Lo que el viento se llevó (31 page)

Read Lo que el viento se llevó Online

Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
9.52Mb size Format: txt, pdf, ePub

Pero el resto del discurso se perdió en una explosión de aplausos y voces.

El primer pensamiento de Scarlett fue de profunda gratitud, porque el luto le impedía llevar los preciosos pendientes y la pesada cadena de oro de la abuela Robillard, así como los brazaletes de oro y esmalte negro y el alfiler granate.

Vio al pequeño zuavo, que, con una cestita bajo el brazo sano, recorría la multitud en la parte de la sala donde ella se encontraba; vio a las mujeres, jóvenes y viejas, sonrientes y agitadas, que se desprendían de los brazaletes y se quitaban los pendientes fingiendo hacerse daño en las orejas, ayudándose una a la otra a desabrocharse los collares y los alfileres. Hubo un ligero tintinear de metales y exclamaciones de: «Espere, espere, ¡he conseguido abrir el muelle! ¡Helo aquí!» Maybelle Merriwether se estaba quitando de los brazos sus hermosos brazaletes gemelos. Fanny Elsing, gritando: «Mamá, ¿puedo?», se quitaba de los rizos el adorno de perlas montado en oro macizo que no salía de la familia desde hacía varias generaciones. A cada objeto que caía en la cestita, los gritos y los aplausos se multiplicaban.

El hombrecito sonriente llegaba ahora junto a su mostrador, con la cestita, que ya pesaba, al brazo; mientras pasaba delante de Rhett Butler, una hermosa pitillera de oro fue lanzada descuidadamente entre los demás objetos. Cuando llegó delante de Scarlett y colocó la cestita sobre el mostrador, ella movió la cabeza enseñándole las manos abiertas para darle a comprender que no tenía nada que dar. Era embarazoso ser la única persona que no daba nada, y en aquel instante reparó en la gruesa alianza de oro que brillaba en su dedo.

Por un momento trató de recordar la expresión que tenía Charles cuando se la colocó, pero su memoria estaba ofuscada; ofuscada por la súbita irritación que el recuerdo de él le ocasionaba siempre. Charles...; era él la razón por la que la vida había terminado para ella, por la que era una mujer vieja.

Con un rápido gesto cogió el anillo, pero no consiguió sacárselo. El zuavo se fue hacia Melanie.

—¡Espere! —exclamó Scarlett—. ¡Tengo una cosa para usted! —El anillo salió del dedo, y mientras lo echaba en la cestita llena de cadenas, relojes, anillos, alfileres y brazaletes, tropezó con la mirada de Rhett Butler, cuyos labios estaban plegados en una leve sonrisa. Con aire de desafío Scarlett dejó caer su alianza sobre el montón de joyas.

—¡Oh, querida! —susurró Melanie, cogiéndola del brazo, con los ojos brillantes de amor y de orgullo—. ¡Qué valiente eres, qué animosa! ¡Espere..., le ruego, teniente Picard, espere! También yo tengo algo para usted.

Se estaba quitando, también ella, el anillo nupcial, aquel anillo que Scarlett sabía que no había abandonado nunca su dedo desde que Ashley se lo puso. Ella sabía, mejor que nadie, lo que significaba aquel anillo para Melanie. Esta se despojó de él con dificultad y por un breve instante lo tuvo encerrado fuertemente en el puño. Después fue colocado suavemente en el montón de alhajas. Las dos jóvenes permanecieron mirando a Picard, que se marchaba hacia el grupo de señoras ancianas, Scarlett con aire de desafío, Melanie con una expresión más dolorosa que si llorase. Ninguna de estas dos expresiones pasó inadvertida al hombre que estaba junto a ellas. —Si tú no hubieses tenido el valor de hacerlo, yo no hubiera sido capaz —dijo Melanie, rodeando con el brazo la cintura de Scarlett y estrechándola dulcemente. Por un momento, tuvo Scarlett deseos de rechazarla y de gritar «¡En nombre de Dios!» con toda la fuerza de sus pulmones, como hacía Gerald cuando estaba irritado. Pero vio la mirada de Rhett Butler y puso en sus labios una sonrisa agridulce. Era desagradable que Melanie interpretara siempre mal los motivos que la obligaban a obrar..., pero quizá fuera peor que sospechase la verdad.

