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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (35 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—En cualquier caso, me veo obligado a decir que no.

Sonja no daba crédito a lo que estaba oyendo.

—¿Cómo? —preguntó asombrada.

—Con todos mis respetos por su trabajo —respondió Torkel Lindén imperturbable—, aquí, en el Centro Oden, ayudamos a niños desprotegidos. Ésa es nuestra misión y nuestra vocación. No somos el brazo largo de la policía. Así es, y estamos orgullosos de ello. Mientras los niños estén aquí han de sentirse amparados y saber que nosotros anteponemos sus intereses a cualquier otra consideración.

Sonja Modig puso una mano en la pierna de Bublanski para impedir que estallase y montara una escena.

—Podríamos obtener una orden judicial sin ningún problema —dijo—. Pero no queríamos ir por esa vía.

—Muy sabio por su parte.

—Déjeme que le pregunte algo —continuó ella—. ¿Saben realmente Einar Forsberg y usted lo que es mejor para August o, dicho sea de paso, para esa niña que está llorando por ahí? ¿No será que todos tenemos necesidad de expresarnos? Usted y yo podemos hablar o escribir, o incluso contactar con abogados. August Balder no tiene a su disposición esos medios de expresión. Pero sabe dibujar, y parece ser que quiere decirnos algo. ¿Debemos impedírselo entonces? ¿No resultaría eso tan inhumano como negarles a otros niños el uso de la palabra? ¿No debemos dejar a August que dé forma a aquello que sin duda le está atormentando más que ninguna otra cosa?

—Nuestra evaluación es…

—No —le cortó ella—. No nos hable de sus evaluaciones. Hemos estado en contacto con la persona que mejor puede evaluar en este país este tipo de problemas. Se llama Charles Edelman y es catedrático de neurología. Va a venir desde Hungría para ver al pequeño. ¿No sería razonable dejar que él tomara la decisión de lo que es mejor?

—Podemos escuchar su opinión, por supuesto —accedió Torkel Lindén de mala gana.

—No, no sólo la escucharemos, dejaremos que sea él quien decida.

—Me comprometo a mantener un diálogo constructivo, entre profesionales expertos.

—Bien; ¿qué hace August ahora?

—Dormir. Estaba completamente exhausto cuando llegó.

Sonja comprendió que insistir en que lo despertara no conduciría a nada bueno.

—En tal caso, volveremos mañana por la mañana con el profesor Edelman. Y espero que todos podamos colaborar para resolver este asunto de la mejor manera posible.

Capítulo 16

Noche del 21 y mañana del 22 de noviembre

Gabriella Grane hundió la cara entre las manos. Llevaba cuarenta horas sin dormir y la torturaba una profunda culpa que se vio reforzada por la palpitante falta de sueño; poco importaba que hubiera pasado todo el día trabajando sin cesar. Desde esa mañana pertenecía a un grupo formado en la Säpo —una especie de investigación paralela en la sombra— que también se ocupaba del asesinato de Frans Balder; teórica y oficialmente con el único objetivo de controlar la seguridad nacional pero que en la práctica, oficiosamente, se metía de modo velado en todos y cada uno de los detalles del caso.

Uno de sus miembros era el intendente Mårten Nielsen, el responsable de la investigación a efectos formales. Acababa de regresar a Suecia tras haber pasado un año estudiando en la Universidad de Maryland, en Estados Unidos, y era una persona, sin lugar a dudas, inteligente y preparada, aunque también algo excesivamente de derechas para el gusto de Gabriella. Mårten Nielsen constituía un caso raro: un sueco con estudios superiores que apoyaba con toda su alma a los republicanos estadounidenses y que incluso mostraba una cierta simpatía por el movimiento del Tea Party. Además, se trataba de un apasionado historiador de guerras que daba conferencias en la Escuela Superior Militar y que, a pesar de ser aún relativamente joven —contaba treinta y nueve años de edad—, gozaba de una buena red de contactos internacionales.

Sin embargo, a menudo tenía dificultades para imponerse a los demás, de modo que el liderazgo real residía en Ragnar Olofsson, que era mayor y mucho más chulo y que podía hacer callar a Mårten Nielsen con un pequeño y malhumorado suspiro o con una sola arruga de descontento alzándose por encima de sus pobladas cejas. El hecho de que el comisario Lars Åke Grankvist también formara parte del grupo no mejoraba mucho la situación de Mårten Nielsen.

Antes de ir a parar a la Säpo, Lars Åke Grankvist había sido un investigador medio legendario de la Brigada Nacional de Homicidios de la policía criminal, al menos en el sentido —tal y como se afirmaba de él— de que a copas no había quien le ganara y de que, con una especie de rudo encanto, se había hecho con una amante nueva en todas las ciudades por las que había ido pasando. Por lo general, no era un grupo en el que fuera fácil hacerse respetar; incluso a Gabriella le costó estar esa tarde a la altura, algo que se debió menos al pavoneo de sus colegas masculinos que a una creciente sensación de inseguridad. En alguna ocasión hasta llegó a sentir que sabía menos que antes.

