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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (31 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—Mía no, desde luego. No me gustó nada esa columna, me pareció mal escrita y tendenciosa. Fue Thorvald Serner quien orquestó toda esa campaña de desprestigio, y tú lo sabes muy bien.

—Pero tal y como están las cosas, no creo que te disgustara mucho el rumbo que acabó tomando el asunto, ¿a que no?

—Escúchame bien, William: yo siento el mayor de los respetos por Mikael Blomkvist.

—No hace falta que juegues a los políticos conmigo, Ove.

A éste le dieron unas ganas terribles de meterle todas esas palabras por el culo.

—Sólo soy abierto y sincero —respondió Ove—. Y la verdad es que siempre me ha parecido un periodista fantástico; bueno, de un calibre bien diferente al tuyo o al de cualquiera de tu generación.

—¿Ah, sí? —preguntó William Borg con una actitud algo menos chulesca, lo que provocó en el acto que Ove se sintiera mucho mejor.

—Así es. Debemos estar muy agradecidos por todos los noticiones que nos ha brindado Mikael Blomkvist, y le deseo todo lo mejor, en serio. Pero por desgracia —debo añadir— no forma parte de mi trabajo mirar hacia atrás y ponerme nostálgico, así que te puedo dar la razón en eso de que Blomkvist ha llegado a estar un poco desfasado, por decirlo de alguna manera, y de que podría ser un obstáculo para la renovación de
Millennium
.

—Es verdad.

—Y por eso creo que sería bueno que ahora no apareciera tanto en los titulares.

—En los titulares positivos, querrás decir.

—Bueno, sí, supongo que sí —continuó Ove—. También ha sido ése el motivo por el que te he invitado a comer.

—Te estoy muy agradecido, por supuesto, es muy amable de tu parte. Y lo cierto es que tal vez tenga algo que vendría bien en este asunto. Esta mañana he recibido una llamada de mi viejo compañero de
squash
—comentó William Borg intentando a todas luces recuperar su vieja confianza.

—Y ¿ése quién es?

—Richard Ekström, el fiscal jefe. Es el fiscal de instrucción del caso de asesinato de Frans Balder. Y él no es precisamente miembro del club de fans de Blomkvist.

—A raíz del caso Zalachenko, ¿no?

—Exacto. Blomkvist le fastidió todo el tinglado que tenía montado, y ahora le preocupa que le sabotee también esta investigación, o, mejor dicho, que ya lo esté haciendo.

—¿Cómo?

—Blomkvist no cuenta todo lo que sabe. Habló con Balder justo antes del asesinato y, por si fuera poco, miró directamente a la cara del asesino. Aun así, para sorpresa de todos, no dio muchos detalles cuando prestó declaración. Richard Ekström sospecha que se guarda lo mejor para su propio artículo.

—Interesante.

—¿A que sí? Hablamos de un tipo que, tras haber sido humillado en los medios de comunicación, se encuentra tan desesperado por dar con un
scoop
que hasta está dispuesto a dejar escapar a un asesino. Un viejo reportero estrella que cuando su revista se halla en crisis económica es capaz de tirar toda la responsabilidad social por la borda. Y que, por casualidad, acaba de enterarse de que el Grupo Serner quiere que se vaya de la redacción. ¿A que no parece tan raro que el tío pierda un poco el norte?

—Te entiendo. ¿Podrías escribir sobre ello?

—Si te soy sincero, no creo que sea muy recomendable. Todo el mundo sabe que Mikael Blomkvist y yo nos tenemos ojeriza. Me parece que sería mejor filtrárselo a un reportero y luego difundirlo y apoyarlo en vuestros editoriales. Tendréis declaraciones cojonudas de Richard Ekström.

—Mmm —asintió Ove al tiempo que miraba hacia Stureplan. En medio de la explanada divisó a una mujer muy guapa que lucía una larga melena pelirroja y llevaba un abrigo rojo. Y, por primera vez en el día, se le dibujó una amplia y sincera sonrisa en los labios.

—Quizá no sea mala idea, a pesar de todo —añadió para, a continuación, pedir un poco de vino.

Mikael Blomkvist caminaba a lo largo de Hornsgatan en dirección a Mariatorget. Más allá de la plaza, junto a la iglesia de Santa María Magdalena, había aparcada una furgoneta blanca que tenía una gran abolladura en el capó; justo al lado, dos hombres hacían aspavientos con los brazos mientras se pegaban gritos. Y, a pesar de que esa escena atrajo la atención de casi todos los que pasaban por allí, Mikael Blomkvist apenas se percató de ella.

Estaba pensando en el hijo de Frans Balder, sentado en el suelo de aquella habitación del espacioso chalé que tenía su padre en Saltsjöbaden y pasando la mano sobre la alfombra persa. Una mano blanquecina, recordó, que tenía manchas en los dedos y en el dorso, tal vez de unos lápices de colores; el movimiento que el niño trazó sobre la alfombra fue como si dibujara en el aire algo muy complicado. ¿Como si dibujara? De repente, esa imagen arrojó una nueva luz sobre los hechos, y Mikael se planteó lo mismo que se le había pasado por la cabeza en casa de Farah Sharif: ¿y si no fuera Frans Balder el autor de ese semáforo?

