Lo que el viento se llevó (34 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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Lejana está La tierra donde duerme el joven héroe,

cercanos están los suspiros de amor...

La canción terminó, y ella oyó movimiento en las habitaciones de Pittypat y de Melanie. ¡Pobrecillas! Ciertamente debían estar descompuestas. No estaban acostumbradas a tratar hombres tan viriles y violentos como Gerald. Al terminar la canción, las dos sombras se fusionaron recorriendo el jardincito y subieron la escalinata. Se oyó un golpe discreto en la puerta.

«Me tocará bajar —pensó Scarlett—. Después de todo, es mi padre, y la pobre Pitty moriría antes que ir.» Por otra parte, no quería que la servidumbre viese a Gerald en aquellas condiciones. Si Peter trataba de acostarle, podía suceder alguna desgracia; sólo Pork sabía cómo tratarle.

Se puso la bata tapándose bien hasta el cuello, encendió la vela y se apresuró a bajar las escaleras y cruzar el vestíbulo. Colocando la vela sobre un cofre, abrió la puerta, y a la luz oscilante vio a Rhett Butler, sin un cabello fuera de su sitio, que sostenía a su padre, rechoncho y pequeño. El
Lamento
fue evidentemente el canto del cisne de Gerald, el cual estaba completamente abandonado en los brazos de su compañero. Tenía el pelo enmarañado, la corbata torcida y en la camisa manchas de licor.

—Su padre, creo —dijo el capitán Butler, cuyos ojos brillaban alegremente en su rostro moreno. Y le dirigió una mirada que pareció atravesar la ligera bata.

—Llévelo adentro —replicó ella brevemente, confusa por su vestimenta y furiosa contra Gerald, que la exponía a la burla de aquel hombre.

Rhett levantó a Gerald.

—¿Debo ayudarla a subirlo? Para usted es imposible; pesa mucho.

Ella abrió la boca, asombrada de la audacia de esa proposición. ¿Qué habrían pensado Pittypat y Melanie si el capitán Butler hubiese subido?

—¡No, por el amor de Dios! Déjelo aquí, en el saloncito, sobre aquel diván.

—¿Debo quitarle los zapatos?

—No. Ya ha dormido en otras ocasiones con ellos.

Se habría mordido los labios después de haber dicho esto, oyendo reír a Butler mientras extendía las piernas de Gerald.

—Le ruego que ahora se marche.

Butler atravesó el oscuro vestíbulo y recogió el sombrero que había dejado caer en el umbral.

—La veré el domingo, en la cena —dijo, y se fue, cerrando la puerta sin estrépito.

Scarlett se levantó a las cinco y media, antes de que la servidumbre entrase en la casa para preparar el desayuno, y bajó silenciosamente a la planta baja. Gerald estaba despierto, estrujándose la cabeza entre las manos como si quisiera exprimirse el cráneo. Alzó los ojos furtivamente al sentirla entrar. Al moverlos le dolieron y emitió un gemido.

—¡Caramba!

—La has hecho buena, papá —empezó Scarlett en voz baja, pero irritadísima—. Venir a casa a esas horas y despertar a toda la vecindad con tus cánticos.

—Pero ¿he cantado?

—¡Cómo! Has despertado a todos cantando el
Lamento.

—No me acuerdo de nada.

—Los vecinos se acordarán mientras vivan; igual que tía Pitty y Melanie.

—¡Virgen de los Dolores! —se lamentó Gerald, pasándose la lengua sobre los secos labios—. Todos mis recuerdos se confunden después de la partida de cartas. —¿Qué partida?

—Ese muchacho, Butler, sostenía ser el mejor jugador de poker en...

—¿Cuánto has perdido?

—¡Bah! Seguramente he ganado. Tomar unas copas me ayuda a jugar.

—Mira a ver la cartera.

Como si cada movimiento le resultara doloroso, Gerald sacó la cartera y la abrió. Estaba vacía; él la miró con desolador estupor.

