Lo que el viento se llevó (48 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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¡Lucha y retirada, lucha y retirada! Durante veinticinco días y a lo largo de ciento diez kilómetros, los confederados habían combatido casi diariamente. Ahora las tropas grises volvían la espalda a New Hope Church, y esto era un simple recuerdo en una loca confusión de análogas remembranzas; calor, hambre, polvo, fatiga, sonar de pisadas sobre los rojizos caminos llenos de surcos, chapoteos en el barro rojo, retirada, atrincheramiento, lucha... New Hope Church era ya una pesadilla de otra vida, y lo mismo Big Shanty, donde los sudistas hicieron frente a los yanquis, atacándolos como demonios. Pero, aunque se combatiese a los yanquis hasta que todo el campo se cubriera de muertos con uniforme azul, siempre quedaban más yanquis, más yanquis de refresco, siempre persistía aquel siniestro curvarse de las líneas azules hacia la retaguardia confederada, hacia el ferrocarril... ¡y hacia Atlanta! Desde Big Shanty, las tropas, extenuadas y soñolientas, se retiraron camino abajo hasta los montes Kennesaw, próximos a la pequeña población de Marietta, y allí desplegaron sus líneas formando un arco de quince kilómetros. En las escarpadas laderas de la montaña cavaron sus trincheras y plantaron sus baterías en las alturas dominantes. Los hombres, sudorosos, entre juramentos, arrastraron los pesados cañones por abruptas laderas inaccesibles para los mulos. Los emisarios y heridos que llegaban a Atlanta daban seguridades a los empavorecidos ciudadanos. Las alturas de Kennesaw eran inexpugnables. Lo mismo ocurría con el Monte del Pino y el Monte Perdido, próximos a Kennesaw y que también habían sido fortificados. Los yanquis no podrían desalojar de allí a los soldados del viejo Joe y les sería difícil flanquearlos ahora, porque las baterías situadas en lo alto de los montes dominaban todos los caminos en una extensión de varios kilómetros. Atlanta respiró, aliviada, pero...

¡Pero los montes de Kennesaw estaban solamente a cuarenta kilómetros!

El día en que los primeros heridos de Kennesaw llegaron a Atlanta, el carruaje de la señora Merriwether se detuvo ante la casa de la tía Pittypat a la increíble hora de las siete de la mañana y el negro tío Levi transmitió la orden de que Scarlett se vistiera inmediatamente y fuese al hospital. Fanny Elsing y las hermanas Bonnel, despertadas muy temprano de un sueño harto ligero, bostezaban en el asiento posterior y la Mamita de las Elsing iba sentada con aspecto melancólico en el pescante, con un cesto de vendas recién lavadas sobre el regazo. Scarlett se levantó a disgusto. Había estado danzando hasta la madrugada en la reunión dada por la Guardia Nacional y tenía cansadísimos los pies. Maldijo en su interior a la infatigable señora Merriwether, a los heridos y a toda la Confederación del Sur, mientras Prissy le abotonaba su más viejo y estropeado vestido de algodón, que era el que solía usar Scarlett para su tarea en el hospital. Bebió el amargo brebaje de grano tostado y batatas secas que pasaba por café y bajó a reunirse con las muchachas.

Estaba harta de su misión de enfermera. Ese mismo día se había propuesto decir a la señora Merriwether que Ellen le había escrito pidiéndole que fuese a hacer una visita a casa. Pero fue trabajo perdido, porque la digna matrona, con los brazos arremangados y la corpulenta figura envuelta en una amplia bata, le dirigió una severa mirada y dijo:

—Evíteme oírle más tonterías, Scarlett Hamilton. Escribiré hoy a su madre diciéndole que me es usted muy necesaria, y estoy segura de que ella se hará cargo y usted se quedará aquí. Ahora póngase la bata y vaya con el doctor Meade. Necesita que le ayude alguien a vendar heridos.

