¡Y Ashley estaba en aquel tremendo lugar! Vivía, pero herido y en Rock Island, en un momento en que espesas nevadas debían de cubrir los campos del Illinois. ¿Habría muerto de su herida después de que las noticias sobre su paradero fueron enviadas a Rhett Butler? ¿Habría caído víctima de la viruela? ¿Deliraría, presa de neumonía, falto de una manta que lo cubriese?
—¡Oh, capitán Butler! ¿No habría algún modo de que...? ¿No podría usted emplear su influencia para que lo canjearan? —exclamó Melanie.
—El justo y compasivo señor Lincoln, que tantas lágrimas vertió por los cinco hijos de la señora Bixby, no derrama una sola por los miles de yanquis que perecen en Andersonville —dijo Rhett, haciendo una mueca—. No le preocupa que mueran. La orden es rigurosa: nada de canje de prisioneros. No se lo había dicho antes, señora Wilkes, pero su marido ha tenido una posibilidad de quedar libre y la ha rechazado.
—¡Es imposible! —exclamó Melanie, incrédula. —No, no lo es. Los yanquis están reclutando hombres para luchar en las regiones fronterizas contra los indios, y los reclutan entre los prisioneros confederados. Todo prisionero que presta juramento y se alista para el servicio contra los indios, queda en libertad y es enviado al Oeste. Pero su marido ha rehusado.
—¿Por qué lo ha hecho? —gritó Scarlett—. ¿Por qué no prestó juramento para desertar después y volver con nosotros una vez fuera de la prisión?
La menuda Melanie se convirtió súbitamente en una furia. —¿Cómo se te ocurre siquiera sugerir que él hiciese semejante cosa? ¡Traicionar a la Confederación para prestar ese vil juramento y luego traicionar la palabra dada a los yanquis! Preferiría oír que había muerto en Rock Island a saber que había prestado un juramento así. Si él muere en el cautiverio, yo me sentiré orgullosa de él. Pero si hubiese jurado, yo no le miraría más a la cara. ¡Nunca! ¡Claro que ha rehusado! ¡Naturalmente!
Cuando Scarlett acompañó a Rhett hasta la puerta, le preguntó, indignada:
—Si estuviera usted en el lugar de Ashley, ¿no habría prestado ese juramento a los yanquis para no morir en ese sitio, y luego hubiera desertado?
—Desde luego —convino Rhett, brillantes sus dientes bajo el bigote.
—Y entonces, ¿por qué Ashley no había de hacer lo mismo? —Porque es un caballero —dijo Rhett.
Y Scarlett quedó maravillada de cuánto cinismo y desprecio podía contener una expresión tan honrosa.
Llegó mayo de 1864 —un mayo seco y ardiente que agostaba los capullos en flor— y los yanquis, al mando del general Sherman, invadieron de nuevo Georgia, más arriba de Dalton, ciento sesenta kilómetros al noroeste de Atlanta. Corría el rumor de que se preparaban grandes combates en la frontera de Georgia y en Tennessee. Los yanquis concentraban a sus fuerzas para atacar el ferrocarril Atlántico-Oeste, la línea que enlazaba Atlanta con Occidente y con Tennessee, la misma por la que las tropas del Sur se habían precipitado el pasado otoño para lograr la victoria de Chickamauga.
Pero, en general, la población de Atlanta no veía con inquietud la perspectiva de una batalla cerca de Dalton. El lugar donde los yanquis se concentraban estaban muy pocos kilómetros al sudeste del campo de batalla de Chickamauga. Y puesto que de allí habían sido rechazados ya una vez cuando trataban de colarse por los desfiladeros de la región, se daba por hecho que ahora se los haría retroceder de nuevo.