—Quinientos dólares —dijo—. Tenía que comprar ropa para mamá a los burladores del bloqueo; y ahora no me queda ni dinero para pagar el viaje de vuelta.

Al mirar con indignación la cartería vacía, a la mente de Scarlett acudió una idea que tomó forma rápidamente.

—Me has rebajado ante toda la ciudad. Nos has deshonrado a todos.

—Calla la boca, gatita. ¿No ves que tengo la cabeza a punto de estallar?

—¡Venir a casa borracho con un hombre como el señor Butler, cantar con toda la fuerza de tus pulmones y perder el dinero!

—Ese hombre es muy hábil en las cartas para ser un caballero. Él...

—¿Qué dirá mamá cuando lo sepa?

Gerald levantó la cabeza con repentino temor.

—¡No vayas a decírselo a mamá! ¿Eh?

Scarlett no respondió, pero apretó los labios.

—Piensa que será un disgusto para ella. ¡Es tan buena!

—¡Y pensar, papá, que anoche dijiste que yo había deshonrado a la familia! ¡Yo, por un mísero baile, para ganar un poco de dinero para los soldados! ¡Oh! ¿Quieres hacerme llorar?

—No, no llores —rogó Gerald—. Sería más de lo que mi pobre cabeza puede soportar; y te aseguro que me está estallando.

—Y has dicho que yo...

—¡Gatita, gatita, no te ofendas por lo que ha dicho tu pobre viejo papá, que no pensaba una palabra y no comprendía nada. Reconozco que eres una hija buena y bienintencionada; eso es verdad.

—¿Y quieres llevarme a casa contigo?

—No, tesoro, no quiero hacer eso. Era sólo para hacerte rabiar. No dirás nada a mamá acerca del dinero que he perdido, ¿verdad?"

—No —respondió Scarlett—, si me dejas quedar aquí y le dices que todo han sido chismorreos de esas viejas brujas.

Gerald miró con tristeza a su hija y le dijo:

—Pero eso es un chantaje...

—¡... Y anoche fue un verdadero escándalo!

—¡Bah! —empezó él, halagándola—. Olvidemos todo esto. ¿No crees que una señora simpática como Pittypat debe tener en casa un poco de aguardiente?

Scarlett se volvió y cruzó de puntillas el vestíbulo silencioso, hasta llegar al comedor para coger la botella de aguardiente, que ella y Melanie llamaban en secreto «botella de los vahídos» porque Pittypat tomaba siempre un sorbo de ella cuando su delicado corazón la hacía desmayarse o fingir el desmayo. En su rostro estaba escrito el triunfo: no mostraba ni rastro de vergüenza por el tratamiento poco filial usado con Gerald. Ahora, si alguien más escribiese a Ellen con mala intención, Gerald sabría tranquilizarla. Y ella podía permanecer en Atlanta. Y hacer todo lo que quisiera, dada la debilidad de Pittypat. Abrió el armario de los licores y permaneció un instante con la botella y el vaso estrechados contra su pecho.

Tuvo una gran visión de excursiones y meriendas a orillas del río que corría a lo largo de Peachtree Creek y de banquetes en Stone Mountain, reuniones y bailes, giras en coche y cenas dominicales. Ella sería, como en otros tiempos, el centro de atracción de una multitud varonil. ¡Y los hombres se enamoraban tan fácilmente después de haber sido atendidos en el hospital! Ahora ya no le desagradaría cuidarlos. ¡Los hombres se dejaban conducir por las narices de tan buena gana cuando estaban enfermos! Caían a los pies de una bella muchacha como las peras de Tara caían sólo con mover el árbol cuando estaban maduras.

Volvió hacia su padre con el licor vivificante, dando gracias a Dios de que la famosa cabeza O'Hara no hubiese sido capaz de resistir la bebida inmoderada de la noche anterior; y repentinamente se preguntó hasta qué punto Rhett Butler sería extraño a lo acaecido.

