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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (38 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Eran las 09.16. Las 09.17. Allí no aparecía nadie. Murmuró unas palabrotas para sus adentros mientras se preguntaba si algo habría ido mal. Era verdad que no tenía más garantías que la palabra de Yuri, pero eso, por lo general, solía ser más que suficiente. Yuri era un mago de la informática, y la noche anterior había estado escribiendo correos falsos y recurriendo a sus contactos suecos para que le ayudaran con el idioma, mientras Jan se había ocupado concienzudamente de todo lo demás: de las fotografías de los lugares, de la elección del arma y, sobre todo, de la fuga con un coche alquilado que Dennis Wilton, del club de motoristas Svavelsjö MC, se había agenciado bajo una identidad falsa y que ahora estaba a su disposición a unas pocas calles de allí con Yuri esperándolo al volante.

Jan Holtser advirtió un movimiento a sus espaldas y dio un respingo. Falsa alarma: tan sólo dos jóvenes que paseaban por el parque y que se le habían acercado demasiado. Le pareció que el trasiego de gente, por lo general, había aumentado, una circunstancia que no le gustaba nada. Pero es que, además, la situación le agradaba cada vez menos. Cerca, un perro ladró y olió algo, quizá el olor a fritanga del McDonald’s. De repente… detrás de la puerta vio a un individuo bajito vestido con un abrigo gris y, a su lado, a un chico con un anorak de plumas rojo y el pelo alborotado. Entonces Jan, como siempre, hizo la señal de la cruz con la mano izquierda y aproximó el índice de la mano derecha al gatillo. Pero ¿qué pasaba?

El portal no se abría. El hombre que se adivinaba tras el cristal se había quedado parado, como dudando, mientras miraba su móvil. «¡Venga, joder! ¡Abre ya!», pensó Jan. Y a pesar de todo, la puerta, lenta, muy lentamente, se abrió y por fin salieron. Jan alzó su pistola y apuntó hasta que tuvo al niño en el punto de mira, momento en que volvió a encontrarse con esos ojos vidriosos, mientras sentía una excitación inesperadamente violenta. De pronto le habían entrado unas ganas enormes de matar a ese crío, de apagar esa inquietante mirada para siempre. Entonces ocurrió algo.

De la nada surgió corriendo una joven que se abalanzó sobre el chico, y Jan disparó y dio en el blanco. O al menos dio en algo, y volvió a disparar una y otra vez. Pero el niño y la chica habían rodado a toda velocidad por detrás de un coche. Jan Holtser inspiró hondo y, tras echar una mirada a derecha e izquierda, cruzó la calle a toda velocidad, como si se tratara de una rápida intervención de un comando de asalto.

Volver a fracasar no entraba en sus planes.

Torkel Lindén no tenía una buena relación con su teléfono. A diferencia de su mujer, Saga, que siempre respondía ilusionada cada vez que la llamaban con la esperanza de que fuera la oferta de un nuevo trabajo, él sólo sentía malestar cuando sonaba el móvil, y eso tenía que ver con todas las acusaciones que se le habían hecho.

El centro y él, personalmente, siempre recibían broncas, si bien pensaba que era cierto que formaba parte de la naturaleza de la actividad. Oden era un centro de acogida en situaciones de crisis, lo cual explicaba que a menudo las emociones se descontrolaran. Aunque en su fuero interno también sabía que existían razones de peso para las quejas: había llevado su plan de ahorro demasiado lejos, y a veces sentía la necesidad de huir de todo; se iba a caminar al bosque y dejaba que los demás se las apañaran como mejor pudieran. Pero no había que olvidar que también a veces recibía elogios, como ahora, sin ir más lejos. Del profesor Edelman, nada menos.

En un principio el catedrático le irritó. No le gustaba que personas ajenas al centro se inmiscuyeran en cómo se organizaban las actividades. Sin embargo, después de las amables palabras del correo de esa mañana se sentía con una disposición más conciliadora hacia el experto y, ¿quién sabía?, quizá lograra su apoyo para que el chico se quedase un tiempo en Oden. Eso iluminaría su vida, aunque no entendía muy bien por qué tenía esa sensación: por regla general, él acostumbraba a mantenerse alejado de los niños.

Pero August Balder poseía en su forma de ser una especie de misterio que le atraía, por lo que desde un primer momento le enervó que la policía se presentara con exigencias. Quería a August para él solo, y quizá también dejarse contagiar un poco por su misticismo o, al menos, averiguar qué eran todas esas infinitas series de números que el niño había escrito en la portada de un cuento del osito Bamse en el cuarto de juegos. Sin embargo nada era fácil. August Balder parecía aborrecer cualquier forma de contacto y ahora incluso se negaba a salir a la calle. De nuevo había empezado a dar guerra y a protestar, y Torkel tuvo que tirar de él para que avanzara.

—Venga, vamos —murmuró.

Entonces el teléfono empezó a vibrar otra vez. Alguien llevaba un buen rato intentando hablar con él con una pesada insistencia.