—Hermoso gesto —murmuró suavemente Butler—. Sacrificios como los suyos son los que fortalecen el ánimo de nuestros valerosos soldados.

Furiosas palabras acudieron a los labios de la joven, que las retuvo con dificultad. En todo lo que él decía se notaba burla. Scarlett lo encontraba muy antipático, viéndole apoyarse negligentemente en su mostrador. Pero en él había, además, algo estimulante; algo vital, electrizador. Todo lo que había en ella de irlandés se despertó ante el desafío de aquellos ojos negros. Decidió bajarle un poco los humos a aquel hombre. El que conociera su secreto le daba una ventaja desesperante; era necesario encontrar algo para ponerle en situación de inferioridad. Dominó el impulso de decirle escuetamente todo lo que pensaba de él. Se cogen más moscas con azúcar que con vinagre, como decía Mamita, y ella se disponía ahora a atrapar y a someter aquel moscón, de forma que no pudiese tenerla más bajo su dominio.

—Gracias —dijo con dulzura, pasando por alto deliberadamente su ironía—. Un cumplido como éste, viniendo de una celebridad como el capitán Butler, es verdaderamente precioso.

Él echó hacia atrás la
cabeza
y rió francamente, o más bien ladró, según pensó Scarlett con aspereza mientras el rubor le subía a la cara.

—¿Por qué no dice lo que verdaderamente piensa? —preguntó él, bajando la voz de forma que con el vocerío general llegase sólo a sus oídos—. ¿Por qué no dice que soy un maldito sinvergüenza y no un caballero y que debo irme o de lo contrario me arrojará a la calle mediante uno de esos valientes de uniforme?

La respuesta áspera estaba ya en la punta de su lengua; pero, dominándose heroicamente, Scarlett replicó:

—¿Por qué, capitán Butler? ¡Qué cosas dice! ¡Como si alguien ignorase que es famoso, que es intrépido y que..., que...!

—Me ha decepcionado usted.

—¿Decepcionado?

—Sí. Con motivo de nuestro primero y feliz encuentro, supuse que había encontrado finalmente una muchacha que fuese, no sólo bella, sino también valerosa. Ahora veo que es sólo bella.

—¿Quiere indicar que soy cobarde? —dijo nerviosamente Scarlett. —Precisamente. Le falta el valor de decir lo que siente. Cuando la conocí, pensé: «Ésa es una joven como no hay una en un millón. No es como las otras estúpidas, que creen en todo lo que las mamas y las institutrices dicen, y obran en consecuencia, cualesquiera que sean sus sentimientos. Y esconden sentimientos, deseos y pequeños desengaños amorosos bajo unas cuantas palabras amables.» Pensé: «La señorita O'Hara es una muchacha de espíritu independiente. Sabe lo que quiere y no siente reparo en decir lo que pasa por su mente... o en lanzar floreros contra la chimenea.»

—¡Oh! —exclamó ella, dejándose vencer por la ira—. Entonces le diré justamente lo que pienso. Si tuviese usted una pizca de buena educación, no se habría acercado a hablar conmigo. ¡Habrá comprendido que no deseaba verle jamás! ¡Pero usted no es un caballero! Es un individuo vil y repugnante. Porque sus sucias e insignificantes naves se arriesgan a pasar bajo las narices de los yanquis, se cree usted con derecho a venir a burlarse de hombres valientes y de mujeres que lo sacrifican todo por la Causa.

—Basta, basta —rogó él con una sonrisa—. Por fin ha dicho usted lo que pensaba, pero no me hable de la Causa. Estoy harto de oír hablar de ella y apuesto a que usted también lo está...

