Pero, poco antes de cruzar la meta de los cincuenta años, había mostrado los primeros síntomas del cáncer de estómago que se lo llevaría antes de dos meses.
Su hijo mayor, Joseph B. Rockford III, lo sucedió muy joven en la dirección del vasto imperio. Su primer y único acto de mando fue eliminar de su nombre el molesto apéndice de números romanos. No teniendo metas económicas que alcanzar y pudiendo permitirse cualquier lujo, Joseph B. Rockford llevaba una existencia privada de objetivos.
La homónima fundación de la familia había sido una idea de su hermana Lara. La institución se proponía asegurar alimentos, un techo, adecuados cuidados médicos y una buena educación a niños menos afortunados de lo que lo habían sido ella y su hermano. A la Fundación Rockford se destinó en seguida la mitad del patrimonio familiar. A pesar de la generosidad de esta disposición, según los cálculos de sus consultores, los Rockford vivirían en la abundancia durante al menos un siglo más.
Lara Rockford tenía treinta y siete años y a los treinta y dos se había salvado milagrosamente de un pavoroso accidente de coche. Su hermano Joseph tenía cuarenta y nueve. El cáncer de estómago que había acabado primero con el abuelo y luego con el padre también se había manifestado en él apenas once meses antes.
Desde hacía treinta y cuatro días, Joseph B. Rockford estaba en coma, a la espera de morir.
Mila escuchó cuidadosamente la exposición de Stern mientras el coche eléctrico en el que viajaban renqueaba por las irregularidades del terreno. Estaban siguiendo una senda que debía de haberse formado en aquellos dos días, a causa del continuo paso de vehículos como ése.
Después de una media hora divisaron el perímetro del tercer sitio. Mila reconoció de lejos las industriosas batas blancas que animaban cada escena del crimen. Aun antes de llegar a ver con sus propios ojos el espectáculo que Albert había preparado esta vez para ellos, fue precisamente esa visión lo que más la afectó.
Los especialistas en pleno trabajo eran más de un centenar.
Una lluvia llorosa caía sin piedad alguna. Mientras se abría paso entre los empleados absortos en remover grandes cantidades de tierra, Mila se sentía mal. A medida que los huesos iban saliendo a la superficie, alguien iba catalogándolos y metiéndolos en sobres transparentes sobre los que se adhería una etiqueta, para luego ser introducidos en las cajas correspondientes.
En una de ellas, Mila contó al menos unos treinta fémures. En otra, diez caderas.
Stern se dirigió a Goran.
—La niña fue encontrada más o menos allí…
Señaló una zona vallada, cubierta por unos plásticos para preservarla de la intemperie. En el suelo destacaba una silueta del cuerpo realizada con látex. La línea blanca reproducía el contorno. Pero sin el brazo izquierdo.
Sabine.
—Estaba tendida en la hierba, en avanzado estado de descomposición. Ha quedado expuesta durante demasiado tiempo como para que los animales no olfatearan su presencia.
—¿Quién la encontró?
—Uno de los monteros que vigila la finca.
—¿Habéis empezado a excavar en seguida?
—Primero hemos traído a los perros, pero no olieron nada. Luego hemos sobrevolado la zona con un helicóptero para ver si había desigualdades evidentes en la disposición del terreno, y nos hemos percatado de que alrededor del punto en que ha sido hallado el cuerpo la vegetación era diferente. Hemos enseñado las fotos a un botánico y nos ha confirmado que las variaciones podían indicar que había algo enterrado debajo.
Mila ya había oído hablar de ello: técnicas parecidas fueron usadas en Bosnia para encontrar las fosas comunes que contenían a las víctimas de la limpieza étnica. La presencia de cuerpos en el subsuelo tiene efectos sobre la vegetación, porque el terreno se enriquece con las sustancias orgánicas derivadas de la descomposición.
Goran miró a su alrededor.
—¿Cuántos serán?
—Treinta, cuarenta cuerpos, quién puede decirlo…
—¿Y cuánto tiempo hace que se encuentran ahí debajo?