Se dio cuenta, por ejemplo, de que las pruebas del viejo caso de la presunta intrusión informática eran muy pocas, por no decir inexistentes. En realidad, tan sólo contaban con unas declaraciones de Stefan Molde, de la FRA, pero éste ni siquiera estaba seguro de nada de lo que había dicho. En su informe, Stefan Molde desvariaba más que otra cosa, pensaba Gabriella. Por su parte, Frans Balder, en efecto, parecía haberse fiado más de esa
hacker
a la que había recurrido, la misma que en la investigación no tenía ni nombre pero de la que el ayudante Linus Brandell había ofrecido una animada descripción. Con toda probabilidad, Frans Balder le había ocultado a Gabriella mucha información antes de marcharse a Estados Unidos.

Por ejemplo: ¿fue una casualidad que aceptara un trabajo en Solifon y no en otra empresa?

Gabriella se reconcomía por dentro: se sentía llena de dudas y cabreada por no recibir más ayuda de Fort Meade. Ya no había forma de contactar con Alona Casales, así que la puerta de la NSA se había vuelto a cerrar. En consecuencia, Gabriella ya no podría facilitar ninguna información al grupo, razón por la que acabó, al igual que Mårten Nielsen y Lars Åke Grankvist, a la sombra de Ragnar Olofsson, quien recibía constantes datos de la fuente que tenía en la Brigada de Delitos Violentos de la policía y se la transmitía de inmediato a la directora de la Säpo, Helena Kraft.

Eso a Gabriella no le gustaba nada. Por eso les había advertido, sin éxito alguno, que ese tráfico de información no sólo aumentaba el riesgo de filtraciones sino que también les hacía perder su independencia: en vez de investigar a través de sus propios canales utilizaban de forma demasiado servil el material que les proporcionaba el equipo de Bublanski y que entraba a raudales.

—Somos como los estudiantes que copian en un examen, que en lugar de pensar por sí mismos sólo esperan a que alguien les pase las respuestas —dijo ante el grupo, lo que fue en claro detrimento de su índice de popularidad.

Ahora se hallaba sola en su despacho, decidida a trabajar por su cuenta e intentando adoptar una visión de conjunto para poder avanzar. Era muy posible que eso no la condujera a ningún sitio, pero no iría mal que alguien fuera por su propio camino en lugar de por el mismo túnel por el que iban todos los demás. Oyó unos pasos acercarse por el pasillo, unos tacones altos y decididos que a Gabriella, a esas alturas, le resultaban inconfundibles. Era Helena Kraft, que entró en su despacho con una americana gris de Armani y el pelo recogido en un sobrio moño. Helena Kraft le dirigió una cariñosa mirada. Había momentos en los que a Gabriella no le gustaba nada esa clase de favoritismo.

—¿Cómo estás? —le preguntó—. ¿Aún te mantienes en pie?

—A duras penas.

—Después de esta conversación pienso mandarte a casa. Tienes que dormir. Queremos una analista con la cabeza despejada.

—¡Qué bien suena eso!

—¿Y sabes lo que solía decir Erich Maria Remarque?

—¿Que se está mejor en casa que en las trincheras?

—Ja, ja. No, que las personas que tienen remordimientos de conciencia nunca son las que deberían tenerlos. Los que realmente causan sufrimiento al mundo pasan de todo; son quienes luchan en el bando de los buenos los que sufren remordimientos. No hay nada de lo que debas avergonzarte, Gabriella. Hiciste lo que estuvo en tu mano.

—No estoy tan segura. Pero gracias de todos modos.

—¿Has oído lo del hijo de Balder?

—Me lo ha contado Ragnar, un poco deprisa y corriendo.

—Mañana a las diez el comisario Bublanski, la inspectora Sonja Modig y un catedrático de neurología llamado Charles Edelman irán a ver al niño al Centro de Acogida Oden. Van a intentar hacer que siga dibujando.

—Pues cruzo los dedos para que así sea. Aunque no sé si me gusta mucho haberme enterado.

—Tranquila, aquí la paranoica soy yo. Sólo están al tanto los que saben mantener la boca cerrada.

—Bueno, pues entonces confío en que así sea.

—Quiero enseñarte algo.

—¿Qué es?

—Fotografías del individuo que entró en el sistema de alarmas de Balder.

—Ya las he visto. Incluso las he estado examinando de cerca.

—¿De verdad? —inquirió Helena Kraft mientras le tendía la borrosa ampliación de una muñeca.

—¿Qué le pasa a esa muñeca?

—Mira de nuevo. ¿Qué ves?

Gabriella estudió la foto y descubrió dos detalles: ese reloj exclusivo que ya había intuido y —debajo, difusamente, en el espacio que quedaba entre los guantes y la manga de la cazadora—, dos barras que parecían tatuajes más bien cutres.

—Un contraste muy fuerte —comentó—. Unos tatuajes baratos y un reloj muy caro.

—Más que caro —apuntó Helena Kraft—. Es un Patek Philippe de 1951, modelo 2499, la primera serie, o tal vez la segunda.

—No me dice nada.