Atlanta —y toda Georgia— sabía bien que, dada la importancia que la Confederación otorgaba al Estado, el general Joe Johnston no podía permitir a los yanquis permanecer largo tiempo en sus fronteras. El viejo Joe y su ejército no consentirían que ni un solo yanqui avanzase hacia el Sur, desde Dalton, por los muchos asuntos que dependían de que todo marchase bien en Georgia. El Estado, intacto hasta entonces, era un vasto granero, una inmensa fábrica y un nutrido almacén de la Confederación. Allí se fabricaba gran parte de la pólvora y de las armas usadas por el Ejército y se manufacturaba la mayoría de los tejidos de lana y algodón. Entre Atlanta y Dalton estaba la ciudad de Roma, con su fundición de cañones, así como Etowah y Allatoona, con los mayores talleres metalúrgicos que había al sur de Richmond. Y en Atlanta no sólo radicaban las fábricas de pistolas y sillas de montar, de tiendas y de municiones, sino también los mayores talleres de laminado, los de los principales ferrocarriles y los más grandes hospitales.
Además, Atlanta era la encrucijada de las cuatro vías férreas que sostenían, en rigor, la vida de la Confederación del Sur.
Así que nadie experimentó una inquietud excesiva. Al fin y al cabo, Dalton estaba lejos, en los confines de Tennessee. Como en Tennessee hacía tres años que se luchaba, la gente se había acostumbrado a pensar en aquel Estado como en un campo de batalla remoto, casi tanto como Virginia o las orillas del Mississippi. Además, entre los yanquis y Atlanta estaba el viejo Joe con sus hombres, y nadie ignoraba que después del general Lee, una vez muerto Stonewall Jackson, no había general más ilustre que Johnston.
Una tarde de mayo, en la terraza de la casa de la tía Pitty, el doctor Meade resumió el punto de vista de la población civil sobre el asunto, diciendo que Atlanta no tenía nada que temer, ya que el general Johnston cerraba las montañas como un férreo baluarte. Quienes le escuchaban experimentaron emociones diversas, pues mientras se balanceaban ante el crepúsculo, atentos al mágico vuelo de las primeras luciérnagas en la penumbra, sopesaban en sus mentes importantes asuntos. La señora Meade, con la mano apoyada en el brazo de Phil, deseaba que su marido tuviese razón. Sabía que si la guerra se aproximaba, Phil tendría que ir al frente. Tenía dieciséis años y servía en la Guardia Territorial. Fanny Elsing, pálida y con los ojos hundidos desde lo de Gettysburg, procuraba expulsar de su mente la torturadora imagen que la obsesionaba desde meses atrás: el teniente Dallas McLure agonizando en una traqueteante carreta de bueyes, bajo la lluvia, en la larga y terrible retirada de Maryland.
Al capitán Carey Ashburn le dolía de nuevo el brazo inútil y le deprimía el pensamiento de que la conquista de Scarlett siguiera estancada. La situación se mantenía desde que llegaran las noticias del cautiverio de Ashley Wilkes, pero Carey no acertaba a relacionar aquellos dos acontecimientos. Scarlett y Melanie, por su parte, pensaban en Ashley, como hacían siempre, salvo cuando alguna gente, tarea o la necesidad de intervenir en una conversación las obligaba a olvidarlo por un momento, Scarlett pensaba, con amargo desconsuelo: «Debe de haber muerto. Si no, sabríamos algo de él.» Melanie se esforzaba una y otra vez en rechazar el temor que la invadía en el curso de las interminables horas de íncertidumbre: «No puede haber muerto... Yo lo presentiría..., lo sabría...» Rhett Butler, en la sombra, cruzaba negligentemente sus largas piernas, de pies elegantemente calzados, y su rostro moreno permanecía impenetrable. Wade dormía tranquilo en sus brazos con un huesecillo muy limpio en su manita, como un talismán. Cuando estaba Rhett, Scarlett permitía que Wade se acostara tarde, porque el tímido niño quería a Butler y éste, por extraño que pudiera parecer, sentía afecto por él. En general, a Scarlett le desagradaba la presencia del niño; pero éste siempre se comportaba bien cuando estaba en brazos de Rhett. En cuanto a tía Pitty, se esforzaba nerviosamente en disimular un eructo, provocado por la digestión del gallo viejo y correoso que habían cenado.