—Hemos hallado huesos muy viejos, otros parecen más recientes.
—¿A quiénes pertenecieron?
—Varones. La mayoría jóvenes, entre los dieciséis y los veintidós, veintitrés años. El análisis dental lo ha confirmado en bastantes casos.
—Algo para hacer olvidar cualquier precedente —comentó el criminólogo, que ya pensaba en las consecuencias cuando aquella historia se supiera—. Roche no creerá en absoluto que puede enterrar el asunto, ¿verdad? Con toda la gente que hay por aquí…
—No, el inspector jefe sólo está tratando de posponer el anuncio hasta que todo se aclare.
—Y eso porque todavía nadie se explica qué hace una fosa común en la bonita finca de los Rockford. —Lo dijo con un punto de indignación que no se le escapó a ninguno de los presentes—. Aunque yo creo que nuestro inspector jefe ya se ha hecho una idea… ¿Y vosotros?
Stern no sabía qué responder. Tampoco Boris, ni Rosa. —Stern, por curiosidad… ¿El hallazgo ha ocurrido antes o después de que se anunciara la recompensa? El agente admitió con un hilo de voz:
—Antes.
—Lo sospechaba.
Cuando regresaron a las cuadras, encontraron a Roche esperándolos junto al vehículo del Departamento con el que había llegado. Goran bajó del coche eléctrico y fue a su encuentro con aire decidido.
—Así, ¿todavía debo ocuparme yo de esta investigación?
—¡Por supuesto! ¿Qué crees, que ha sido fácil para mí mantenerte fuera?
—Fácil no, puesto que, en todo caso, lo he descubierto. Pero sí diría que ha sido
conveniente
.
—¿A qué te refieres?
El inspector jefe empezaba a mosquearse.
—Que yo ya habría señalado al responsable.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de su identidad?
—Porque si tú no hubieras pensado también que es Rockford el verdadero artífice de todo esto, no te hubieras molestado tanto en mantener esta historia en secreto.
Roche lo cogió por un brazo.
—Escucha, Goran, tú piensas que esto es sólo cosa mía. Pero no es así, créeme. Hay tanta presión desde arriba que ni puedes imaginártelo.
—¿A quién intentas encubrir? ¿Cuánta gente está implicada en esta mierda?
Roche se volvió y le hizo una seña al chofer para que se alejara. Después se dirigió de nuevo al equipo.
—Está bien, dejemos las cosas claras de una vez… Siento náuseas cuando pienso en esta historia. Y no tengo que amenazaros para que mantengáis la boca cerrada porque, si se os escapara una sola palabra, perderíais todo lo que tenéis en un instante. Adiós carrera y pensión de jubilación. Y lo mismo me sucedería a mí.
—Entendido… Ahora, ¿qué hay detrás de todo esto? —insistió Goran.
—Joseph B. Rockford no ha salido de esta casa desde que nació.
—¿Cómo es posible? —preguntó Boris—. ¿Nunca?
—Nunca —confirmó Roche—. Parece que al principio era una obsesión de su madre, la antigua reina de la belleza. Lo alimentó con un amor morboso, impidiéndole vivir su infancia y su adolescencia con normalidad.
—Pero cuando ella murió… —probó a objetar Sarah Rosa.
—Cuando ella murió ya era demasiado tarde: aquel chico no era capaz de establecer el más mínimo contacto humano. Hasta entonces sólo había estado rodeado de personas respetuosas, al servicio de su familia. Además, pesaba sobre él la llamada maldición de los Rockford. Es decir, el hecho de que todos los herederos varones morían alrededor de los cincuenta años por un cáncer de estómago.
—Quizá su madre trataba inconscientemente de salvarlo de ese destino —aventuró Goran.
—¿Y su hermana? —preguntó Mila.
