—¿Qué pasa? —preguntó en voz baja.
Al contacto de su mano, ella empezó a temblar. Empezaba a suceder lo que había soñado. Mil pensamientos incoherentes bulleron en su mente, pero le fue imposible captar ni uno solo y expresarlo en palabras. Sólo pudo mover la cabeza y mirarle a la cara. ¿Por qué no hablaba él?
—¿Qué pasa? —repitió Ashley—. ¿Quieres decirme un secreto? De repente, Scarlett recobró el habla y, en el mismo instante, todos las enseñanzas de Ellen quedaron olvidadas y la fogosa sangre irlandesa de Gerald habló por boca de su hija. —Sí..., un secreto. Te amo. Por un momento hubo un silencio tan profundo que pareció que ninguno de los dos respiraba. Dejó ella de temblar y la invadió, en cambio, una oleada de felicidad y de orgullo. ¿Por qué no lo había hecho antes? ¡Cuánto más sencillo que todas las tonterías propias de una dama que le habían enseñado! Y sus ojos buscaron ávidamente los de Ashley.
Había en ellos consternación, incredulidad y... algo más... ¿Qué era? Sí; Gerald tenía la misma expresión el día en que su caballo favorito se rompió una pata y fue necesario rematarlo. ¿Por qué le venía ahora esto a la mente? ¡Qué pensamiento más estúpido! ¿Por qué Ashley la miraba tan extrañamente, sin decir nada? Algo como una máscara cortés apareció ahora en la cara del muchacho, que sonrió galantemente.
—¿No te basta con la colección de corazones de todos los demás hombres? —dijo con su voz acariciadora y burlona—. ¿Quieres conquistarlos a todos? Bien; sabes que has tenido siempre mi corazón, lo sabes y has probado tus dientes en él.
No..., no era aquello. No era así como ella se lo había imaginado. En el furioso remolino de ideas que se agitaban en su cabeza, una empezaba a tomar forma. Por alguna razón que ella ignoraba, Ashley fingía, como si ella estuviese coqueteando con él. Pero él sabía que no era eso. Estaba segura de que lo sabía.
—Ashley... Ashley..., dime..., tú debes... ¡Oh, por favor, no te burles ahora! ¿Tengo de verdad tu corazón? ¡Oh, querido, yo te a...!
—¡No debes decir eso, Scarlett! No debes. No lo piensas de verdad. Te odiarás a ti misma por haberlo dicho y me odiarás a mí por haberlo escuchado.
Ella volvió la cabeza, denegando. Una ola cálida corría velozmente por sus venas.
—No podré nunca odiarte. Te digo que te amo. Y sé que tú también me quieres, porque... —se interrumpió. No había visto jamás una expresión tan dolorosa en un rostro—. Ashley, me quieres..., ¿verdad?
—Sí —respondió él con voz opaca—. Te quiero.
Si le hubiese dicho que la odiaba, no la hubiera aterrado tanto. Le apretó la mano en silencio.
—Scarlett —replicó él—, ¿no podríamos marcharnos de aquí y olvidar lo que hemos hablado, como si no hubiera sucedido?
—No —susurró la joven—. No puedo. ¿Qué quieres decir con eso? ¿No quieres... casarte conmigo?
Él contestó:
—Me casaré con Melanie muy pronto.
Sin saber cómo, de repente, Scarlett se encontró sentada en la silla roja de terciopelo, y Ashley en la banqueta, a sus pies... Le tenía ambas manos fuertemente cogidas. Él le decía cosas..., cosas que no tenían sentido. La cabeza de la muchacha estaba vacía, completamente vacía de cuantos pensamientos se agolpaban allí un momento antes y las palabras de Ashley le causaban tan poca impresión como la lluvia en los cristales. Caían en oídos que no escuchaban, eran palabras tiernas y dulces, llenas de compasión como las de una madre que habla a una niña dolida.
El nombre de Melanie traspasó su aturdimiento y Scarlett miró los ojos grises, de cristal, del muchacho. Vio en ellos aquel aire distante que tanto la había atraído en otras ocasiones..., y también una expresión como de odio hacia sí mismo.
