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Authors: David Lagercrantz

Tags: #Novela, #Policial

Lo que no te mata te hace más fuerte (13 page)

BOOK: Lo que no te mata te hace más fuerte
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Ella no era ninguna adolescente que tuviera las hormonas revolucionadas, ninguna idiota en busca de sensaciones fuertes que quisiera lucirse. Si se iba a lanzar a semejante y arriesgada jugada se debía a que quería algo muy concreto, aunque era verdad que en su día la intrusión informática había sido más que una mera herramienta para ella. Durante los peores momentos de su infancia, había sido su forma de huir y de hacer que la vida le resultara un poco menos claustrofóbica. Con la ayuda de los ordenadores había podido derribar las murallas y las barreras que se construyeron para encerrarla y, de ese modo, experimentar episodios de libertad. Seguro que algo de eso aún persistía.

Pero ante todo estaba de caza. Lo estaba desde que se había despertado aquella madrugada de ese sueño en el que un puño golpeaba rítmica y constantemente un colchón en la vieja casa de Lundagatan. Y nadie podía decir que la caza fuera fácil. Los enemigos se escondían detrás de cortinas de humo; tal vez por eso Lisbeth Salander se había mostrado inusualmente difícil y seca en los últimos tiempos. Era como si una nueva oscuridad emanara de ella y, aparte de a un corpulento y gritón entrenador de boxeo llamado Obinze y a dos o tres amantes de ambos sexos, apenas veía a nadie. Siempre parecía estar de mala leche, pero ahora más que nunca. Tenía el pelo enmarañado y la mirada oscura y, aunque a veces lo intentaba, las frases corteses y amables seguían sin ser lo suyo.

Decía verdades, o nada de nada, y su piso de Fiskargatan… Bueno, eso era un capítulo aparte. Era lo bastante amplio como para albergar a una familia de siete niños y, a pesar de que llevaba años allí, no lo había decorado ni hecho el más mínimo esfuerzo para que resultara acogedor. Repartidos a diestro y siniestro, como por azar, había unos muebles de Ikea. Ni siquiera poseía un equipo de música. Quizá se debiera a que, en parte, no entendía la música: veía más música en una ecuación diferencial que en una obra de Beethoven. Y a pesar de eso era más rica que un jeque árabe. El dinero que en su día le robó a ese sinvergüenza llamado Hans-Erik Wennerström había crecido hasta alcanzar unos cinco mil millones de coronas. Sin embargo, la riqueza no había dejado huella alguna en su personalidad —algo muy típico en ella, por otra parte—, con la excepción, quizá, de que la seguridad económica la había hecho aún más audaz. Al menos, ésa era la sensación que daba últimamente, a juzgar por esas ideas cada vez más drásticas que se le ocurrían, como romperle los dedos a un violador o meterse en la intranet de la NSA.

Sin lugar a dudas, en esta última acción se había excedido, había traspasado el límite. Pero ella lo consideraba necesario. Pasó un buen número de días, con sus correspondientes noches, absorta por completo en ello y olvidándose de todo lo demás. Ahora contemplaba con ojos fatigados y entornados sus dos mesas de trabajo, colocadas en ele. En ellas estaba todo su equipo: su ordenador habitual y otro ordenador que había comprado, que le serviría de prueba porque le había instalado una copia del servidor y del sistema operativo de la NSA.

Luego atacó el ordenador de prueba con el programa
fuzzing
, especialmente diseñado por ella, que buscaba defectos y agujeros en la plataforma. Después lo completó con ataques de
debugging
,
black box
y
beta
. El resultado que obtuvo constituyó la base de su
spyware
, su RAT, por lo que sabía que el trabajo estaba bien hecho y que no había descuidado ningún punto. Ese ordenador permitió analizar el sistema de arriba abajo; por eso, evidentemente, instaló en él una copia del servidor de la NSA. Si se hubiera echado encima de la verdadera plataforma desde el principio, los técnicos de la NSA lo habrían advertido enseguida y habrían tomado medidas, y entonces todo se habría acabado.

Teniéndolo todo en casa podía continuar trabajando sin que nadie la molestara, día tras día, sin dormir ni comer mucho; si en alguna rara ocasión se le ocurría abandonar su puesto frente al ordenador era para echar una cabezadita en el sofá o para calentarse una pizza en el microondas. Quitando esos momentos, ahí estuvo, al pie del cañón, trabajando como una bestia, con los ojos inyectados en sangre, en especial con su Zeroday Exploit, el
software
que intentaba detectar agujeros de seguridad desconocidos y que elevaría su estatus una vez dentro. La verdad era que todo aquello resultaba demencial.

Lisbeth diseñó un programa que no sólo le otorgaba control sobre el sistema, sino también la posibilidad de dirigir a distancia cualquier cosa que se hallara dentro de una intranet de la que ella apenas poseía unos conocimientos muy básicos, y eso era en verdad lo más absurdo de todo.