—¿Pero cómo puede...? —volvió a decir Scarlett, perdiendo el dominio de sí misma. Y se detuvo, irritadísima, por haber caído en aquella trampa.

—Me detuve un rato en el umbral de la puerta antes de que usted me viese y observé a las otras jóvenes. Parecía que el semblante de todas estaba fundido en el mismo molde. El suyo no; usted tiene un semblante en el que se lee fácilmente. Estaba usted distraída y podría asegurar que no pensaba ni en la Causa ni en el hospital. En su rostro estaba escrito que deseaba bailar, divertirse, y que no podía. Estaba usted furiosa por esto. Dígame la verdad. ¿Tengo razón?

—No tengo nada que decirle, capitán Butler —respondió ella lo más ceremoniosamente que pudo, tratando de reunir toda su dignidad—. Pavonéese cuanto le parezca por ser el «gran burlador del bloqueo», pero absténgase de insultar a las mujeres.

—¡El «gran burlador del bloqueo»! Eso es una broma. Le ruego me conceda aún un segundo de su precioso tiempo, antes de hundirme en las tinieblas. No quisiera que una patriota tan encantadora tuviese una idea errónea sobre mi contribución a la Causa de la Confederación. —No quiero escuchar sus estupideces.

—El bloqueo, para mí, es un negocio que me permite ganar dinero. Cuando no me rinda más, lo abandonaré. ¿Qué le parece?

—Me parece que es usted un mercenario... igual que los yanquis. —En efecto —sonrió burlonamente el capitán—. Los yanquis me ayudan a ganar dinero. Figúrese que el mes pasado anclé mi nave en el mismo puerto de Nueva York para cargar mercancías.

—¿Cómo? —exclamó Scarlett, excitada e interesada a pesar suyo—. ¿Y no lo detuvieron?

—¡Pobre inocente! Ni soñarlo. Hay en la Unión muchos bravos patriotas que ganan dinero vendiendo mercancías a la Confederación. Yo anclo mi nave delante de Nueva York, compro a empresas yanquis (naturalmente al contado) y después me voy. Cuando la cosa es un poco peligrosa, voy a Nassau, donde los barcos patriotas han llevado para mí municiones y artículos de moda. Es más cómodo que ir a Inglaterra. A veces no es tan fácil penetrar en Charleston o en Wilmington... ¡Pero no se puede imaginar lo lejos que se va con un poco de dinero...!

—¡Oh, sabía que los yanquis eran abyectos, pero ignoraba...!

—¿Por qué meterse con los yanquis que ganan honradamente algún dinero vendiendo a su país? Dentro de cien años nadie se acordará de ello. Y el resultado será el mismo. Ellos saben que la Confederación será inevitablemente vencida: ¿por qué no ganar dinero con ella además?

—¿Vencidos... nosotros?

—Sin duda.

—¿Quiere hacer el favor de dejarme... o tendré que llamar mi coche para que me lleve a casa y así librarme de usted?

—¡Una rebelde de lo más vehemente! —dijo él con otra sonrisa burlona.

Se inclinó y se alejó, dejándola llena de indignación y de cólera impotente. En ella había un amargo despecho que no conseguía analizar, semejante al de un niño que ve derrumbarse su ilusión. ¿Cómo se había atrevido aquel hombre a empañar la gloria de los que atravesaban el bloqueo y a decir que la Confederación sería vencida? Era necesario fusilarlo por esto, fusilarlo como a un traidor. Miró alrededor y vio las caras conocidas, tan seguras del éxito, tan valientes, tan devotas; un pequeño escalofrío le traspasó el corazón. ¿Vencidos? ¡Ah, no; eso no! ¡Ciertamente no! Sólo pensarlo era imposible y desleal.

—¿Qué estabais murmurando? —preguntó Melanie, volviéndose apenas se alejaron sus clientes—. He visto que la señorita Merriwether no te quitaba la vista de encima, y sabes que tiene la lengua larga...

—¡Ah, ese hombre es insoportable! ¡Un verdadero villano! —respondió Scarlett—. En cuanto a la vieja Merriwether, déjala que hable. Estoy harta de hacer la chiquilla por su culpa.

