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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (14 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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—Me pillo un taxi ahora mismo —zanjó ella.

Lo cierto fue que tardó muchísimo. Mikael, a falta de algo mejor que hacer, entró en el cuarto de baño y se miró al espejo: había tenido días mejores. Su enmarañado pelo le recordó que hacía tiempo que no se lo cortaba. Tenía ojeras y bolsas bajo los ojos. La culpable era Elizabeth George, evidentemente, y soltó una palabrota maldiciéndola antes de salir del baño para ordenar y limpiar un poco la casa. Para que Erika no pudiera quejarse de que la tenía desordenada.

A pesar del tiempo que hacía que se conocían, y por mucho que sus vidas estuvieran unidas, aún persistía dentro de él un ligero complejo de inferioridad en lo tocante al tema del orden. Mikael era hijo de un obrero y vivía solo; ella, una señora de clase alta, casada, que vivía en su maravilloso chalé de Saltsjöbaden de aspecto impoluto. Fuera como fuese, no estaría mal que la casa ofreciera una apariencia decente. Llenó el lavavajillas, limpió el fregadero y sacó la basura.

Incluso le dio tiempo a pasarle la aspiradora al salón, regar las plantas de la ventana y ordenar un poco la librería y el revistero antes de que, por fin, el timbre de la puerta sonara con insistencia acompañado de unos golpes con los nudillos. Al parecer, ella tenía prisa por entrar. Cuando abrió, Mikael se quedó realmente conmovido: Erika estaba congelada de los pies a la cabeza.

Temblaba como una hoja, y no sólo debido al mal tiempo. Su ropa también había contribuido lo suyo. Ni siquiera llevaba gorro. El cuidado y elegante peinado de esa mañana había desaparecido, y en la mejilla derecha tenía algo semejante a un arañazo.

—¡Ricky! —exclamó él—. ¿Qué te ha pasado?

—Mi bonito culo se ha congelado, en efecto. Me ha sido imposible conseguir un taxi.

—¿Qué te ha pasado en la mejilla?

—Me he caído. Tres veces, creo.

Mikael bajó la mirada hasta unas botas italianas de color burdeos y tacón alto.

—Menos mal que llevas unas buenas botas de nieve.

—Sí, buenísimas. Por no hablar de mi maravillosa idea de no ponerme leotardos esta mañana. ¡Genial!

—Pasa, yo te calentaré.

Ella cayó en sus brazos y se puso a temblar aún más. Él la abrazó con fuerza.

—Perdón —dijo Erika de nuevo.

—¿Por qué?

—Por todo. Por Serner. He sido una idiota.

—Venga, no exageres, Ricky.

Le pasó la mano por la frente y el pelo para quitarle unos copos de nieve al tiempo que le examinaba la herida de la mejilla.

—No, no exagero; ahora te lo cuento —le respondió ella.

—Pero antes voy a quitarte esa ropa y a meterte en una bañera con agua caliente. ¿Quieres una copa de vino tinto?

La quería. Y él se la llenó dos o tres veces mientras ella permanecía en la bañera. Mikael se quedó escuchándola sentado a su lado, sobre la taza del váter y, a pesar de todas las noticias de mal agüero, la conversación adquirió un aire de reconciliación, como si acabaran de abrir una brecha en esa muralla que los dos llevaban tiempo construyendo.

—Sé que piensas que fui una idiota desde el principio —dijo ella—. No, no lo niegues; te conozco. Pero debes entender que Christer, Malin y yo no vimos otra solución. Habíamos reclutado a Emil y a Sofie, y estábamos muy orgullosos de haberlo conseguido. Era difícil encontrar reporteros tan brillantes y suponía un prestigio enorme. Dejaba claro que había que contar con nosotros y, de hecho, se creó una expectación muy positiva en torno a la revista: reportajes estupendos en
Resumé
y en
Dagens Media
, como en los viejos tiempos. Y, sinceramente, para mí significaba mucho, porque les había dicho a Sofie y a Emil que podrían sentirse tranquilos y seguros en la revista. «Nuestra economía es estable —les comenté— tenemos a Harriet Vanger detrás. Habrá dinero para hacer reportajes largos, profundos, fantásticos». Bueno, ya sabes, creía realmente en todo lo que les dije. Pero luego…

—Luego se nos cayó el cielo encima. Bueno, un poquito.

—Exacto. Y no sólo por la crisis de los periódicos y el derrumbe del mercado de anunciantes, sino también por todo aquel lío que hubo en el Grupo Vanger. No sé si te diste cuenta de hasta qué punto estaba aquello revuelto. A veces lo veo casi como un golpe de Estado. Esos viejos fachas de la familia —y las mujeres también, por cierto; bueno, ya sabes de sobra cómo son todos—, esa panda de viejos racistas retrógrados conspirando para apuñalar a Harriet por la espalda… Nunca olvidaré su llamada. «Me han machacado —me dijo—. Me han destrozado». Naturalmente, detrás de eso se ocultaba el mosqueo que tenían porque Harriet había intentado renovar y modernizar el Grupo Vanger y, por supuesto, porque decidió incluir en la junta directiva a David Goldman, el hijo del rabino Viktor Goldman, ya sabes. Y luego estábamos nosotros, claro, que también teníamos nuestra parte de culpa. Andrei acababa de escribir su reportaje sobre los mendigos de Estocolmo, ese que nos pareció a todos su mejor trabajo y que fue citado y comentado en todas partes, incluso en el extranjero, pero que los Vanger…

—Tacharon de mierda comunista.