No sólo iba a meterse en la NSA, sino que también pretendía continuar avanzando una vez dentro, hasta la NSANet, que constituía un universo propio y que apenas estaba conectada con la red normal. Tal vez Lisbeth Salander aparentara ser una adolescente que había suspendido todas las asignaturas, pero cuando se trataba de los códigos fuente de un programa informático y de las relaciones lógicas en general, su cerebro reaccionaba de inmediato y hacía clic, clic… Creó un programa espía completamente nuevo y de una extraordinaria sofisticación, un virus que tenía vida propia, independiente; y cuando por fin se sintió satisfecha de ese programa, llegó la siguiente fase de su trabajo, la fase en la que había que dejar de jugar en su casita y atacar de verdad.

Por eso sacó una tarjeta de prepago —de la compañía T-Mobile— que había comprado en Berlín y la introdujo en su teléfono. Luego se conectó a través de ella, aunque quizá debería haberlo hecho en otro lugar, lejos, en la otra punta del mundo, y tal vez disfrazada de su otra identidad: Irene Nesser.

Si los chicos de seguridad de la NSA hacían su trabajo con verdadero celo y eran competentes, podrían, como mucho, rastrearla hasta la estación base de Telenor de su barrio. Nunca serían capaces de ir más allá, al menos por el camino tecnológico. Ahora bien, que pudieran llegar hasta ahí tampoco era muy positivo, como es evidente. Pese a ello, le pareció que las ventajas de estar en casa pesaban más y, además, tomó todas las medidas de precaución que pudo. Como tantos otros
hackers
, usaba Tor. Pero también sabía que en este caso ni siquiera Tor era seguro, pues la NSA usaba un programa llamado
Egotistical Giraffe
para forzar el sistema. Por eso trabajó durante mucho tiempo para incrementar aún más su protección personal, y no procedió al ataque hasta haber terminado esa última fase.

Entró en la plataforma con la facilidad con que se corta una hoja de papel. Pero no había que lanzar las campanas al vuelo; ahora debía apresurarse al máximo para encontrar a aquellos administradores de sistemas cuyos nombres le habían pasado e inyectar su programa espía en alguno de sus archivos, y luego crear un puente entre la red del servidor y la intranet, una operación nada sencilla, en absoluto. Mientras tanto, tenía que estar atenta a que no se activara ninguna alarma o ningún programa antivirus. Al final eligió a un tipo que se llamaba Tom Breckinridge, usurpó su identidad para entrar en la NSANet, y… todos y cada uno de los músculos de su cuerpo se tensaron. Ante sus ojos, sus agotados y extenuados ojos, se hizo la magia.

Su programa espía la adentró en lo más secreto de lo secreto. Por supuesto, ella sabía exactamente adónde iba. Quería llegar hasta el
Active Directory
o hasta el sitio correspondiente para poder elevar su estatus. De ser una pequeña y non grata intrusa pasó a ser una superusuaria de aquel hormigueante universo. Una vez logrado eso, empezó a intentar hacerse con una visión general del sistema, lo que no resultaba nada fácil. Más bien era imposible, y tampoco disponía de mucho tiempo.

La situación apremiaba, y mucho, y Lisbeth se esforzaba al máximo en intentar comprender el sistema de búsquedas, los códigos, y las expresiones, y las referencias…, toda la jerga interna. Estaba a punto de darse por vencida cuando, de sopetón, se topó con un documento clasificado como Top Secret NOFORN —
No foreign distribution
—, que por sí solo no constituía ningún documento especial pero que unido a un par de enlaces de comunicación entre Zigmund Eckerwald, de Solifon, y unos ciberagentes del Departamento de Vigilancia de Tecnologías Estratégicas de la NSA se convirtió en pura dinamita. Una sonrisa se dibujó en los labios de Lisbeth Salander. Memorizó su contenido, hasta el más mínimo detalle y, de pronto, empezó a escupir palabrotas al ver otro documento que parecía tener relación con el mismo asunto. Pero estaba encriptado. Así que no veía más salida que copiarlo, algo que sin duda haría saltar las alarmas de Fort Meade.

La situación empezaba a ser urgente, pensó; por si fuera poco, tenía que realizar lo que era su encargo oficial, si es que «oficial» era una palabra adecuada en ese contexto. Les había jurado solemnemente a Plague y al resto de los miembros de
Hacker Republic
que dejaría a los de la NSA con el culo al aire y que les pegaría una patada para bajarles los humos, y por eso necesitaba saber con quién debía establecer contacto. ¿Quién sería el destinatario de su mensaje?

Eligió a Edwin Needham, Ed the Ned, porque en cuestiones de seguridad su nombre aparecía por doquier y porque cuando, a toda prisa, buscó más información sobre su persona en la intranet le invadió, muy a su pesar, cierto respeto. Ed the Ned era una estrella. Sin embargo, ahora ella había sido la más lista. Por un segundo le dio reparo darse a conocer.