—¡Pero, Scarlett! —exclamó Melanie, escandalizada.

—¡Chist! —hizo Scarlett—. El doctor Meade va a pronunciar otro discurso.

Las charlas se interrumpieron nuevamente y la voz del doctor se elevó una vez más, para dar las gracias a las señoras que habían ofrecido generosamente sus joyas.

—Y ahora, señoras y señores, les propondré una sorpresa: una innovación que, quizá, pueda desagradar a algunos de ustedes. Pero les ruego consideren que todo esto se hace para los hospitales y a beneficio de nuestros jóvenes heridos o enfermos.

Todos se callaron, tratando de adivinar lo que podría proponer el doctor, un hombre tan serio.

—Vamos a empezar el baile. El primer número será sin duda, una danza escocesa, un
reel
[11]
seguido de un vals. Los bailes siguientes, polcas, mazurcas y valses, irán precedidos de breves reels. Conozco la simpática rivalidad que existe en bailar bien los reels, y por eso... —el doctor arqueó las cejas y echó una mirada burlona hacia el rincón donde su mujer estaba sentada junto a las señoras ancianas—, si ustedes, señores, desean bailar un reel con la dama de su elección, deben concurrir a una puja de la que yo seré el pregonero. Las damas serán adjudicadas a los mejores oferentes y el producto irá a los hospitales.

Los abanicos se detuvieron de repente y la sala fue atravesada por una ola de murmullos excitados. El ángulo de las señoras estaba en pleno tumulto y la señora Meade, deseosa de sostener a su marido en una acción que de corazón desaprobaba, se encontraba en absoluta desventaja.

Las señoras Elsing, Merriwether y Whiting estaban rojas de indignación. Pero, de improviso, la Guardia Nacional lanzó un «viva» que fue respondido por todos los presentes. Las muchachas palmotearon y saltaron excitadas.

—¿No te parece que es..., que es... como una puja de esclavas en pequeño? —susurró Melanie, mirando indecisa al belicoso doctor, que hasta entonces le había parecido siempre perfecto.

Scarlett no dijo nada, pero sus ojos brillaron y su corazón se contrajo con una ligera pena. ¡Si al menos no fuese viuda! ¡Si fuese aún Scarlett O'Hara, con un vestido verde manzana adornado de terciopelo verde oscuro y nardos en los cabellos negros....! Entonces sería ella la que conduciría la danza. Sí, sin duda. Habría una docena de hombres dispuestos a batirse por ella y a pagar al doctor buenas cantidades. ¡Oh, tener que estar aquí sentada sirviendo de adorno, contra su voluntad, y ver a Fanny o Maybelle llevar la danza como la muchacha más bella de Atlanta!

Por encima del tumulto resonó la voz del pequeño zuavo con su acento criollo:

—Veinte dólares por la señorita Maybelle Meriwether.

Maybelle se escondió, enrojeciendo, detrás del hombro de Fanny y las dos muchachas ocultaron el rostro la una en el cuello de la otra, sonriendo mientras otras voces empezaban a gritar otros nombres y otras cifras. El doctor Meade comenzó a sonreír, desoyendo completamente los susurros indignados que venían de las señoras del comité hospitalario.

Desde el principio, la señora Merriwether declaró firmemente y en alta voz que su Maybelle no participaría nunca en semejante subasta; pero al constatar que el nombre de su hija se oía cada vez con más frecuencia y la cifra superaba los setenta y cinco dólares, sus protestas empezaron a disminuir.

Scarlett tenía los codos apoyados en el mostrador y miraba casi ferozmente a la multitud excitada que reía agrupándose alrededor de la plataforma, con las manos llenas de billetes de banco de la Confederación.

Other books

The Hating Game by Sally Thorne
Crystal Rebellion by Doug J. Cooper
Sweet Jayne by K. Webster
Cake or Death by Heather Mallick
The Cthulhu Encryption by Brian Stableford