—Mi padre anunciará nuestro compromiso matrimonial esta noche. Nos casaremos pronto. Te lo debí haber dicho antes, pero creía que lo sabías ya. Creí que lo sabías todo... desde hace años. Nunca me imaginé que tú..., tú, que tienes tantos adoradores y galanes... Pensé que Stuart...
Ella recobraba ahora la vida, el sentimiento y la comprensión. —Pero acabas de decirme que me querías. Sus manos ardorosas la oprimían.
—Querida, ¿por qué tratas de obligarme a decir cosas que pueden herirte?
El silencio de ella le impulsó a proseguir:
—¿Cómo podré hacerte comprender estas cosas? ¡Eres tan joven e irreflexiva, que no sabes lo que significa el matrimonio! —Sé que te amo.
—El amor no basta para hacer un matrimonio feliz, y más cuando se trata de dos personas tan diferentes como nosotros. Tú, Scarlett, lo querrías todo de un hombre, el cuerpo, el corazón, el alma, los pensamientos. Y, si no los posees, serás desgraciada. Yo no desearía todo tu corazón y tu alma. Esto te ofendería y empezarías a odiarme..., ¡oh, amargamente! Odiarías los libros que leyera y la música que me gustase porque me apartarían de ti aunque sólo fuera por un momento, y yo..., quizá yo...
—¿Amas a Melanie?
—Ella es como yo, de mi sangre, y nos comprendemos mutuamente. ¡Scarlett! ¡Scarlett! ¿Cómo podré hacerte comprender que un matrimonio sólo puede ser feliz entre dos personas parecidas?
Alguien más lo había dicho: «Cada oveja con su pareja, pues de otro modo no serán felices.» ¿Quién lo había dicho? Parecíale a ella que había pasado un millón de años desde que oyera estas palabras. Pero tampoco la convencieron. —Tú has dicho que me querías. —No debía haberlo dicho. En el fondo del cerebro de Scarlett se encendió una pequeña llama y, convirtiéndose en ira, empezó a abrasarla.
—Sí, has sido lo bastante insensato para decirlo...
Él palideció.
—He sido un insensato, puesto que estoy a punto de casarme con Melanie. Te he hecho daño a ti, y aún más, a Melanie. No debí haberlo dicho porque sé que no me comprenderás. ¿Cómo podría yo vivir contigo, contigo, que tienes toda la pasión por la vida que yo no tengo? Tú puedes amar y odiar con una violencia para mí imposible. Porque eres elemental como el fuego, el viento y las cosas salvajes, mientras que yo...
Ella pensó en Melanie y vio de repente sus tranquilos ojos castaños con su expresión distante, sus plácidas manitas en los ajustados mitones de encaje negro y sus apacibles silencios. Entonces su ira estalló, la misma ira que había hecho a Gerald matar a un hombre y a otros irlandeses a realizar actos que pagaron con su cabeza.
No había ahora, en ella, nada de los correctos y ponderados Robillard, que sabían dominar en silencio la situación más violenta.
—¿Por qué no lo dijiste, cobarde? ¡Tuviste miedo de casarte! Prefieres vivir con esa estúpida cretina que sólo sabe abrir la boca para decir «sí» y «no» y que criará una piara de niños tan memos e insulsos como ella. Porque...
—¡No debes hablar así de Melanie!
—¡Pues me da la gana! ¿Quién eres tú para decirme que no debo? ¡Cobarde, patán...! Me hiciste creer que te casarías conmigo y...
—¡Sé justa, por favor! —rogó Ashley—. ¿Cuándo te he dicho que...?
No quería ser justa aunque supiese que no decía la verdad, pero no quería callarse. Ashley no había traspasado nunca los límites de la amistad con ella, y, al recordar esto, una nueva cólera la invadió, la cólera del orgullo herido y de la vanidad femenina. Había perdido el tiempo creyendo que la quería. Prefería a una estúpida con la cara de mosquita muerta como Melanie. ¡Oh, cuánto mejor hubiera sido seguir los consejos de Ellen y de Mamita! Así no le hubiese revelado nunca que le amaba... ¡Cualquier cosa valía más que sufrir aquella vergüenza!
Se levantó con los puños apretados y él la imitó con la expresión de muda angustia de quien se ve forzado a afrontar unas realidades dolorosas.