Pero Torkel pasaba de contestar. Seguro que era algún problema, una nueva queja. Aun así, antes de salir, justo en la puerta, no pudo resistirse a mirar el móvil. Había varios sms de un número oculto, y en ellos ponía algo muy raro que a él se le antojó una broma o una burla. Que no debía salir, le decían. Que no saliera a la calle bajo ningún concepto.

No lo entendía y, además, justo en ese momento August hizo ademán de escapar. Torkel agarró su brazo con fuerza y, algo dubitativo, abrió la puerta y sacó al niño. Todo parecía normal. La gente pasaba por la acera sin dar muestras de que algo hubiese ocurrido o estuviera a punto de ocurrir y, de nuevo, se preguntó por los sms, pero antes de que le diera tiempo a llevar el hilo de sus pensamientos hasta el final alguien apareció corriendo por la izquierda y se abalanzó sobre el chico. En ese mismo instante oyó un disparo.

Se percató de que estaba en peligro y, al mirar aterrado al otro lado de la calle, vio a un hombre, un tipo corpulento y atlético, que echaba a correr cruzando Sveavägen en dirección a él. ¿Y qué diablos llevaba en la mano? ¿No era eso un arma?

Sin ni siquiera dedicarle un solo pensamiento a August, Torkel Lindén intentó volver a entrar por la puerta, y por un segundo pensó que lo lograría. Pero Torkel Lindén no llegó nunca a ponerse a salvo.

Lisbeth reaccionó de forma instintiva y se tiró sobre el niño para protegerlo. Se hizo bastante daño cuando aterrizó en la acera. Al menos así lo sintió; una repentina punzada de dolor le recorrió el hombro y el pecho. Pero no tuvo tiempo de pensar en ello; se limitó a tirar del crío hacia ella y se parapetaron detrás de un coche, y allí se quedaron tumbados respirando agitadamente mientras alguien les disparaba. Luego reinó el silencio, un silencio preocupante, y cuando Lisbeth miró por debajo del coche pudo divisar las piernas del autor de los tiros, unas piernas fuertes que estaban cruzando la calle a toda pastilla. Por un momento sopesó la idea de sacar la Beretta de su bolsa para disparar.

Pero comprendió que no le daría tiempo. Sin embargo… Un Volvo grande y rojo estaba pasando ante ellos muy lentamente. Y entonces ella salió volando. Agarró al niño y se precipitó hacia el coche. Abrió una de las puertas traseras de un fuerte tirón y se lanzó sobre el asiento con el crío. Aterrizaron uno encima del otro.

—¡Arranca! —gritó al tiempo que descubría que la sangre caía a borbotones. De ella o del niño.

Jacob Charro tenía veintidós años y era el orgulloso propietario de un Volvo XC 60 que había comprado a plazos con su padre como avalista. Ahora iba de camino a Uppsala para comer con sus tíos y sus primos. Tenía muchas ganas de verlos, estaba deseoso de anunciarles que acababa de ser fichado por el Syrianska F. C. para jugar en primera división.

En la radio sonaba
Wake me up
, de Avicii, y Jacob tamborileaba con los dedos en el volante mientras subía por Sveavägen pasando primero por Konserthuset y luego por la Escuela de Economía. Un poco más adelante, en esa calle, estaba sucediendo algo. La gente salía disparada en todas direcciones. Un hombre gritaba y los coches avanzaban a trompicones. Aminoró la marcha sin mayor preocupación; además, si hubiese ocurrido un accidente tal vez podría ayudar. Jacob Charro era una persona que siempre había soñado con convertirse en héroe.

Pero en esa ocasión tuvo miedo de verdad, y probablemente se debió al hombre con aspecto de soldado en pleno ataque que apareció por la izquierda y cruzó la calle corriendo a todo meter. Mostraba una enorme brutalidad en sus movimientos. Jacob estaba a punto de pisar a fondo el acelerador para salir de allí cuando advirtió un violento tirón en una puerta trasera. Alguien estaba entrando en su coche, una chica que iba con un niño, lo que le llevó a gritar algo. No sabía qué. Era posible que ni siquiera fuera en sueco. Pero la chica que se acababa de meter en el coche se limitó a gritarle a su vez:

—¡Arranca!

Dudó unos segundos. «Y éstos ¿quiénes son?». Quizá pretendieran robarle y llevarse el vehículo. No podía pensar con claridad. Toda aquella situación era una locura. Pero no tuvo más remedio que actuar, pues de repente el cristal de la ventana trasera estalló en añicos. Alguien les estaba disparando, así que pisó a fondo y, con el corazón a mil por hora, se saltó el semáforo del cruce con Odengatan.

—¡¿De qué va todo esto?! —gritó—. ¿Qué está pasando aquí?

—¡Calla! —le espetó la chica. Y Jacob vio por el retrovisor cómo ella, con manos expertas, como si fuera enfermera, examinaba a un niño que tenía unos ojos enormes y asustados. Fue entonces cuando descubrió que el asiento de atrás no sólo estaba cubierto de cristales rotos. También había sangre.

—¿Le han dado?

—No lo sé. Tú sigue conduciendo, ¡venga, sigue! ¡O no, gira a la izquierda…! ¡Ahora!

