Scarlett, odiando el uniforme azul que llevaban, sentía singular placer en hacerles desaires a todos ellos, principalmente por el asombro que esto les causaba. Y tenían motivo para extrañarse. Las familias de la guarnición eran, por regla general, personas tranquilas, bien educadas, aisladas en una tierra hostil, ansiosas de volver a sus hogares en el Norte, un poco avergonzadas de la gentuza cuyo trato tenían que soportar y de clase social infinitamente más elevada que las amistades de Scarlett. Naturalmente, las esposas de los oficiales no podían comprender que la brillante señora de Butler se hiciese inseparable de una mujer como la vulgar y pelirroja Brígida Flaherty y se desviase de su camino por afán de desairarlas.