—Es uno de los relojes de pulsera más caros que existen. Uno así fue vendido hace unos años en Ginebra, en la subasta de Christie’s, por el módico precio de dos millones de dólares.

—¿Me estás tomando el pelo?

—No, y no fue una persona cualquiera la que se lo quedó: fue Jan Van der Waal, abogado de Dackstone & Partner. Lo compró por encargo de un cliente.

—¿Dackstone & Partner? ¿Los que representan a Solifon?

—Los mismos.

—¡Hostias!

—Evidentemente, no podemos saber si el reloj de la foto es el mismo ejemplar que se vendió en Ginebra, y tampoco hemos podido averiguar quién fue ese cliente que ordenó su compra. Pero es un comienzo, Gabriella. Ahora tenemos un tipo delgaducho que parece un yonqui y que lleva un reloj de ese calibre. Eso debería reducir bastante el número de candidatos.

—¿Lo sabe Bublanski?

—Fue su técnico, Jerker Holmberg, quien lo descubrió. Y ahora quiero que tú, con tu cerebro analítico, sigas profundizando en ello. Pero eso será mañana por la mañana; ahora vete a casa a dormir.

El hombre que decía llamarse Jan Holtser estaba en su piso de Högbergsgatan, en Helsinki, no muy lejos del parque Esplanaden, hojeando un álbum que contenía fotos de su hija Olga, que en la actualidad contaba veintidós años de edad y estudiaba medicina en Gdansk, Polonia.

Olga era alta, morena e intensa, y lo mejor que le había pasado en la vida, como solía decir Jan Holtser. Y no sólo porque sonara bien y le diera una imagen de padre responsable. También porque se lo creía. Aunque probablemente eso ya no fuera verdad: Olga había empezado a sospechar en qué trabajaba su padre.

—¿Te dedicas a proteger a gente mala? —le preguntó ella un día, tras lo cual a él le pareció que se había vuelto algo obsesiva respecto a lo que ella llamaba su compromiso con los «débiles y necesitados».

Eso no eran más que auténticas gilipolleces de los izquierdistas, según Holtser, y no iba en absoluto con el carácter de Olga. Lo consideraba tan sólo manifestaciones de un proceso de liberación. Jan pensaba que detrás de todo ese discurso pomposo y grandilocuente sobre los pobres y los enfermos se escondía una Olga que, en el fondo, seguía siendo muy parecida a él. En su día, ella había sido una prometedora corredora de los cien metros lisos. Medía un metro y ochenta y seis centímetros, era musculosa y tenía una salida explosiva. Siempre le había encantado ver películas de acción y escuchar a su padre contándole anécdotas de la guerra. En el colegio todo el mundo sabía que era mejor no meterse con ella, pues devolvía los golpes como una verdadera guerrera. Olga, en definitiva, no estaba hecha para cuidar a los degenerados y débiles.

Aun así, le daba la lata con que deseaba trabajar para Médicos Sin Fronteras o largarse a Calcuta como una condenada Madre Teresa. Jan Holtser no lo soportaba. El mundo era de los fuertes, según él. Pero quería a su hija, con independencia de las tonterías que soltara, y al día siguiente, por primera vez en seis meses, volvería a casa porque tenía unos cuantos días libres. Holtser se había prometido solemnemente ser más sensible y prestar más atención a lo que ella decía, y abstenerse de darle la brasa con Stalin y los grandes líderes, algo que ella odiaba.

Todo lo contrario: esta vez iba a intentar recuperarla. Estaba seguro de que ella le necesitaba. Y mucho más de que él la necesitaba a ella. Eran las ocho de la noche y se dirigió a la cocina para exprimir tres naranjas y hacerse un zumo. Luego echó vodka Smirnoff en un vaso y se preparó un destornillador. El tercero del día. Siempre que terminaba una misión podía tomarse seis o siete, y quizá hoy también lo haría. Se encontraba cansado y le oprimía la carga de responsabilidad que pesaba sobre sus hombros; necesitaba relajarse. Durante unos minutos se quedó parado con la bebida en la mano soñando con una vida distinta. Pero el hombre que decía llamarse Jan Holtser se forjaba demasiadas ilusiones.

La paz se rompió en cuanto Yuri Bogdanov lo telefoneó a su móvil seguro, protegido de escuchas. En un primer momento Jan esperaba que Yuri sólo deseara charlar un rato para desahogarse y calmar esa excitación que inevitablemente toda misión acarreaba. Pero Bogdanov llamaba por un asunto de lo más concreto, y además sonaba molesto.

—He hablado con T. —dijo y, al oír el nombre, Jan se sintió invadido por un cúmulo de sensaciones. Pero quizá, sobre todo, por los celos.

¿Por qué Kira había llamado a Yuri y no a él? Aunque era Yuri el que aportaba las importantes sumas de dinero y el que era recompensado con los regalos más exclusivos y las más grandes bonificaciones, Jan siempre había estado convencido de que él gozaba de una relación más cercana con Kira. Pero Jan Holtser también sintió inquietud. ¿Qué habría podido ir mal?

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