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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (10 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Porque sólo una de cada seis personas con un don
savant
eran chicas, algo que quizá tuviera que ver con una de las grandes causas del autismo: que a veces circula demasiada testosterona en el útero, sobre todo, como es natural, cuando se están gestando chicos. La testosterona puede dañar el tejido cerebral del feto y casi siempre afecta al hemisferio izquierdo del cerebro, ya que éste se desarrolla con más lentitud y resulta más vulnerable. El síndrome del
savant
es la compensación del hemisferio derecho por los daños sufridos en el izquierdo.

Pero como los dos hemisferios son diferentes entre sí —en el izquierdo está el pensamiento abstracto y la capacidad de ver contextos más amplios—, el resultado final es muy particular. Surge así un nuevo tipo de perspectiva, una fijación especial por el detalle, y si Frans lo entendía bien, él y August debían de haber percibido ese semáforo de distinta manera. No sólo porque el chico estuviera, aparentemente, muchísimo más atento y centrado, sino también porque el cerebro de Frans, con una vertiginosa velocidad, había filtrado todo lo superfluo para concentrarse en lo fundamental; por supuesto la seguridad, pero también el propio mensaje del semáforo: «Cruza o espera». Con toda probabilidad, su mirada se había ofuscado también por muchos otros motivos, sobre todo por Farah Sharif. Para él, el paso de peatones se mezclaba con el flujo de recuerdos y expectativas que tenía respecto a ella, mientras que a August se le habría presentado tal y como era.

Había sido capaz de fijar todos los detalles tanto del semáforo como del hombre vagamente familiar que justo entonces cruzaba la calle. Después guardó esa imagen en su mente como un exquisito grabado, pero no sintió la necesidad de sacarla a la luz hasta un par de semanas más tarde. Lo más curioso de todo era que no se había limitado a reproducir el semáforo y al hombre: le había imprimido al dibujo una inquietante luz, y Frans no podía dejar de pensar en que August le quería comentar algo más que un simple «¡Mira lo que sé hacer!». Por enésima vez contempló los dibujos, y entonces sintió que una aguja se le clavaba en el corazón.

Tuvo miedo. No acababa de comprenderlo del todo, pero con ese hombre del dibujo pasaba algo. Su mirada era fría e inexpresiva. Su mandíbula estaba tensa y sus labios eran extrañamente finos, casi inexistentes, aunque de este último rasgo no se podría culpar, por supuesto, al hombre. No obstante, cuanto más lo miraba Frans más miedo le infundía. Y de repente le invadió un gélido terror, como si hubiera sentido un mal presagio.

—Te quiero, hijo mío —murmuró sin apenas ser consciente de lo que decía; y era posible que repitiera la frase en un par de ocasiones más, porque las palabras empezaron a antojársele cada vez más extrañas en su boca.

Se dio cuenta, con un nuevo tipo de dolor, de que nunca antes las había pronunciado y, tras recuperarse de ese primer
shock
, comprendió que había algo profundamente indigno en ello. ¿Era necesario que el niño poseyera un talento extraordinario para que él quisiera a su propio hijo? En cualquier caso, sería algo muy suyo: durante toda su vida había sido una persona demasiado centrada en el resultado de lo que hacía.

Lo que no fuera ni innovador ni la manifestación de una gran inteligencia no le interesaba, y cuando tuvo que dejar Suecia para irse a Silicon Valley, el nombre de August apenas acudió a su mente. Su hijo no era más que una molestia que se interponía en el camino de esas cosas revolucionarias que Frans estaba a punto de descubrir.

Pero ahora eso iba a cambiar, se prometió. Dejaría de lado la investigación y todo ese asunto que lo había atormentado y perseguido durante los últimos meses, y sólo se dedicaría al chico.

Se convertiría en una nueva persona, a pesar de todo.

Capítulo 5

20 de noviembre

Nadie entendía cómo Gabriella Grane había acabado en la Säpo, ni siquiera ella misma. Era la típica chica a la que todo el mundo le había vaticinado un futuro brillante, y el hecho de que ahora tuviera treinta y tres años, de que no fuera ni rica ni famosa y de que tampoco se hubiera casado —ni con un rico ni con nadie— preocupaba a sus viejas amigas de Djursholm.

—¿Qué te ha pasado, Gabriella? ¿Vas a ser poli el resto de tu vida?

La mayoría de las veces no tenía ganas de discutir ni de llamarles la atención sobre el hecho de que ella no era policía sino analista, ni de recordarles que había sido elegida a dedo por sus superiores y que, en la actualidad, escribía textos de mucho mayor calibre que los que en su día redactó en Asuntos Exteriores o durante sus veranos como editorialista de
Svenska Dagbladet
. Además, de todos modos no le estaba permitido hablar de casi nada de lo que hacía, así que mejor callarse y pasar por alto todas esas ridículas obsesiones por el estatus; lo único que podía hacer era aceptar que un empleo en la policía de seguridad se consideraba caer en lo más bajo entre sus amigos de la clase alta, y mucho más, claro está, entre sus amigos intelectuales.