Aquella mañana, tía Pitty había tomado la penosa decisión de que valía más matar al patriarca del corral que dejarlo morir de viejo y añorando su harén, devorado largo tiempo atrás. Hacía días que el gallo recorría, con la cresta gacha, el solitario gallinero. Cuando el tío Peter le hubo retorcido el cuello, tía Pitty sintió remordimientos al pensar, mientras la familia iba a regalarse con el ave, que muchos de sus amigos llevaban semanas sin comer pollo, y sugirió que invitaran a algunos a la cena. Melanie, que se hallaba en el quinto mes y que no salía nunca, ni recibía invitados desde hacía semanas, se espantó ante tal idea. Pero tía Pitty se mantuvo firme por una vez. Sería un gran egoísmo comerse el gallo solas. Y si Melanie se subía un poco más el aro del miriñaque, nadie notaría nada, ya que aún era muy lisa de busto.
—Pero, tía, yo no quiero ver a nadie mientra Ashley...
—No es igual que si... que si Ashley hubiese fallecido —repuso tía Pitty, no sin un temblor en la voz, pues estaba segura de que Ashley había muerto—. Está tan vivo como tú. Y a ti te conviene tener compañía. Invitaré también a Fanny Elsing. La señora Elsing me ha rogado que haga lo posible para animarla y para que vea a gente.
—Tía, es cruel obligarla cuando hace tan poco que Dallas ha muerto, y...
—Melanie, no me irrites. Me sentiré vejada si te opones. Creo que soy tu tía, ¿verdad? Pues yo sé mejor que tú lo que conviene y quiero celebrar una reunión.
Tía Pitty celebró la reunión, en efecto, aumentada por un huésped que llegó en el último minuto y al que nadie esperaba ni deseaba. En el preciso momento en que el olor del asado llenaba la casa, Rhett Butler, que regresaba de uno de sus misteriosos viajes, llamó a la puerta. Llevaba bajo el brazo una gran caja de bombones envuelta en papel de encaje y un montón de intencionados cumplidos para tía Pitty. No había más remedio que invitarlo a quedarse, aunque tía Pitty sabía perfectamente la opinión que el doctor y su esposa tenían acerca de él y el encono que Fanny experimentaba contra cualquiera que no vistiera uniforme. Sin duda, ni los Meade ni los Elsing le hubiera hablado en la calle; pero en casa de unos amigos comunes tenían que ser atentos con él. Además, Rhett estaba más firmemente que nunca bajo la protección de la frágil Melanie. Desde que él se preocupara de averiguar noticias de Ashley, Melanie había declarado públicamente que su casa estaría abierta para Butler de por vida, por muchos comentarios que hicieran los demás.
El desasosiego de tía Pitty se calmó al ver que Butler se comportaba del mejor modo posible. Dedicó a Fanny tantas deferencias que incluso logró que ella le sonriese. Y la cena transcurrió perfectamente. Fue un festín principesco. Carey Ashburn llevó una cantidad de té que había encontrado, camino de Andersonville, en la tabaquera de un yanqui capturado, y cada uno pudo tomar una taza de infusión, si bien levemente aromatizada a tabaco. Cada uno recibió una porción del viejo y correoso gallo, una regular guarnición de harina sazonada con cebolla, un plato de guisantes secos y abundancia de arroz y salsa, si bien ésta un poco clara, por falta de harina suficiente para darle espesor. Como postre, se sirvió un pastel de batata, seguido por los bombones de Rhett, y cuando éste sacó auténticos habanos para que los señores fumasen mientras bebían sus vasos de licor de moras, todos admitieron que el banquete había sido digno de Lúculo.
Cuando los caballeros se unieron a las señoras en el pórtico de la terraza, la conversación versó sobre la guerra. Entonces se hablaba siempre de lo mismo. Toda charla, todo tema, nacía o acababa a raíz de algún asunto de la guerra. Ora se trataba de sus aspectos tristes, ora de los alegres, pero siempre de la guerra. Idilios de guerra, bodas de guerra, muertes en los hospitales o en el campo, episodios de campamento, marcha y batalla; actos de arrojo o de cobardía, contento, depresión, privaciones y esperanzas. Las esperanzas persistían siempre, firmes a pesar de las derrotas del verano anterior.