El ataque crearía un pandemónium, justo lo que quería. Así que siguió adelante. No tenía ni idea de la hora que era; podía ser de noche o de día, otoño o primavera. Sólo de forma muy vaga, muy en el fondo de su conciencia, intuyó que la tormenta de afuera había arreciado, como si el tiempo estuviera sincronizado con su golpe. Lejos de allí, en Maryland, a no demasiada distancia del famoso cruce de Baltimore Parkway con Maryland Route 32, Ed the Ned empezó a redactar un correo.

No pudo continuar mucho más, porque al momento ella asumió el control y escribió la frase: «El que vigila al pueblo acaba siendo vigilado por el pueblo. Hay una fundamental lógica democrática en ello» y, por un instante, esas frases le resultaron acertadísimas, una genial ocurrencia. Saboreó el ardoroso dulzor de la venganza y, acto seguido, se llevó a Ed the Ned de viaje por el sistema. Bailaron y volaron por todo un mundo de información que había que mantener oculto y en secreto a cualquier precio.

Una experiencia vertiginosa, sin duda, pero aun así… Cuando ella se desconectó y todos sus archivos se borraron automáticamente llegó la resaca. Fue como la sensación que se produce después de haber tenido un orgasmo con la pareja equivocada, y esas frases que hacía un minuto se le habían antojado tan acertadas sonaron cada vez más infantiles y ridículas, a típicas tonterías de
hacker
. Y de repente le entraron unas irreprimibles ganas de emborracharse, sólo eso, nada más. Arrastrando los pies con pasos cansados, se dirigió a la cocina a por una botella de Tullamore Dew y un par de cervezas para bajarlo, y luego se sentó delante de sus ordenadores y se puso a beber. No para celebrarlo, en absoluto. Ya no le quedaban sentimientos triunfales en el cuerpo. Más bien se trataba de…, sí, ¿de qué? Rebeldía tal vez.

No paraba de beber mientras oía cómo aullaba el viento y las felicitaciones de
Hacker Republic
no cesaban de entrar. Pero nada de eso la afectaba ya. Apenas conseguía mantenerse erguida. De pronto, con un movimiento veloz, barrió con la mano la superficie de las mesas y contempló con indiferencia cómo botellas y ceniceros salían volando y caían al suelo. Luego pensó en Mikael Blomkvist.

La culpa la tenía, sin ninguna duda, el alcohol. Blomkvist solía acudir a su mente cuando estaba borracha; es lo que tienen los antiguos amantes cuando nos tomamos una copa de más. Y, sin apenas ser consciente de lo que hacía, entró en el ordenador de Mikael Blomkvist, que no era precisamente el de la NSA: hacía ya mucho que tenía un atajo para llegar a él. En un principio se preguntó qué diablos pintaba allí.

Ella pasaba de él, ¿a que sí? Era ya historia, un idiota de cierto atractivo del que se enamoró un día por casualidad, un error que no pensaba repetir. No, en realidad debería apagar el ordenador y no volver a dirigir la mirada a su pantalla en un par de semanas. Pese a ello, no pudo resistirse a permanecer un poco más dentro del servidor de Mikael Blomkvist. Al segundo, su cara se iluminó: Kalle Blomkvist de los Cojones había creado un archivo que se llamaba
El cajón de Lisbeth
, y en el documento que estaba dentro le formulaba una pregunta:

¿Qué hay que creer respecto a la Inteligencia Artificial de Frans Balder?

A pesar de todo, no pudo evitar sonreír ligeramente; en parte, quizá, debido a Frans Balder.

Aquel tipo pertenecía a esa clase de tarados informáticos que a ella le gustaban, un tipo obsesionado con los códigos fuente, con los procesos cuánticos y con las posibilidades de la lógica. Pero lo que sobre todo la hizo sonreír fue el hecho de que Mikael Blomkvist, por pura casualidad, se hallara metido en el mismo asunto que ella; y aunque estuvo un buen rato considerando la posibilidad de desconectarse e irse a la cama, al final decidió contestar:

La inteligencia de Balder no es nada artificial. Y la tuya, ¿cómo va últimamente?
¿Y qué pasaría, Blomkvist, si creáramos una máquina que fuera un poco más inteligente que nosotros mismos?

Luego entró en uno de sus muchos dormitorios y se desplomó sobre la cama con la ropa puesta.

Capítulo 7

20 de noviembre

Algo más había sucedido en el periódico, algo malo. Pero Erika no quería dar detalles por teléfono. Insistió en ir a casa de Mikael, que intentó disuadirla:

—¡Te vas a congelar ese culo tan bonito que tienes!

Erika no le hizo caso, y Mikael, si no hubiera sido por lo que percibió en su tono de voz, se habría alegrado de su insistencia. Desde que había abandonado la redacción estaba ansioso por hablar con ella, y quizá también por llevarla al dormitorio y arrancarle la ropa. Pero algo le decía que no era el momento. Erika sonaba alterada y murmuró un «perdón» que descolocó e inquietó aún más a Mikael.

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