Quizá el chico poseyera una inesperada y enorme habilidad, lo cual, por alguna razón, no le sorprendió tanto como en un principio cabría esperar. Ya en su primer encuentro con August Balder —en el dormitorio de la planta baja, sentado en aquel suelo a cuadros junto a su padre muerto y golpeando su cuerpo contra la cama—, Mikael sospechó que había algo especial en él. Y ahora, mientras se hallaba cruzando Mariatorget en diagonal, le asaltó una idea extraña que tal vez resultara de lo más rebuscado pero que se negaba a abandonarle. Y tras atravesar la plaza y llegar a la cuesta de Götgatan se detuvo.

Al menos debía comprobarlo. Sacó su móvil y buscó en Internet el número de Hanna Balder. Era un número secreto, no figuraba en las guías telefónicas. Tampoco creía que lo tuvieran en la redacción. ¿Qué hacer entonces? Pensó en Freja Granliden. Freja era reportera de la sección «Gente» de
Expressen
, aunque los textos que producía tal vez no elevaran demasiado el prestigio del gremio: se trataba de divorcios, romances y asuntos relacionados con la Familia Real. Pero era una mujer de mente aguda y lengua bastante suelta. Las veces que se habían visto lo había pasado muy bien con ella, así que probó a llamarla. Comunicaba, por supuesto.

Los periodistas de la prensa sensacionalista hablaban constantemente por teléfono. Siempre les apremiaba tanto el tiempo que nunca tenían un segundo para levantarse de sus sillas y salir a la realidad para echar un vistazo con sus propios ojos. Se limitaban a permanecer sentados y escupir textos a un ritmo vertiginoso. Al final consiguió contactar con ella, y no le sorprendió lo más mínimo que irrumpiera en gritos de alegría al oír su voz.

—¡Mikael! —dijo—. ¡Qué honor! ¿Por fin me vas a dar un
scoop
? Llevo tanto tiempo esperándolo.


Sorry
. Esta vez eres «tú» la que me tiene que echar una mano. Necesito una dirección y un número de teléfono.

—¿Y qué me darás a cambio? ¿Tal vez unas declaraciones impactantes sobre lo que te pasó anoche?

—Te puedo ofrecer unos consejos profesionales.

—¿Por ejemplo…?

—Que dejes de escribir chorradas de una vez por todas.

—Ja, ja. Y entonces ¿quién se hace con todos esos números de teléfono que los reporteros finos necesitáis? ¿A quién buscas?

—A Hanna Balder.

—Ya sospecho por qué. Al parecer, anoche su novio estaba borracho como una cuba. Lo viste, ¿no?

—No intentes liarme. ¿Sabes dónde vive?

—En Torsgatan 40.

—¡Qué bien te lo sabes…!

—Tengo una memoria prodigiosa para «chorradas». Espera un momento, te pasaré el código del portal, y también su número de teléfono.

—Gracias.

—Pero oye…

—¿Sí?

—No eres el único que la está buscando. Nuestros sabuesos también están de caza; y, que yo sepa, lleva todo el día sin coger el teléfono.

—¡Sabia mujer!

Después de colgar, Mikael se quedó quieto en la calle sin saber muy bien qué hacer. Se hallaba en una situación que no le gustaba nada: perseguir a madres infelices en compañía de los reporteros de los tabloides no era lo que él esperaba de ese día. A pesar de ello, paró un taxi y se fue al barrio de Vasastan.

Hanna Balder había acompañado a August y a Einar Forsberg hasta el Centro Oden, ubicado en Sveavägen, frente al parque Observatorielunden. Éste constaba de dos pisos bastante amplios que se habían unido y, aunque había un toque personal y acogedor en la decoración y en el patio, tenía un aire de institución, algo que sin duda se debía más a la expresión ceñuda y vigilante del personal que al largo pasillo y a sus puertas cerradas. Los empleados parecían haber desarrollado cierta actitud de suspicacia para con los niños a los que atendían.

El director del centro, Torkel Lindén, era un hombre bajo y vanidoso que afirmaba tener una gran experiencia con chicos autistas, algo que, por supuesto, inspiraba confianza. Pero a Hanna no le gustaba la manera que tenía de mirar a August y tampoco le agradaba nada el amplio abanico de edades que allí había, adolescentes y niños pequeños, todos mezclados. Pero ya era demasiado tarde para echarse atrás, razón por la que, de vuelta a casa, se consoló con la idea de que no sería por mucho tiempo. ¿Volvería quizá a buscar a August esa misma noche?

Se sumió en sus pensamientos y pensó en Lasse y sus borracheras y, una vez más, en que tenía que dejarle y recuperar el control de su vida. Al llegar a Torsgatan, se sobresaltó al salir del ascensor de su bloque: sentado en el descansillo había un atractivo hombre escribiendo en un cuaderno. Cuando éste se levantó para saludarla y presentarse, ella vio que se trataba de Mikael Blomkvist. Se quedó aterrorizada. Quizá el sentimiento de culpa le pesaba tanto que pensó que él había ido hasta allí para dejarla en evidencia. Tonterías, claro. Mikael se limitó a sonreír algo avergonzado, y hasta dos veces le pidió disculpas por molestarla. Y entonces ella no pudo evitar sentir un gran alivio; lo admiraba desde hacía mucho tiempo.