Cuando el capitán Ashburn anunció que había solicitado con éxito el traslado de Atlanta al ejército de Dalton, las damas besaron con la mirada su brazo inútil y disimularon el orgullo que les inspiraba declarando que él no podía marchar, porque, en tal caso, ¿quién estaría allí para dedicarles su atención?
El joven Carey se mostró turbado y complacido al oír tales afirmaciones de aquellas matronas y solteronas, como lo eran, respectivamente, la señora Meade y Melanie, la tía Pitty y Fanny, y deseó que los elogios de Scarlett fueran sinceros.
—¡Bah! No tardará en volver —dijo el doctor Meade, pasando un brazo sobre el hombro de Carey—. Bastará una batalla para que los yanquis huyan a la desbandada hacia Tennessee. Y cuando lleguen allí, ya se encargará de ellos el general Forrest. No se alarmen, señoras, con motivo de la proximidad de los yanquis, porque el general Johnston y su ejército cierran las montañas como un férreo baluarte. ¡Sí, un férreo baluarte! —repitió, subrayando la expresión—. Sherman no pasará. Nunca logrará sacar de sus posiciones al viejo Joe.
Las señoras aprobaron sonriendo, porque la más insignificante opinión del doctor pasaba por verdad indiscutible. Al fin y al cabo, los hombres entendían de aquellas cosas mucho más que las mujeres, y si Meade decía que el general Johnston era un férreo baluarte, debía serlo sin duda. Sólo Rhett tomó la palabra. Desde que acabara la cena había permanecido en silencio, sentado en la penumbra crepuscular, escuchando la charla sobre la guerra, con la boca contraída en una mueca, sin dejar de sostener al niño dormido apoyado en su hombro.
—¿No se dice que Sherman dispone de unos cien mil hombres ahora que acaba de recibir refuerzos?
El doctor le contestó secamente. Había atravesado una dura prueba desde que, al llegar a la casa, encontrara a aquel hombre por quien sentía tan viva aversión, viéndose obligado a comer en su compañía. Sólo el respeto debido a Pittypat y el hallarse bajo su techo le había impedido exteriorizar sus sentimientos más abiertamente. —¿Y qué, señor? —gruñó como respuesta.
—Que creo que el capitán Ashburn ha dicho hace un momento que el general Johnston tenía unos cuarenta mil hombres, contando los desertores a quienes la última victoria ha animado a volver a sus compañías.
—Señor —dijo la señora Meade, indignada—. En el Ejército confederado no hay desertores.
—Perdón —se excusó Rhett, con burlona humildad—. Me refería a los miles de hombres con permiso que se olvidan de volver a sus regimientos y a los que, curados de sus heridas hace seis meses, continúan en sus casas ocupándose de las labores agrícolas de primavera o de sus otros quehaceres habituales.
Sus ojos relampaguearon, irónicos. La señora Meade se mordió los labios. Scarlett se hubiera reído de buena gana de su derrota y de lo limpiamente que Rhett la había hecho callar. Había, en efecto, centenares de hombres escondidos en los pantanos y en las montañas, que desafiaban a la Guardia Nacional a que los obligase a volver a filas. Entre ellos algunos afirmaban que aquélla era «una guerra de ricos hecha por pobres» y que estaban hartos de ella; pero la mayoría eran simplemente hombres que, aunque figuraban como desertores en las listas de sus compañías, distaban mucho de tener la intención de desertar permanentemente. Eran quienes en tres años no habían obtenido una sola licencia, mientras recibían de sus casas cartas en las que, escrito con pésima ortografía, solía leerse: «Tenemos ambre. Este año no ay cosecha. No ay quien haré... Tenemos ambre. Los comisarios se yevan los cochiniyos y ace meses que no recibimos dinero tullo... No bibimos más que de guisantes secos.»