—Peor que eso, Mikael, mucho peor: lo tacharon de propaganda para esos «cabrones holgazanes que son demasiado vagos como para hacer un trabajo honrado».

—¿Eso dijeron?

—Algo por el estilo, sí. Pero no creo que ese reportaje influyera lo más mínimo, fue sólo la excusa que necesitaban para debilitar aún más el poder de Harriet dentro del Grupo. Lo que querían era distanciarse de todo aquello por lo que habían trabajado Henrik y Harriet.

—¡Qué idiotas!

—Ya lo creo, aunque perder ese dinero no nos ayudó mucho que digamos. Recuerdo esos días. Era como si el suelo desapareciera bajo mis pies, y sí, ya lo sé, debería haberte involucrado más, haberlo compartido contigo. Pero confiaba en que todos saldríamos ganando si tú podías concentrarte por completo en tus reportajes.

—Y sin embargo no fui capaz de entregar nada que valiera la pena.

—Lo intentaste, Mikael, lo intentaste de verdad, lo sé. Pero a lo que iba: fue justo entonces, cuando todo parecía estar perdido, cuando Ove Levin llamó.

—Alguien le soplaría lo que había ocurrido.

—Seguro, y no creo que haga falta que te diga que al principio fui muy escéptica. El Grupo Serner me olía a periodismo sensacionalista de la peor especie. Pero Ove empleó toda su labia y me invitó a su impresionante chalé de Cannes.

—¿Qué?

—Sí, lo siento; tampoco te lo he contado, lo sé. Supongo que me dio vergüenza. Pero es que de todos modos tenía que ir al festival de cine para entrevistar a la directora iraní, ya sabes, la que fue perseguida por realizar un documental sobre Sara, esa joven de diecinueve años que había sido lapidada; y no me pareció mal que Serner nos echara una mano con los gastos del viaje. En cualquier caso, Ove y yo pasamos toda la noche hablando, aunque yo seguía desconfiando. El tío se mostró ridículamente petulante y me soltó todo su discurso de vendedor. Pero al final, a pesar de todo, empecé a escucharle. ¿Y sabes por qué?

—Es muy bueno en la cama.

—Ja, ja. No. Por cómo habló de ti.

—Anda, entonces ¿quería acostarse conmigo?

—Te admira muchísimo.

—¡Y una mierda!

—No, Mikael, ahí te equivocas. Le encanta su poder y su dinero, y su casa de Cannes, es verdad; pero lo que le corroe por dentro es que no se le considere un periodista tan guay como tú. Y si hablamos de credibilidad y prestigio, Mikael, él es pobre y tú estás forrado. En lo más profundo de su ser quiere ser como tú, me quedó claro enseguida; y sí, supongo que debería haberme dado cuenta de que una envidia así también podía ser peligrosa. Toda esa campaña de desprestigio que has sufrido últimamente va de eso, lo sabes, ¿verdad? Tu intransigencia profesional hace que otros se sientan muy miserables. Tu mera existencia les recuerda hasta qué punto se han vendido, y cuanto más te elogian, más mezquinos se sienten, y ante una situación así sólo hay una manera de defenderse: hundiéndote en la mierda. Si tú caes, si te ven tirado en el fango, ellos se sienten un poco mejor. Tu desprestigio les devuelve un poco de dignidad. Al menos eso es lo que creen.

—Gracias, Erika, pero paso de esos ataques, te lo digo en serio.

—Sí, ya lo sé. O eso espero. Pero de lo que me di cuenta fue de que Ove deseaba participar, sentirse uno de los nuestros. Quería que le contagiáramos un poco de nuestro renombre, y yo pensé que eso sería un buen aliciente. Si lo que pretendía era convertirse en alguien tan guay como tú, sería devastador para él transformar
Millennium
en un producto Serner del montón, en otra publicación comercial más. Si se le conociera como el tipo que arruinó una de las revistas más legendarias del país, los últimos restos de su reputación se hundirían para siempre. Por eso le creí cuando me dijo que tanto él como el grupo que representaba necesitaban un producto de prestigio, una coartada si quieres, y que sólo pretendía ayudarnos para que siguiéramos haciendo el periodismo en el que creíamos. Es cierto que expresó un deseo de comprometerse personalmente con el trabajo de la revista, pero lo entendí más bien como una vanidad: que tenía ganas de pavonearse un poco y de decirles a sus engominados y esnobs colegas que él era nuestro asesor o algo así. Jamás se me ocurrió que se atreviera a meterse con el alma de
Millennium
.

—Que es exactamente lo que está haciendo, ¿no?

—Sí, me temo que sí.

—Y entonces, ¿qué pasa con tu bonita teoría psicológica?