«¡Dios mío! —pensó Scarlett con horror—. Eso es lo peor de todo. Mamá me hará quedar aquí y yo me moriré si sigo aspirando más tiempo estos hedores. Quisiera ser una vieja para poder tiranizar a las jóvenes, en vez de ser tiranizada yo... ¡Y así podría decir a estas viejas brujas, como la Merriwether, que se fuesen a paseo!»

Sí, estaba harta del hospital, de sus odiosos hedores, de los piojos, de presenciar dolores y ver cuerpos sucios. Si alguna vez encontró algo de romántico y novelesco en ser enfermera, esto se había disipado hacía más de un año. Además, aquellos hombres heridos en la retirada no eran tan atractivos como lo habían sido los otros. No mostraban el menor interés por ella y apenas sabían decir otra cosa que: «¿Cómo va la lucha? ¿Qué hace ahora el viejo Joe? ¡Cuidado que es listo el viejo Joe!» Pero ella no opinaba que el viejo Joe fuese listo. Lo único que había hecho era dejar que los yanquis penetrasen ciento cuarenta kilómetros en Georgia.

No, aquellos heridos no tenían nada de atractivo. Además, muchos de ellos morían, y lo hacían rápido, en silencio, carentes casi en absoluto de fuerzas para combatir el envenenamiento de su sangre, la gangrena, la tifoidea o la neumonía que contrajeran antes de poder llegar a Atlanta y ser atendidos por los médicos.

El día era caluroso. Por las ventanas abiertas entraban enjambres de moscas, moscas enormes e insistentes que quebrantaban más el ánimo de los pacientes que los dolores que padecían. El hedor y el espectáculo de los sufrimientos oprimían cada vez más a Scarlett. El sudor empapaba su vestido recién almidonado mientras, con un recipiente en la mano, seguía al doctor Meade.

¡Oh, la náusea de tener que permanecer junto al doctor mientras éste, con el brillante bisturí, cortaba la carne lacerada! ¡Oh, el horror de oír los gritos que llegaban de la sala de operaciones cuando se practicaba una amputación! ¡Y aquel desalentador sentimiento de compasión ante el aspecto de los rostros, tensos y palidísimos, de los hombres medio destrozados, de aquellos hombres que esperaban que el doctor se dirigiese a ellos, de aquellos hombres en cuyos oídos resonaban los gritos de los demás mientras aguardaban las aterradoras palabras: «Lo siento muchacho, pero hay que cortar esa mano... Sí, sí, ya lo sé; pero ¿ves estas señales encarnadas? Hay que sacar todo esto...»

El cloroformo andaba tan escaso que sólo se usaba para las amputaciones graves, mientras que el opio se consideraba objeto precioso, únicamente empleado para hacer más dulce la muerte de los agonizantes, no para aliviar el dolor de los vivos. Faltaban la quinina y el yodo. Sí; Scarlett estaba harta, y hubiera deseado poder alegar como Melanie la excusa de un embarazo, única que era socialmente aceptable para las enfermeras en aquellos días.

Cuando llegó el mediodía se quitó la bata y se escabulló del hospital, sintiéndose incapaz de resistir más tiempo. Había aprovechado que la señora Merriwether estaba ocupada escribiendo la carta de un montañés analfabeto. No, Scarlett no podía más. Aquello constituía una verdadera tortura. Además, sabía que cuando llegase el tren de la tarde traería más heridos, con lo que habría faena hasta bien entrada la noche y probablemente pasaría el día entero sin comer.

Caminando a buen paso, se dirigió a la calle Peachtree, respirando el aire puro tan profundamente como se lo permitía su corsé, excesivamente apretado. Se detuvo en la esquina, insegura sobre lo que debía hacer. Le avergonzaba regresar ahora a casa de la tía Pittypat, pero estaba resuelta a no volver aún al hospital. En aquel momento pasó Rhett Butler conduciendo un pequeño carruaje.

—Parece usted la hija del trapero —comentó él, fijando los ojos en el remendado vestido de algodón de la joven, empapado en sudor y salpicado aquí y allá del agua que ella había llevado en un gran recipiente, Scarlett se sintió furiosa, confusa, indignadísima ¿Por qué había de fijarse siempre Rhett en los vestidos de las mujeres y por qué tenía la rudeza de mencionar de aquella manera el presente desaliño de la joven?

