Lo que el viento se llevó (71 page)

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Authors: Margaret Mitchell

Tags: #Drama, Romántico

BOOK: Lo que el viento se llevó
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El humo ascendía hacia el techo en perezosas espirales; y los rojos regueros se ensanchaban a sus pies. Durante un momento de incalculable duración, Scarlett permaneció allí, y en el cálido silencio de la mañana estival cualquier sonido leve y cualquier olor parecían aumentar: las aceleradas palpitaciones de su corazón, como redobles de tambor, el rumor de las hojas de los magnolios al rozar unas contra otras, el lejano y quejumbroso chillido de un pájaro en los plátanos y el dulce aroma de las flores junto a la ventana.

Había matado a un hombre, ella que procuraba siempre no tomar parte en las cacerías, ella que no podía soportar los gruñidos de un cerdo al ser degollado, ni los quejidos de un conejo preso en el lazo. «¡Un asesinato! —pensaba confusamente—. ¡He cometido un asesinato! ¡Oh, no es posible que me haya ocurrido esto!» Sus ojos se volvieron hacia la mano gruesa y velluda, tan próxima a la cajita de costura, y, repentinamente, recobró su vitalidad, íntegramente satisfecha, sintiendo un goce frío y leonino. Hasta habría pisoteado con su talón la ensangrentada herida que sustituía ahora la nariz de aquel hombre, y experimentado un dulce placer al contacto de aquella sangre aún caliente en sus pies descalzos. Era un acto de venganza por lo de Tara... y por lo de Ellen.

Se oyeron unos pasos precipitados y torpes en el vestíbulo superior, y luego, otros pasos débiles y prolongados, acentuados por chasquidos metálicos. Recobrando el sentido del tiempo y de la realidad, Scarlett alzó la mirada y vio a Melanie en lo alto de la escalera, sin más vestido que la harapienta camisa que le servía de bata de noche y sosteniendo con su débil brazo el sable de Charles. Los ojos de Melanie contemplaron en un instante el cuadro entero que tenía a sus pies, el cuerpo caído y uniformado de azul destacándose del charco de sangre, la cajita de costura junto a él, Scarlett descalza y con el rostro grisáceo, todavía con la pistola en la mano.

Su mirada y la de Scarlett se cruzaron en silencio. Había un resplandor de orgullo en su fisonomía, generalmente tan dulce; había una aprobación y un gozo feroz en su sonrisa, que eran comparables al alborotado tumulto en el pecho de Scarlett.

«¡Oh! ¡Es igual que yo! ¡Comprende mis sentimientos! —pensó Scarlett en aquel largo momento—. ¡Ella hubiera hecho lo mismo!»

Emocionada, miró desde abajo a la frágil y vacilante joven por quien antes, si algún sentimiento albergaba, era sólo de menosprecio y antipatía. Ahora, luchando contra el odio por la mujer de Ashley, surgió un sentimiento de camaradería y de admiración. Vio en un relámpago de percepción clara, libre de toda baja emoción, que bajo la dulce voz y los ojos de palomita de Melanie había una hoja fina de templado e irrompible acero, y comprendió asimismo que vibraban cornetas y banderines de bravura en la tranquila sangre de Melanie.

—¡Scarlett! ¡Scarlett! —chillaban las débiles y asustadas voces de Suellen y Carreen, apagadas por la puerta cerrada, y la vocecita de Wade gritaba también—: ¡Tía! ¡Tía!

Rápidamente, Melanie se llevó un dedo a los labios y, dejando el sable sobre el escalón superior, descendió penosamente hasta el pasillo de abajo y abrió la puerta del cuarto de las enfermas.

—¡No os asustéis, palomitas! —dijo con voz de fingida jovialidad—. Vuestra hermana mayor quería limpiar la pistola de Charles y se le ha disparado, y casi se muere del susto... Ahora, Wade Hampton, mamá
acaba
de disparar con la pistola de tu padre. Cuando seas mayor te dejaré que dispares tú también.