11

Una tarde de la semana siguiente, Scarlett volvió del hospital rendida e indignada. Estaba rendida por haber permanecido de pie toda la mañana, e irritada porque la señora Merriwether la regañó por haberla visto sentada en la cama de un soldado mientras le vendaba el brazo herido. Tía Pittypat y Melanie, con sus mejores cofias, esperaban bajo el pórtico junto a Wade y Prissy, listas para efectuar su ronda semanal de visitas. Scarlett les rogó que la excusasen si no las acompañaba y subió a su habitación.

Desvanecido el ruido del coche, cuando estuvo segura de que la familia se había alejado, entró en la habitación de Melanie y giró la llave en la cerradura. Era un cuartito sencillo y virginal, silencioso y templado por la irradiación del sol de la tarde. El suelo estaba limpio y desnudo, a excepción de alguna alfombra de colores vivos, y las paredes blancas y sin adornos, salvo en un rincón en el cual Melanie había erigido una especie de altar.

Bajo una bandera de la Confederación estaba colgado un sable de empuñadura dorada, el sable usado por el padre de Melanie durante la güera mexicana, el mismo que Charles se llevó al partir para la guerra. También la banda y el cinturón de este último estaban colgados en la pared, con la pistola en la funda. Entre la espalda y la pistola había un daguerrotipo de Charles, muy rígido y orgulloso en su uniforme gris, con grandes ojos negros que parecían brillar en el cuadro y una tímida sonrisa en los labios.

Scarlett ni siquiera miró al retrato; pero atravesó la habitación sin vacilar hasta la mesita de junto a la cama, sobre la que había una caja cuadrada de palo rosa que contenía un servicio de escritorio. De ésta cogió un paquete de cartas, atadas con una cinta azul, escritas por Ashley a Melanie. Encima de todas estaba la que llegó aquella mañana: fue ésta la que la joven abrió.

El día en que había desplegado la primera de aquellas cartas, que Scarlett se atrevía a leer a escondidas, sintió tales remordimientos de conciencia y un miedo tan grande a ser descubierta que le temblaron las manos. Ahora, su conciencia, nunca excesivamente escrupulosa, se había embotado con la repetición de la falta; hasta el temor de ser descubierta había desaparecido. A veces pensaba, con el corazón oprimido: «¡Qué diría mamá si lo supiese!»

Sabía que Ellen preferiría verla muerta antes que saberla culpable de semejante deshonor. Al principio, esto la turbó, porque ella deseaba aún parecerse a su madre. Pero la tentación de leer las cartas era muy grande, y así expulsó de sí el pensamiento de Ellen. Desde hacía algún tiempo, había aprendido a decirse: «Ahora no quiero pensar en esta cosa fastidiosa. Pensaré en ella mañana.» Al día siguiente, o el pensamiento no le acudía ya, o estaba tan atenuado por el tiempo transcurrido que no valía la pena volver a él. Y, así, también la lectura de las cartas de Ashley no le pesaba mucho en la conciencia.

Melanie era siempre generosa con las cartas de su marido: leía buena parte de ellas en voz alta a tía Pitty y a Scarlett; pero lo que atormentaba a esta última y la arrastraba a leer a hurtadillas el correo de su cuñada era la parte que permanecía ignorada. Tenía necesidad de saber si Ashley, después de haberse casado, había llegado a amar a su mujer. O si lo fingía. ¿Quién sabe si le escribía palabras tiernas? ¿Qué sentimientos le expresaba? Sacó la carta con cuidado. Las primeras palabras, «querida esposa», la hicieron respirar con alivio. No la llamaba «amor mío» ni «tesoro». «Querida esposa: me has escrito diciéndome que temías que te escondiese mis verdaderos pensamientos, y me preguntabas qué es lo que en estos últimos tiempos ocupaba mi mente.»

«¡Santísima Virgen! —pensó Scarlett aterrorizada—. ¡Esconder sus verdaderos pensamientos! ¡Es posible que Melanie lea en su corazón! ¿O leerá en el mío? Sospecha quizá que él y yo...»

Sus manos temblaban de terror, pero al leer el párrafo siguiente se calmó.