—Vale, vale —acertó a decir Jacob con un miedo descomunal en el cuerpo, tras lo cual dio un brusco giro y continuó a toda marcha por Vanadisvägen en dirección a Vasastan al tiempo que se preguntaba si alguien los estaría persiguiendo y si volverían a dispararles.

Inclinó ligeramente la cabeza sobre el volante mientras sentía que el aire entraba por la ventanilla rota. ¿Dónde diablos se había metido, ¡joder!, y quién coño era esa tía? La observó por el retrovisor. Era morena, llevaba
piercings
y tenía una oscura mirada. Y por un momento le invadió la sensación de que, para ella, él ni siquiera existía. De repente la chica murmuró algo que sonó medio alegre.

—¿Buenas noticias? —preguntó él.

No contestó. Se limitó a quitarse la chupa de cuero y a agarrar su camiseta blanca y… «Pero ¿qué coño hace?». Con un repentino y violento movimiento desgarró la camiseta y se quedó desnuda de cintura para arriba, sin sujetador ni nada. Perplejo, Jacob no pudo evitar mirar sus pechos —que apuntaban firmes hacia delante— y, sobre todo, el río de sangre que corría por ellos y que le bajaba hacia el estómago y los vaqueros.

Había recibido un balazo por debajo del hombro, no muy lejos del corazón; sangraba con profusión y quería usar la camiseta —ahora Jacob lo veía claro— como venda. Vendó la herida con todas sus fuerzas para que dejara de sangrar y, a continuación, volvió a ponerse la chupa. Ofrecía una imagen ridículamente chulesca, sobre todo porque una parte de la sangre le había manchado la mejilla y la frente; era como si llevara una pintura de guerra.

—¿Así que las buenas noticias son que has sido tú la que ha recibido la bala y no el niño? —preguntó él.

—Algo así —contestó ella.

—¿Quieres que te lleve al Karolinska?

—No —respondió.

Lisbeth había descubierto un orificio de entrada y otro de salida. La bala debía de haberle impactado en la parte delantera y le habría atravesado limpiamente el hombro. Sangraba en abundancia y las palpitaciones le subían hasta las sienes. Pero no creía que ninguna arteria hubiera sido alcanzada, o al menos confiaba en ello. Eso habría sido mucho peor. Echó otro vistazo hacia atrás. Con toda probabilidad, el autor de los disparos tendría por allí cerca un coche esperándolo para fugarse. Aunque no parecía que nadie los estuviera persiguiendo; era posible que hubiesen tenido suerte y hubieran conseguido salir de allí con la suficiente rapidez. Lisbeth se apresuró a mirar al niño, a August.

Éste se hallaba sentado con los brazos cruzados sobre el pecho y balanceaba el cuerpo adelante y atrás, y Lisbeth pensó que debía hacer algo para calmarlo. Lo único que se le ocurrió fue quitarle los trocitos de cristal del pelo y de las piernas, y entonces el chaval se tranquilizó por un momento. Pero no estaba segura de que eso fuera una buena señal. La mirada de August le pareció demasiado tensa y vidriosa, y Lisbeth le hizo un gesto con la cabeza intentando dar la impresión de que lo tenía todo bajo control. Quizá no resultara muy convincente. Se sentía mareada y con un intenso malestar, y la camiseta que había usado como venda ya se había empapado por completo de sangre. ¿Estaba perdiendo la conciencia? Tuvo miedo de que así fuera, y por eso se apresuró a elaborar un plan. Lo que tenía muy claro, de entrada, era que la policía no sería una opción: había conducido al chico directamente a las manos de los asesinos, no parecía controlar la situación en absoluto. ¿Qué debería hacer?

Tampoco podía seguir mucho más en ese coche. Lo habían visto en el lugar de los hechos, y con la ventanilla rota llamaría la atención de la gente. Debería pedirle a ese tío que los llevara a Fiskargatan para coger su BMW, que estaba registrado a nombre de Irene Nesser, su segunda identidad. Pero ¿sería capaz de conducir?

Se sentía hecha mierda.

—¡Ve hacia Västerbron! —le ordenó.

—Vale, vale —respondió, volante en mano, el chico.

—¿Tienes algo de beber?

—Tengo una botella de whisky que pensaba regalarle a mi tío.

—¡Dámela! —exclamó. Y él le dio una botella de Grant’s que ella abrió con mucho esfuerzo.

Arrancó la improvisada venda y, tras verter whisky en la herida, se echó un par de buenos tragos. Luego le pasó la botella a August, aunque nada más hacerlo se dio cuenta de que no era una buena idea. Los niños no beben whisky. Ni siquiera en estado de
shock
. ¿Empezaba a aturdirse? ¿Era eso lo que le estaba pasando?

—Quítate la camisa —le dijo a Jacob.

—¿Qué?

—Tengo que vendar la herida con otra cosa.

—Vale, pero…

—Nada de peros.

—Si os voy a ayudar, al menos necesito saber por qué os han disparado. ¿Sois delincuentes?

—Intento proteger a este niño, eso es todo. Unos cerdos van a por él.

—¿Por qué?

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