A ojos de estos últimos, la Säpo no era más que una pandilla de zoquetes derechistas que perseguían a los kurdos y a los árabes por ocultos motivos racistas y que no se lo pensaban dos veces antes de cometer graves delitos y abusos jurídicos para proteger a viejos espías soviéticos. Y lo cierto era que sí; en alguna que otra ocasión, ella también había comulgado con esa opinión. En la organización aún existían la incompetencia y el predominio de unos valores poco sanos, y el asunto Zalachenko seguía siendo una enorme deshonra y vergüenza. Pero ésa no era toda la verdad: allí también se realizaba un trabajo interesante e importante, en especial ahora, después de toda la limpieza que habían hecho. A veces pensaba que era ahí, en la policía de seguridad, donde se gestaban las ideas más sugerentes o que, en cualquier caso, era ahí, y no en la redacción de los periódicos ni en las aulas de las universidades, donde mejor se entendía la profunda transformación que estaba teniendo lugar en el mundo. Pero no podía negar que a menudo se preguntaba: «¿Cómo acabé aquí y por qué sigo?».

Era muy probable que parte de la culpa la tuviera el hecho de haberse sentido halagada: nada más y nada menos que la recién ascendida jefa de la Säpo, Helena Kraft, había contactado con ella y le había dicho que la policía de seguridad, tras todos los escándalos y artículos difamatorios de los últimos tiempos, debía empezar a reclutar personal de otra manera. «Tenemos que planteárnoslo más al estilo británico —decía—, e intentar atraer a los auténticos talentos de las universidades; y sinceramente, Gabriella, no hay ninguna persona mejor que tú». Y no fue necesario más.

Gabriella entró como analista del contraespionaje y luego pasó al Departamento de Protección Industrial. Y aunque no resultaba la más apropiada para la tarea, porque era joven, y mujer, y encima guapa —una de esas bellezas que irradian bondad y afabilidad—, fue la elección más acertada en los restantes aspectos. La llamaban «niña de papá» y «niña pija», cosa que había creado cierta innecesaria fricción. Pero por lo demás fue un reclutamiento estelar: rápida, receptiva y con una forma de pensar original y creativa. Por si fuera poco, hablaba ruso.

Lo había aprendido paralelamente a los estudios que efectuó en la Escuela de Economía de Estocolmo, donde, como no podía ser de otro modo, fue una estudiante ejemplar, aunque en realidad nunca disfrutó mucho de la carrera. Soñaba con algo más que el mundo de los negocios, por lo que, después de graduarse, se presentó a las pruebas de ingreso de la Escuela Diplomática del Ministerio de Asuntos Exteriores. Y, claro, fue admitida. Pero tampoco allí se sentía lo suficientemente motivada. Los diplomáticos le parecían demasiado bien peinados y formales. Fue en esa fase de su vida cuando Helena Kraft se puso en contacto con ella. Ahora ya llevaba cinco años en la Säpo, y poco a poco la habían ido aceptando como la mujer inteligente y talentosa que era, si bien no siempre había sido fácil.

Ése, sin ir más lejos, había sido un día bastante complicado, y no sólo por el endemoniado tiempo. El director del departamento, Ragnar Olofsson, se había presentado en su despacho con cara de pocos amigos para comentarle, con excesiva antipatía, que no quería que fuera flirteando cuando salía en misión profesional.

—¿Flirteando? —preguntó Gabriella.

—Han llegado unas flores.

—¿Y eso es culpa mía?

—Pues sí, pienso que ahí tú tienes cierta responsabilidad. Debemos actuar de forma rigurosamente correcta cuando vamos a trabajar fuera. Representamos a una autoridad estatal altamente esencial.

—¡Estupendo, querido Ragnar! Siempre aprendo cosas de ti. Ahora por fin comprendo que es culpa mía que el director del Departamento de Investigación y Desarrollo de Ericsson sea incapaz de ver la diferencia que hay entre un trato cordial y un flirteo. Ahora por fin me has dejado claro que cuando ciertos hombres dan rienda suelta a sus fantasías de tal forma que ven una invitación sexual en una simple sonrisa, la responsabilidad es mía.

—No digas tonterías —soltó Ragnar para marcharse a continuación. Y ella se arrepintió.

Ese tipo de prontos rara vez conducían a nada bueno. Pero es que, ¡joder!, ya llevaba demasiado tiempo aguantando gilipolleces.

Había llegado la hora de no dejarse pisotear. Recogió a toda prisa su mesa con el fin de hacerle sitio a un informe del GCHQ, el Cuartel General de Comunicaciones del gobierno británico, que aún no le había dado tiempo a leer. Iba dirigido a las empresas de
software
europeas y ofrecía datos sobre el espionaje industrial ruso. Entonces sonó el teléfono. Era Helena Kraft, cosa que la animó, pues Helena nunca la llamaba para quejarse o expresar algún tipo de descontento, más bien al contrario.