—Subestimé el poder del oportunismo. Como ya te darías cuenta, tanto Ove como el Grupo Serner se portaron de forma ejemplar antes de que se lanzara esa campaña contra ti, pero luego…

—Ove se aprovechó de ello.

—No, no; lo hizo otra persona. Alguien que iba a por él. Fue mucho tiempo después cuando entendí que no había sido fácil para Ove convencer a los demás de que nos apoyaran económicamente. Como comprenderás, no todos los integrantes del Grupo Serner sufren de complejo de inferioridad periodística. La mayoría son simples hombres de negocios que desprecian cualquier discurso que hable de defender valores importantes y cosas así. Les tocó la moral el «falso idealismo» de Ove, tal y como ellos lo definieron, y al descubrir el acoso que sufrías vieron la oportunidad de ir a por él.

—Vaya.

—Y no te puedes hacer ni idea de hasta qué punto. Al principio todo parecía ir bien. Sólo unas cuantas voces pidieron una mayor adaptación al mercado, lo cual, como ya sabes, me pareció que no estaba del todo mal. Es que yo también he estado dándole vueltas a cómo llegar a un colectivo más joven. De hecho, pensé que en ese aspecto Ove y yo manteníamos un buen diálogo. Por eso esta mañana tampoco estaba demasiado preocupada por su presentación.

—Ya, ya me di cuenta.

—Pero entonces aún no se había armado la que se armó.

—¿De qué hablas?

—De la que se lió cuando tú saboteaste la presentación de Ove.

—Yo no saboteé nada, Erika. Tan sólo me marché de allí.

Tumbada aún en la bañera, Erika le dio otro sorbo a la copa de vino. Luego sonrió con cierta melancolía.

—¿Cuándo te vas a enterar de que eres Mikael Blomkvist?

—Vaya… Creía que estaba empezando a hacerme una idea aproximada.

—Pues no lo parece, porque entonces te habrías dado cuenta de que cuando Mikael Blomkvist abandona la sala en plena presentación de su propia revista aquello se convierte en algo gordo, independientemente de que Mikael Blomkvist lo pretendiera o no.

—Entonces pido disculpas por mi sabotaje.

—No, si no te lo reprocho. Ya no. Ahora, como ves, soy yo la que pide perdón. Soy yo la responsable de que nos hayamos metido en este lío. No me cabe duda de que se habría armado el mismo revuelo tanto si te hubieses marchado como si te hubieras quedado. Sólo esperaban a tener una excusa para echarse encima de nosotros.

—¿Y qué es lo que pasó?

—Cuando tú te fuiste todos nos desinflamos, y Ove, cuya autoestima acababa de sufrir otro serio revés, mandó a la mierda todo lo que había preparado. «Esto no tiene ningún sentido», dijo. Luego llamó a la oficina central y contó lo ocurrido, y no me sorprendería nada que se hubiera puesto en plan dramático. Esa envidia en la que yo había depositado mi esperanza tal vez se transformara en algo realmente mezquino y malvado. Volvió al cabo de unas dos horas y comentó que el Grupo estaba dispuesto a apostar por
Millennium
a lo grande, a utilizar todos sus medios para promocionar la revista.

—Y eso, según parece, no eran buenas noticias.

—Pues no. Y me di cuenta antes de que abriera la boca. Es que se le veía en la cara. Irradiaba una mezcla de terror y triunfo. Al principio le costó dar con las palabras exactas; desvariaba, más bien: empezó a hablar de que el Grupo quería más control de la actividad, y un rejuvenecimiento del contenido, y más famosos. Pero luego…

Erika cerró los ojos, se pasó la mano por el mojado pelo y apuró lo que le quedaba de vino.

—Luego ¿qué?

—Querían que tú abandonaras la redacción.

—¿Cómo?

—Por supuesto, ni él ni el Grupo podían decirlo abiertamente, ni menos aún arriesgarse a que aparecieran titulares de prensa como «Serner echa a Blomkvist», de modo que Ove lo formuló de la manera más elegante que pudo argumentando que él deseaba que se te diera rienda suelta para que tú te concentraras en lo que mejor sabes hacer: escribir reportajes. Propuso un estratégico destino en Londres y un generoso contrato como corresponsal.

—¿Londres?

—Dijo que Suecia se había quedado pequeña para un hombre de tu calibre, pero, como ya puedes suponer, el motivo es otro.

—Que no se creen capaces de aplicar esos cambios mientras yo esté en la redacción.

—Algo así. Además, no creo que ninguno de ellos se sorprendiera cuando Christer, Malin y yo rechazamos todo eso tajantemente: «No es ni siquiera negociable». Por no hablar de la reacción de Andrei.

—¿Qué hizo?

—Casi me da vergüenza contártelo. Andrei se levantó y les soltó que era lo más mezquino que había oído en toda su vida. Dijo que tú eres de lo mejor que tenemos en este país, un orgullo para la democracia y el periodismo, y que a todo el Grupo Serner se le debería caer la cara de vergüenza. Dijo que eres un gran hombre.

—Bueno, se pasó un poco, ¿no?

—Pero es un gran tipo.

—Sí, eso sí. ¿Y qué hicieron entonces los de Serner?

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