—Te odiaré mientras viva, canalla..., estúpido...; sí, estúpido...
¿Qué otras palabras podía decir? No se le ocurrían otras peores.
—Scarlett..., por favor...
Extendió su mano hacia ella y, cuando lo hacía, Scarlett alzó la suya y lo abofeteó con toda su fuerza. En el silencio de la habitación, aquel ruido sonó como un latigazo. La rabia de Scarlett desapareció súbitamente dejándole el corazón desolado.
La marca roja de su mano resaltaba claramente sobre el rostro pálido y cansado de Ashley. Él no dijo nada; pero, cogiendo la mano de ella, la llevó a sus labios y la besó. Y luego, antes de que ella hubiese podido decir una palabra, salió cerrando suavemente la puerta.
Scarlett volvió a sentarse repentinamente, porque la reacción de su rabia le hizo doblar las rodillas. Se había ido de allí y el recuerdo de su rostro abofeteado la perseguiría hasta la muerte.
Oyó el suave rumor de sus pasos que se alejaban por el largo vestíbulo y se le apareció la evidente enormidad de sus actos. Lo había perdido para siempre. Ahora la odiaría cada vez que la viese, se acordaría de cómo le buscó, cuando él no la había alentado en absoluto.
«Soy tan mala como Honey Wilkes», pensó de improviso, y recordó que todos, y ella más que cualquiera, se habían reído desdeñosamente de la conducta descocada de Honey. Vio la torpe coquetería de Honey y oyó su necia risita cuando iba del brazo de cualquier muchacho y este pensamiento despertó en ella una nueva rabia, rabia contra ella misma, contra Ashley, contra todo el mundo. Porque, odiándose a sí misma, odiaba a todos con la furia de la humillación y el frustrado amor de sus dieciséis años. Sólo un átomo de verdadera ternura se mezclaba con aquel amor. La mayor parte se componía de vanidad y de complicada confianza en sus propios encantos. Ahora había perdido y más que su sentimiento de perder sentía el temor de haber dado un público espectáculo de sí misma. ¿Había sido tan descarada como Honey? ¿Se reirían de ella? Ante este pensamiento, empezó a temblar. Apoyó su mano sobre una mesita que había a su lado, tocando un florero de porcelana, en el que sonreían dos querubines. La habitación estaba tan silenciosa que casi sintió deseos de gritar para romper el silencio. Tenía que hacer algo o volverse loca. Cogió el florero y lo lanzó rabiosamente, atravesando el cuarto, contra la chimenea. Pasó rozando el alto respaldo del sofá y se hizo pedazos con leve estrépito contra la repisa de mármol.
—Esto —dijo una voz desde las profundidades del sofá— es ya demasiado.
Nada en su vida la había asustado tanto, y su boca quedó tan seca que no pudo emitir ni un sonido. Se asió al respaldo de la silla sintiendo que se le doblaban las rodillas, mientras Rhett Butler se incorporaba del sofá donde estaba tumbado y le hacía una reverencia de exagerada cortesía.
—Malo es que le perturben a uno la siesta con un episodio como el que me han obligado a escuchar, pero ¿por qué ha de peligrar mi vida? Era una realidad y no un fantasma. Pero ¡Dios mío, lo había oído todo! Scarlett reunió sus fuerzas para lograr una digna apariencia.
—Caballero, debía usted haber hecho notar su presencia.
—¿De verdad? —Los dientes blancos de él brillaron y sus audaces ojos oscuros rieron—. ¡Pero si los intrusos fueron ustedes! Yo tenía que esperar al señor Kennedy, y notando que era, quizá, persona «non grata» abajo, he sido lo suficientemente considerado para evitar mi presencia importuna y vine aquí pensando que no sería molestado. Pero, ¡ay! —Y se encogió de hombros, riendo suavemente.
Empezaba ella a irritarse al pensar que aquel hombre grosero e impertinente lo había oído todo..., había oído cosas que prefería haber muerto antes que revelarlas.
—Los que escuchan escondidos... —comenzó furiosa.
—... oyen a veces cosas muy divertidas e instructivas —dijo él con burlona sonrisa—. Con una gran experiencia de escuchar escondido, yo...