—Voy a ir al grano —dijo Helena—. He recibido una llamada de Estados Unidos que posiblemente tenga un carácter urgente. ¿Puedes atenderla en tu teléfono Cisco? Hemos habilitado una línea segura.

—Sí, claro.

—Muy bien, quiero que me des tu opinión, que evalúes si hay algo ahí. Parece serio, pero la informante me da unas vibraciones extrañas. Por cierto, dice que te conoce.

—Pásamela.

Al otro lado estaba Alona Casales, de la NSA de Maryland, aunque Gabriella dudó un instante de que realmente fuera ella. La última vez que se vieron —en un congreso, en Washington D. C.— Alona era una carismática conferenciante experta en lo que ella llamaba con un ligero eufemismo inteligencia de señales, es decir,
hacking
. Después, ella y Gabriella pasaron un rato juntas tomando una copa. Gabriella se había quedado hechizada en contra de su voluntad. Alona fumaba puritos y poseía una voz profunda y sensual con la que le gustaba expresarse en contundentes frases, cortas y agudas, a menudo con connotaciones sexuales. Pero ahora, por teléfono, daba la impresión de haber abandonado esas ocurrentes y eficaces frases y de estar histérica, y había momentos en los que perdía el hilo, algo incomprensible en una mujer como ella.

Alona no se ponía nerviosa así como así, de modo que, por regla general, no tenía problemas para ceñirse a un tema concreto. Contaba cuarenta y ocho años de edad y era una mujer alta y sin pelos en la lengua, con un busto imponente y unos ojos pequeños e inteligentes que podían provocar inseguridad en cualquiera. A menudo parecía atravesar a las personas con la mirada, y nadie podía afirmar que manifestara un excesivo respeto hacia sus superiores. Ponía firme a quien hiciera falta, aunque se tratara del mismísimo ministro de Justicia en una de sus visitas, algo que constituía uno de los motivos por los que Ed the Ned se encontraba tan a gusto con ella. Ninguno de los dos se preocupaba especialmente por la posición de la gente. Era el talento lo que les interesaba, nada más, y por eso la jefa de la policía de seguridad de un país pequeño como Suecia era moco de pavo para Alona.

Y a pesar de ello, una vez realizados los habituales controles de seguridad para esa llamada, perdió los estribos por completo. Aunque en este caso la causa no tenía nada que ver con Helena Kraft, sino con el drama que en ese momento se acababa de desencadenar en la oficina. Bien era cierto que todo el mundo estaba acostumbrado a los arrebatos de cólera de Ed. Éste podía pegar gritos y dar feroces golpes en la mesa por detalles nimios, pero algo le decía a Gabriella que ahora la cosa había alcanzado unas cotas bien distintas.

El hombre parecía estar paralizado, y mientras Alona se hallaba ahí sentada intentando articular atropelladamente algunas confusas palabras por teléfono, los demás compañeros se congregaron alrededor de Ed y varios de ellos sacaron sus móviles; todos, sin excepción, dieron la impresión de estar conmocionados o, cuando menos, asustados. Pero Alona —por idiota, o quizá por estar demasiado conmocionada— ni colgó ni preguntó si podía volver a telefonear más tarde. Se limitó a aceptar la espera mientras le pasaban la llamada a otra línea para hablar con Gabriella Grane, esa encantadora y joven analista que había conocido en Washington y con la que intentó ligar desde el primer momento; y aunque no lo consiguió, Alona se había despedido de aquella sueca con una sensación de profundo bienestar.

—Hola, amiga —dijo—. ¿Cómo estás?

—Bueno, bien, gracias —contestó Gabriella—. Hace un tiempo horrible, pero por lo demás no me puedo quejar.

—Fue un encuentro bonito de verdad el que tuvimos la última vez, ¿a que sí?

—Desde luego, fue muy agradable, aunque el día siguiente me lo pasé de resaca. Pero supongo que no me llamas para invitarme a salir.

—No, por desgracia no. Te llamo porque hemos detectado una seria amenaza contra un investigador sueco.

—¿Quién?

—Hemos tenido durante mucho tiempo grandes dificultades para intentar interpretar la información o para, por lo menos, saber de qué país se trataba. Sólo usaban vagas expresiones codificadas, y gran parte de la comunicación estaba cifrada y resultaba imposible de descifrar; pero aun así, como suele pasar, con la ayuda de las pequeñas piezas del puzle, al final… ¡Joder! ¿Qué…?

—¿Perdón?

—¡Espera un minuto!

El ordenador de Alona parpadeó. Luego se apagó por completo y, por lo que pudo entender, lo mismo pasó en toda la oficina. Durante unos segundos no supo qué hacer. Decidió continuar con la conversación, al menos de momento; quizá se tratara sólo de una avería eléctrica, aunque la iluminación no se había visto afectada.

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