—No tengo nada que decir —se apresuró a aclarar Hanna con una voz que, en realidad, insinuaba todo lo contrario.

—No es eso lo que busco —respondió él.

De pronto, ella se acordó de que la noche anterior Lasse y Mikael habían llegado juntos, o al menos al mismo tiempo, a la casa de Frans, aunque no le entraba en la cabeza qué diablos podían tener ellos en común; en ese instante más bien le parecieron dos personas totalmente opuestas.

—¿Buscas a Lasse? —preguntó.

—Quería hablar de los dibujos de August —le contestó. Y entonces ella sintió una punzada de pánico.

A pesar de ello, lo invitó a entrar. Toda una imprudencia por su parte, sin duda: Lasse había salido a curarse la resaca en algún antro del barrio y podía presentarse en cualquier momento. Se volvería loco si descubría a un periodista en su casa, máxime uno de ese calibre. Pero Hanna no sólo sentía preocupación sino también curiosidad. ¿Cómo demonios sabía lo de los dibujos? Le ofreció asiento en el sofá gris del salón mientras ella se dirigía a la cocina para traerle un poco de té y unas galletas. Al verla regresar con una bandeja, Mikael le dijo:

—No te molestaría así si no lo considerara absolutamente necesario.

—No es molestia.

—¿Sabes? Conocí a August anoche —explicó él— y le he estado dando vueltas al tema una y otra vez.

—¿Ah, sí? —dijo ella inquisitiva.

—Entonces no caí en la cuenta —continuó él—. Pero me dio la sensación de que deseaba comunicarnos algo, y ahora, cavilando sobre ello, creo que lo que quería era dibujar algo. Es que movía la mano sobre el suelo con tanta determinación…

—Está obsesionado con eso.

—O sea, que siguió aquí en casa.

—¿Que si siguió? Nada más llegar empezó a dibujar. Estaba como poseído, y la verdad es que lo que hacía era realmente muy muy bonito. Pero se le puso la cara toda roja y su respiración se volvió muy pesada. El psicólogo que estuvo aquí dijo que tenía que dejarlo enseguida, que era compulsivo y destructivo.

—¿Y qué dibujó?

—Nada en especial, supongo que algo inspirado en sus puzles. Pero estaba muy conseguido, con sus sombras y su perspectiva y todo eso.

—Pero ¿qué era?

—Cuadros.

—¿Qué tipo de cuadros?

—Creo que eran cuadros como los de un tablero de ajedrez —contestó. Y quizá fuera sólo su imaginación, pero Hanna creyó percibir cierta emoción en los ojos de Mikael Blomkvist.

—¿Sólo cuadros de un tablero de ajedrez? ¿Nada más?

—Espejos también —aclaró ella—. Cuadros de ajedrez que se reflejaban en espejos.

—¿Has estado en casa de Frans? —preguntó él con otro timbre en la voz, mucho más intenso.

—¿Por qué lo preguntas?

—Porque el suelo del dormitorio en el que lo mataron reproduce los cuadros de un tablero de ajedrez y se refleja en los espejos de los armarios.

—¡Oh, no!

—¿Por qué dices eso?

—Porque…

Una ola de vergüenza recorrió el cuerpo de Hanna.

—Porque lo último que vi antes de arrebatarle la hoja de sus manos fue una sombra amenazadora que surgía de esos cuadros.

—¿Tienes el dibujo aquí?

—Sí… ¡O no!

—¿No?

—Me temo que lo he tirado.

—Vaya.

—Pero a lo mejor…

—¿Qué?

—A lo mejor podemos recuperarlo de la basura.

Mikael Blomkvist tenía las manos manchadas de café y yogur cuando cogió un papel arrugado de la basura y procedió a desplegarlo junto al fregadero. Lo limpió un poco con el dorso de la mano y lo estudió a la luz de los leds que había bajo los armarios de la cocina. Distaba mucho de ser un dibujo terminado y, tal y como Hanna le había comentado, consistía sobre todo en cuadros de ajedrez, vistos desde arriba o lateralmente. Si no se había estado en el dormitorio de Frans Balder resultaba muy difícil imaginar que era un suelo. Pero Mikael reconoció enseguida los espejos del armario de la derecha, y también la oscuridad, esa oscuridad especial con la que se había topado la noche anterior.

Tuvo la sensación, incluso, de revivir ese instante en el que había entrado por el ventanal roto, además de un pequeño aunque importante detalle: la habitación que él halló estaba casi a oscuras. En el dibujo, en cambio, se percibía un fino haz de luz que, desde arriba, irrumpía en diagonal, se extendía sobre los cuadros y le daba contorno a una sombra que no se veía ni muy clara ni muy nítida, pero que quizá precisamente por eso resultaba tan espeluznante.

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