—¡No es usted un caballero! —le interrumpió Scalett.
—Observación justísima —contestó él, sonriente—. Y usted, joven, no es una señora. —Parecía encontrar aquello muy divertido, porque volvió a reír suavemente—. Nadie puede seguir siendo una señora después de haber dicho y hecho lo que acabo de oír. Aunque las señoras presentan escaso atractivo para mí, en verdad. Sé lo que piensan; pero nunca tienen el valor o la falta de educación de decir lo que piensan. Y esto, con el tiempo, es un aburrimiento. Pero usted, mi querida señorita O'Hara, es una muchacha de valor, de singular energía, de un carácter realmente admirable, y yo me descubro ante usted. Comprendo muy bien los encantos que el elegante señor Wilkes puede hallar en una muchacha de su apasionada naturaleza. Debe dar gracias a Dios, postrarse ante una muchacha con su..., ¿cómo dijo...?, con su «pasión por la vida», pero siendo un pobre de espíritu...
—¡No es usted digno de limpiarle las botas! —gritó Scarlett rabiosamente.
—¿Y dice usted que va a odiarlo toda la vida? —Y Butler volvió a sentarse en el sofá mientras ella oía su risita.
Si hubiese podido matarlo, lo habría hecho. En lugar de eso, salió de la habitación con toda la dignidad que pudo conseguir, y cerró estrepitosamente la pesada puerta.
Subió las escaleras tan rápidamente que cuando llegó al rellano creyó que se iba a desmayar. Se detuvo y cogióse a la baranda, latiéndole el corazón con tal fuerza, por la cólera, la afrenta y el esfuerzo, que parecía salírsele del corpino. Intentó respirar profundamente, pero el corpino abrochado por Mamita era demasiado estrecho. Si se desvanecía y la encontraban en el rellano de la escalera, ¿qué pensarían? ¡Oh, pensarían Dios sabe qué cosa, Ashley, aquel abominable Butler y aquellas odiosas muchachas, tan celosas! ¡Por primera vez en su vida lamentó no llevar sales como las otras muchachas! Tampoco había llevado nunca una cajita de vinagre aromático. Se había vanagloriado siempre de no saber lo que era un vahído. ¡Imposible desmayarse ahora!
Poco a poco el sufrimiento empezó a disminuir. Pronto se sentiría mejor, se deslizaría silenciosamente hacia el lavabo junto al dormitorio de India para aflojarse el corsé y después echarse en uno de los lechos junto a una muchacha dormida. Trató de calmar los latidos del corazón y de tranquilizar su rostro, porque suponía que debía tener el aspecto de una loca. Si alguna de las chicas se hubiera despertado, habría comprendido en seguida que se trataba de algo que no le había salido bien. Nadie debía saber lo que había ocurrido.
A través de la amplia ventana del rellano de la escalera vio a los hombres que aún permanecían bajo los frondosos árboles. ¡Cómo los envidiaba! ¡Qué cosa tan bella era ser hombre y no tener que sufrir las penas por las que había atravesado momentos antes! Mientras los miraba, con los ojos que le ardían y la
cabeza
que le giraba, oyó un veloz galopar en el camino principal, el crujir de la arena y el eco de una voz excitada que hacía una pregunta a los negros. La arena volvió a crujir y ella pudo ver la figura de un hombre a caballo que galopaba a través del prado verde hacia el grupo indolente que formaban los hombres. ¿Un invitado retrasado? Pero ¿por qué atravesaba a caballo el prado que era el orgullo de India? No le reconoció; pero, cuando el jinete bajó del caballo y cogió el brazo de John Wilkes, Scarlett distinguió sus excitadas facciones. Todos le rodearon rápidamente, abandonando en las mesas y en tierra los vasos y los abanicos de palma. A pesar de la distancia, oyó el clamor de las voces que interrogaban y llamaban y percibió en seguida la febril tensión de los hombres. Finalmente, por encima del vocerío confuso se oyó la voz de Stuart Tarleton en un grito exaltado: «¡Yee-eey-y!», como si estuviese de caza. Así, Scarlett oyó por primera vez el grito de los rebeldes.