—No quiero oírle una palabra más. Déjeme subir y lléveme a cualquier sitio donde nadie me vea. No vuelvo al hospital aunque me ahorquen. ¡Dios mío! Yo no he provocado esta guerra y no veo por qué tengo que trabajar hasta matarme, y...

—¡Caramba! ¿Conque es usted una traidora a nuestra gloriosa Causa?

—Dijo la sartén al cazo... Vamos, ayúdeme a subir. No me importa adonde vaya. Sólo quiero que me saque de aquí por un rato.

El saltó al suelo y Scarlett pensó súbitamente en lo agradable que era ver a un hombre entero, sin un ojo o un miembro de menos, que no estaba blanco por el dolor ni amarillo por la malaria, sino que parecía sano y bien nutrido. Y además vestía muy elegantemente. La levita y el pantalón eran del mismo paño, y se le ajustaban perfectamente, sin colgarle ni venirle estrechos, casi hasta estallar, como solía suceder a los demás. Aquel traje estaba nuevo, no desgarrado ni con agujeros que permitiesen ver partes de piel desnuda o piernas llenas de vello. Dijérase que Rhett no tenía preocupación alguna en el mundo, algo que ya de por sí era extraordinario en aquellos días en que todos los hombres estaban tan disgustados e inquietos y con un aspecto tan sombrío. Su cara morena presentaba una expresión jovial, y su boca, de labios rojos, tan bien formada como la de una mujer, y francamente sensual, sonreía distraídamente mientras ayudaba a Scarlett a subir al carruaje. Los músculos de su cuerpo vigoroso se acusaban bajo el traje bien cortado. Como siempre, la sensación de su gran robustez física impresionó a Scarlett reciamente cuando él se sentó a su lado. Miró los hombros de Rhett, rotundos bajo la fina ropa, fascinada y hasta un poco temerosa. El cuerpo del hombre rebosaba energía y dureza, tanto como sagacidad su mente. Emanaba de todo él una vitalidad gallarda, elástica e indolente a la vez, como la de una pantera que se estirase al sol, pronta a saltar y herir.

—De modo, traidorcilla —dijo él, fustigando al caballo—, que se ha pasado la noche bailando con los militares, dándoles cintas y rosas y diciéndoles que estaba dispuesta a morir por la Causa, y luego, apenas se trata de vendar unas pocas heridas y de quitar unos cuantos piojos, despeja usted el campo apresuradamente, ¿eh?

—¿No puede usted hablar de otra cosa e ir más de prisa? Sólo me foliaría que el abuelo Merriwether saliese ahora, me viera y se lo dijese a la vieja, quiero decir a la señora Merriwether.

Rhett fustigó la jaca y el animal trotó vivamente a lo largo de Five Points y atravesó la vía férrea que divide la ciudad en dos partes. Había llegado el tren lleno de heridos y los sanitarios trabajaban activamente bajo el sol ardiente, transportando heridos a las ambulancias y a los furgones cubiertos. Aquel espectáculo no hizo sentir remordimientos a Scarlett, sino un gran alivio al pensar que se había librado de ello. —Estoy harta y cansada del hospital —dijo, recomponiéndose las faldas y anudándose más prietas bajo la barbilla las cintas del sombrero—. Cada día llegan más heridos. La culpa es del general Johnston. Si hubiese detenido a los yanquis en Dalton...

—¡Pero si los ha detenido, niña ignorante! Sólo que, de haber insistido en quedarse allí, Sherman le habría flanqueado, aplastándole entre las dos alas de su ejército. Y se habría perdido el ferrocarril, que es precisamente lo que Johnston defiende.

—En cualquier caso —repuso Scarlett, con quien no tenía sentido hablar de estrategia, de la que no entendía nada—, la culpa sigue siendo suya. Creo que bien podía haber hecho algo, y opino que debía quitársele el mando. ¿Por qué no sigue luchando en vez de retirarse?