«¡Qué magnífica embustera! —pensó Scarlett con admiración—. Yo no hubiera podido discurrirlo con tanta rapidez. Pero ¿para qué mentir? Tendrán que saber lo que he hecho.»

Volvió a mirar el cadáver, y ahora se vio acometida por una gran repugnancia, conforme se disipaba su furia y su miedo, y, en la reacción, le comenzaron a temblar las rodillas. Melanie se arrastró nuevamente a lo alto de la escalera y comenzó a bajarla, sujetándose al pasamanos, mordiéndose el pálido labio inferior.

—¡Vuélvete a la cama, tonta! ¡Te vas a matar! —gritó Scarlett. Pero la casi desnuda joven logró llegar trabajosamente hasta el vestíbulo.

—Scarlett —le dijo al oído—, debemos sacarlo de aquí y enterrarlo. Pudiera no estar solo, y si lo encuentran aquí... —Y, hablando, se apoyó en el brazo de Scarlett.

—Debe de haber venido solo —contestó ésta—. Desde la ventana de arriba no vi a nadie. Debía de ser un desertor.

—Aunque estuviese solo, nadie tiene que saber lo ocurrido. Los negros pueden irse de la lengua, y entonces vendrían y te llevarían. Scarlett hemos de ocultarlo antes de que esa gente venga del pantano.

Espoleado su ánimo por la febril voz de Melanie, Scarlett hizo un esfuerzo para pensar.

—Podemos enterrarlo en un rincón del jardín, bajo la parra; la tierra está todavía removida donde Pork cavó para sacar la barrica de whisky. Pero ¿cómo voy a llevarlo hasta allí?

—Tiraremos cada una de una pierna y lo arrastraremos —dijo Melanie con firmeza.

En contra de su voluntad, la admiración de Scarlett se acrecentó.

—Tú no podrías arrastrar ni a una gata. Yo lo arrastraré —dijo con rudeza—. Tú te vuelves a la cama. Te vas a matar. Y no intentes ayudarme o te llevo arriba a la fuerza yo misma.

En la pálida fisonomía de Melanie se dibujó una sonrisa de dulce comprensión.

—Eres muy buena —dijo. Y sus labios rozaron suavemente la mejilla de Scarlett. Antes de que ésta pudiera recobrarse de su sorpresa, Melanie continuó—: Si tú puedes arrastrarlo hasta fuera, yo limpiaré... lo que éste ensució, antes de que esa gente vuelva. Y, Scarlett...

—¿Qué?

—¿Crees que sería deshonesto registrar su mochila? Podría llevar algo que comer.

—Ciertamente —admitió Scarlett, algo enojada porque a ella no se le había ocurrido tal idea—. Tú le miras la mochila y yo le registraré los bolsillos.

Se agachó hacia el cadáver y, con repugnancia, acabó de desabrocharle la guerrera y comenzó a hurgar en todos los bolsillos.

—¡Dios mío! —prorrumpió, sacando una abultada cartera envuelta en un trapo—. Melanie... Melly... ¡Me parece que está llena de dinero!

Melanie no contestó, pero se sentó bruscamente en el suelo, apoyándose contra la pared.

—Mira tú —dijo con voz entrecortada—. Me siento un poco débil.

Scarlett tiró del trapo con manos temblorosas y abrió los costados de piel.

—¡Mira, Melanie...! ¡Por favor, mira!

Melanie miró, y sus ojos se dilataron. Desordenadamente mezclados, había allí un montón de billetes de verde reverso, billetes de Estados Unidos con billetes confederados y, brillando entre ellos, una moneda de oro de diez dólares y dos de cinco dólares.

—No te detengas a contar ahora —dijo Melanie cuando Scarlett comenzó a hojear los billetes—. No tenemos tiempo...

—¿Te haces cargo, Melanie, de que este dinero significa que podremos comer?

—Sí, sí, querida, lo sé. Pero no tenemos tiempo ahora. Tú mira en los demás bolsillos y yo miraré en la mochila.