«Querida esposa, si te he escondido algo ha sido porque no quería añadir a tus preocupaciones por mi salud física las de mi tormento espiritual. Pero no puedo esconderte nada porque tú me conoces muy bien. No tengas miedo; no he sido herido ni he estado enfermo. Tengo bastante que comer, y también un lecho para dormir. Para un soldado es demasiado. Pero pienso mucho, Melanie, y quiero abrirte mi corazón.

»En estas noches de estío, permanezco despierto mientras todo el mundo duerme, y miro las estrellas preguntándome: ¿por qué estás aquí, Ashley Wilkes? En realidad, ¿por qué causa combates?

»No es ciertamente por el honor y la gloria. La güera es una cosa fea, y a mí las cosas feas no me gustan. No soy un soldado, y tampoco quiero buscar la fama en la boca de un cañón. No obstante, estoy en la guerra: bien sabe Dios que nunca he deseado otra cosa que ser un nombre estudioso y un hidalgo aldeano. Las trompetas no me hacen bullir la sangre y los tambores no me excitan; veo muy claramente que hemos sido arrastrados por nuestra arrogancia meridional que nos ha llevado a creer que uno de nosotros podía abatir una docena de yanquis, y que su majestad el algodón podía gobernar el mundo. También nos han ofuscado las palabras, frases, prejuicios y odios que salían de la boca de los que estaban en el poder, de aquellos hombres por los que sentíamos respeto y reverencia; palabras como: "su majestad el algodón", "esclavitud", "derechos de los Estados", "malditos yanquis".

»Así, cuando estoy tendido mirando las estrellas, me pregunto: ¿por qué combato? Y pienso en los derechos de los Estados, en el algodón, en los negros y en los yanquis, a los que nos han enseñado a odiar, y sé que ninguna de éstas es la razón por la que combatimos. Otras veces veo Doce Robles y recuerdo el claro de luna a través de las blancas columnas, el divino aspecto de las magnolias y las rosas que trepaban sombreando el pórtico aun en los días calurosos. Y veo a mamá sentada cosiendo como cuando era niño. Oigo a los negros que volvían cantando de los campos en el crepúsculo, cansados y dispuestos para la cena, y el crujir de la garrucha cuando el caldero descendía en el pozo fresco, y después veo la larga carretera hasta el río, a través de los campos de algodón, y la niebla que se alza en la llanura al ocaso. Es por esto por lo que estoy aquí, yo, que no amo la muerte, ni la desgracia, ni la gloria, y no odio a nadie. Quizás esto sea lo que se llama patriotismo, amor por la propia casa y por el propio país. Pero la cosa, Melanie, es más profunda. Todo cuanto he nombrado no es más que el símbolo por el que arriesgamos la vida, el símbolo de la clase de vida que amo. Combato por los viejos tiempos, por las viejas costumbres que amo tanto y que temo desaparezcan para siempre. Porque, venciendo o perdiendo, nosotros perderemos de todos modos.

»Si nosotros ganamos la guerra y nos quedamos con el reino del algodón de nuestros sueños, perderemos igualmente, porque nos habremos convertido en un pueblo diferente, y la antigua tranquilidad desaparecerá. El mundo vendrá a nuestras puertas a pedir algodón, y nosotros podremos dictar nuestros precios. Entonces temo que nos volveremos como los yanquis, a los cuales hoy criticamos su actividad para hacer dinero y su habilidad comercial. Y si perdemos, Melanie, si perdemos...

»No temo el peligro de ser cogido prisionero, herido o aun muerto, si la muerte debe llegar; pero temo que, una vez terminada la guerra, no volvamos ya a los tiempos antiguos. No sé lo que nos traerá el futuro, pero ciertamente no podrá ser tan bello como el pasado. Miro a los muchachos que duermen junto a mí y me pregunto si los gemelos o Alex o Cade tienen los mismos pensamientos. Quién sabe si ellos son conscientes de que combaten por una causa que está perdida desde que sonó el primer tiro. Pero no creo que lo piensen; así serán felices.

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