—Ya veo que también usted, como los demás, grita: «¡Que le corten la cabeza!» Y todo porque no puede hacer imposibles. En Dalton era Jesús, el Salvador, y en los montes Kennesaw es Judas, el Traidor. Todo ello en seis semanas. Si consiguiese hacer retrocer treinta kilómetros a los yanquis, volvería a ser Jesús. Pero Sherman, hijita, tiene el doble de hombres y puede perder dos por cada uno de nuestros valientes muchachos. En cambio Johnston no puede perder un solo hombre y necesita angustiosamente refuerzos. ¿Y cuáles podrían enviarle? ¿Los niños mimados de Joe Brown? ¿Las tropas territoriales? ¡Vaya una ayuda que serían!

—¿Es cierto que van a llamar a la Milicia? ¿Y a la Guardia Territorial? ¿Sabe usted algo de eso? Yo no he oído nada.

—Circula un rumor sobre eso. Un rumor que ha llegado esta mañana en el tren de Milledgeville. La Milicia y la Guardia Territorial parece que van a ser enviadas al general Johnston para reforzarle. Sí, los niños mimados del gobernador Brown acabarán teniendo que oler la pólvora al fin, e imagino que la mayoría de ellos van a quedar muy sorprendidos. Seguramente no esperaban entrar nunca en batalla. El gobernador les había prometido que no irían. ¡Así que van a divertirse! Se creían seguros desde que el gobernador se enfrentó con Jeff Davis y rehusó enviarlos a Virginia. Afirmaba que los necesitaba para defender su Estado. ¿Quién iba a imaginar que la guerra iba a colársenos por las puertas y que ellos, en efecto, tendrían que defender su propio Estado?

—¿Cómo puede burlarse de todo eso, hombre implacable? ¡Piense en los viejos y en los muchachitos de la Guardia Territorial! Ya ve: tendrán que ir el pobre Phil Meade, tan niño, y el abuelo Merriwether, y el doctor Meade.

—Yo ahora no hablaba de los niños y de los veteranos de la guerra de México. Hablaba de los valerosos jóvenes como William Guiñan, a los que les gusta lucir un hermoso uniforme y agitar el sable...

—¿Y, entonces, usted...?

—No crea que me ofende en lo más mínimo, hija. Yo no llevo uniforme ni agito el sable y la suerte de la Confederación me tiene completamente sin cuidado. No pertenezco a la Guardia Territorial ni a ejército alguno. Ya tuve bastante de asuntos militares con mi estancia en West Point. ¡Bastante para el resto de mi vida! En fin: deseo mucha suerte al viejo Joe. El general Lee no puede ayudarle porque los yanquis ya le dan bastante que hacer en Virginia. De modo que Johnston no puede recibir otros refuerzos que las tropas del Estado de Georgia. Y merece algo mejor, porque es un gran estratega. Siempre acierta a situarse en mejores posiciones que los yanquis. Pero no tendrá más remedio que seguir retrocediendo para proteger el ferrocarril, y (fíjese en lo que le digo) si los yanquis logran arrojarle de las montañas a la llanura de Atlanta le causarán una matanza horrenda.

—¡La llanura de Atlanta! —exclamó Scarlett—. ¡Los yanquis no llegarán nunca hasta aquí!

—Kennesaw está sólo a cuarenta kilómetros, y por mi parte le apuesto...

—¡Mire, Rhett, mire allí abajo, en el camino! ¡Qué multitud! Y no son soldados. ¿Qué podrá ser? ¡Pero sí son negros!

Una gran nube de polvo rojizo avanzaba por el camino y de ella llegaba el ruido de numerosas pisadas y de más de un centenar de voces de negros, roncas y profundas, que entonaban un himno. Rhett apartó el carruaje a un lado del camino y Scarlett miró con curiosidad el grupo de sudorosos hombres de color, con picos y palas al hombro, a quienes conducían un oficial y una escuadra de soldados con las insignias del cuerpo de ingenieros.

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