A Scarlett le costaba trabajo soltar la cartera. Brillantes perspectivas se ofrecían ante su vista: ¡dinero, el caballo yanqui, víveres! Había un Dios, al fin y al cabo, y Él se encargaba de proveer para todos, aunque recurriera a medios algo extraños. Se sentó en cuclillas y contempló fijamente la cartera, sonriente. ¡Alimento! Melanie se la arrancó de las manos.

—¡Date prisa! —le urgió.

Nada salió de los bolsillos del pantalón, a no ser un cabo de vela, un cortaplumas, un trozo de tabaco prensado y un poco de cordel. Melanie sacó de la mochila un pequeño paquete de café, que olfateó con deleite como si fuese el más aromático de los perfumes, galleta seca y, lo que cambió la expresión de su rostro, la miniatura de una niña en un marco de oro adornado con perlitas, un imperdible de granates, dos anchos brazaletes de oro con pequeñas cadenitas colgantes, un dedal de oro, un brillante vasito para niño, de plata, una sortija con un brillante solitario y un par de pendientes de brillantes en forma de pera de más de un quilate cada uno.

—¡Era un ladrón! —dijo en voz baja Melanie, retirándose del inerte cuerpo—. Scarlett, todo esto debió de haberlo robado.

—Por supuesto. Y entró aquí con la intención de robarnos a nosotros también.

—Me alegro de que le hayas matado —dijo Melanie, con dura expresión en sus dulces ojos—. Pero, ahora, date prisa, querida, y sácalo de aquí.

Scarlett se inclinó, cogió al muerto por las botas y tiró de él. Repentinamente se hizo cargo de cuánto pesaba el hombre y cuan débil estaba ella. ¿Y si no pudiese moverlo? Dando la vuelta y colocando el cadáver tras de sí, cogió una pesada bota por debajo de cada brazo y se echó con todo su cuerpo hacia delante. Pudo moverlo y dio otro tirón. Su dolorido pie, olvidado por la excitación, le dio ahora una aguda punzada que le hizo rechinar los dientes y poner todo el esfuerzo impulsivo sobre el talón. Tirando y haciendo esfuerzos, con el sudor bañándole la cara, lo sacó hasta el vestíbulo de entrada, dejando a su paso un rastro sangriento.

—Si continúa sangrando por el patio no podremos ocultarlo dijo con voz entrecortada—. Déjame tu camisa, Melanie y le envolveré la cabeza.

La pálida faz de Melanie se volvió carmín.

—No seas tonta. ¡No voy a mirarte! —dijo Scarlett—. Si yo llevase enaguas o pantalones, los usaría.

Acurrucándose contra la pared, Melanie se sacó por la
cabeza
la remendada camisa y silenciosamente se la arrojó a Scarlett, tapándose ella como pudo con los brazos.

«Gracias a Dios, yo no soy tan vergonzosa», pensó Scarlett, adivinando más que viendo la tortura de Melanie mientras ella envolvía con el harapiento lienzo la mutilada cabeza del muerto.

Con una serie de cojos tirones arrastró el cuerpo hacia el pórtico trasero, y deteniéndose para enjugarse el sudor de la frente con el dorso de la mano, volvió la cabeza para mirar a Melanie, que estaba sentada junto a la pared, hecha un ovillo, con las rodillas junto a los desnudos pechos. ¡Qué tonta era Melanie preocupándose del pudor en momentos como éstos!, pensó Scarlett con irritación. Era en parte su actitud exageradamente delicada lo que siempre había hecho que la despreciase. En seguida se avergonzó de ello. Después de todo, Melanie se había arrastrado desde la cama, a pesar de haber parido tan recientemente, y había acudido en su ayuda con un arma tan pesada que ni siquiera la podía levantar. Esto exigía valor, la clase de valentía que Scarlett era incapaz de tener, la bravura de fuerte y fino acero que había caracterizado a Melanie en la terrible noche en que cayó Atlanta y durante el largo viaje de regreso. Ese intangible y sereno valor que poseían todos los Wilkes era una cualidad de la que Scarlett carecía, pero a la que rendía involuntario tributo.

—Vuélvete a la cama —le dijo por encima del hombro—. Si no, te vas a matar. Ya limpiaré yo esto después de enterrarlo.

—Yo lo haré con una de las alfombras —dijo en voz baja Melanie, mirando el charco de sangre con angustiada expresión.

—Bueno; ¡si quieres matarte, no me importa! Si cualquiera de los de casa vuelve antes de que yo termine, rétenlo aquí y dile que el caballo se han presentado solo, sin que sepamos de dónde.

Melanie se sentó, temblando, a la luz del sol matutino, tapándose los oídos para no escuchar la serie de golpetazos que daba la cabeza del muerto contra los peldaños del pórtico.

Nadie preguntó de dónde venía el caballo. Era obvio que se había extraviado a raíz de la batalla reciente, y todos estaban encantados de tenerlo allí. El yanqui yacía en el foso profundo que Scarlett había cavado de mala manera bajo el emparrado. Las estacas que sostenían las ramas de la parra estaban podridas y aquella noche ella misma acabó de romperlas con el cuchillo de la cocina, hasta que se derrumbaron y la enmarañada masa de ramas se esparció sobre toda la tumba. Por supuesto, Scarlett nunca sugirió que se reemplazaran las estacas, y los negros no adivinaron la razón; o guardaron silencio.

Ningún fantasma se levantó de la improvisada fosa para atormentarla durante las largas noches en que yacía despierta en la cama, demasiado cansada para conciliar el sueño. Ningún sentimiento de horror o de remordimiento asaltó su memoria. Se maravillaba de que fuese así, sabiendo que tan sólo un mes antes hubiera sido incapaz de hacer lo que entonces había hecho. La señora Hamilton, joven y bonita, con sus hoyuelos en las mejillas y sus tintineantes pendientes y sus aires aniñados, ¡cómo hubiera podido convertir en pulpa de un tiro el rostro de un hombre y enterrarlo después en un hoyo abierto precipitadamente con las uñas! Scarlett exhibió una sarcàstica mueca al pensar en la consternación que tal idea produciría en cualquiera que la conociese de antes.

—No voy a pensar más en ello —decidió—. Ya está hecho, y yo hubiera sido una imbécil no matándolo. Me parece... me parece que debo haber cambiado un poco desde que llegué a casa; de no ser así, jamás lo hubiera hecho.

No pensó en ello conscientemente, pero en el fondo de su mente, siempre que se veía enfrentada con una tarea desagradable y difícil, la idea asomaba y le devolvía su fortaleza: «He cometido un asesinato y, por lo tanto, puedo seguramente hacer esto.»

Había cambiado más de lo que se figuraba, y la dura corteza que había comenzado a formarse alrededor de su corazón mientras yacía en el huerto de los esclavos en Doce Robles se iba espesando lentamente.

Ahora que tenía un caballo, Scarlett podía averiguar por sí misma lo que había ocurrido a sus vecinos. Desde su regreso, se había preguntado con desesperación más de una vez: «¿Seremos nosotros las únicas personas que quedan en el condado? ¿Habrá dispersado el incendio a todos los demás? ¿Habrán ido todos a refugiarse en Macón?» Con el recuerdo de las ruinas de Doce Robles, de la finca de los Macintosh y de la casucha de los Slattery, todavía tan frescos en su mente, casi temía averiguar la verdad. Pero era mejor saber las cosas que quedarse en la duda. Decidió, pues, cabalgar hasta la casa de los Fontaine, primero, no sólo porque eran los vecinos más próximos, sino porque podía estar allí el viejo doctor Fontaine. Melanie necesitaba un médico. No se reponía como debiera y a Scarlett le asustaba su palidez y su debilidad.

En consecuencia, el primer día en que su pie estuvo ya lo suficientemente curado para soportar el zapato, montó el caballo del yanqui. Con un pie metido en el estribo acortado y la otra pierna encogida sobre el pomo de la silla, como sí fuese una silla de señora, arrancó a campo traviesa hacia Mimosa, preparada para encontrarlo todo quemado.

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