—Una rebelde —respondió Roche—. Más pequeña que él, fue capaz de evitar a tiempo las fijaciones maternas. Luego ha hecho con su vida lo que le ha dado la gana: ha visto mundo, despilfarrando su fortuna, consumiéndose en las relaciones más improbables y probando todo tipo de drogas y experiencias. Todo para parecer diferente del hermano prisionero de este lugar… Hasta que el accidente de tráfico de hace cinco años la obligó a permanecer prácticamente encerrada junto a él en esta casa.
—Joseph B. Rockford es homosexual —dijo Goran.
—Sí, lo es… —asintió Roche—. Y nos lo dicen también los cadáveres hallados en la fosa común. Todos en la flor de la vida.
—¿Por qué matarlos, entonces? —preguntó Sarah Rosa.
Fue Goran el que contestó. Lo había visto otras veces.
—El inspector jefe me corregirá si me equivoco, pero creo que Rockford no aceptaba ser como era. O quizá, cuando era joven, alguien descubrió sus preferencias sexuales y no se lo perdonó nunca.
Todos pensaron en la madre, aunque nadie la nombró.
—Así que, cada vez que repetía el acto, experimentaba un sentimiento de culpa. Pero en lugar de castigarse a sí mismo, castigaba a sus amantes… con la muerte —concluyó Mila.
—Los cadáveres están en la finca y él no se ha movido nunca de este lugar —dijo Goran—. Entonces, los mató aquí. ¿Es posible que nadie (el servicio, los jardineros, los monteros) se diera cuenta de nada?
Roche tenía una respuesta, pero dejó que los demás la intuyeran.
—No puedo creerlo —afirmó Boris—. ¡Los sobornó!
—Ha comprado su silencio durante todos estos años —añadió Stern, asqueado.
«¿Cuánto cuesta el alma de un hombre?» pensó Mila. Porque en el fondo se trataba de eso. Un ser humano descubre que posee una personalidad malvada, que sólo experimenta placer a través del asesinato de sus semejantes. Para él existe un nombre: asesino o asesino en serie. Pero los demás, los que están a su alrededor y no impiden todo eso, sino que, más bien, incluso sacan provecho de ello, ¿cómo pueden definirse?
—¿De qué manera conseguía atraer a los chicos? —preguntó Goran.
—Aún no lo sabemos. Hemos emitido una orden de captura para su secretario personal, que, desde que fue hallado el cuerpo de la niña, se ha desvanecido en la nada.
—¿Y con el resto del personal qué haréis?
—Estoy esperando hasta que aclaremos si han cobrado dinero o no y cuánto sabían.
—Pero Rockford no se ha limitado a corromper a los que tenía a su alrededor, ¿verdad?
Goran leyó el pensamiento de Roche, que admitió:
—Hace algunos años, un policía sospechó de él: estaba investigando la desaparición de un adolescente que se había escapado de casa y había atracado unos grandes almacenes. Su pista lo llevó hasta aquí. En ese momento, Rockford se puso en contacto con amigos poderosos y el oficial fue trasladado… En otra ocasión, una pareja se metió por el camino que bordea el muro que rodea la finca. Vieron a alguien que saltaba: era un chico semidesnudo, herido en una pierna y en estado de
shock
. Lo subieron al coche y lo llevaron a un hospital. Pero sólo permaneció unas horas allí: alguien fue a buscarlo diciendo que era policía. Desde entonces no se ha sabido nada más del chico. Los médicos y las enfermeras fueron silenciados con abundantes cifras. La pareja del coche eran amantes, así que bastó la amenaza de contárselo todo a sus correspondientes cónyuges.
—Es terrible —dijo Mila.
—Lo sé.
—¿Y de la hermana qué puede decirnos?
—Creo que Lara Rockford no está muy bien de la cabeza. El accidente de tráfico la dejó realmente mal. Ocurrió no muy lejos de aquí. Lo hizo todo sola: se salió de la carretera y se estrelló contra una encina.
—En cualquier caso, deberíamos hablar con ella, y también con Rockford —afirmó Goran—. Probablemente ese hombre sabe quién es Albert.
—¿Cómo diablos vas a hablar con él? ¡Está en coma irreversible!
—Entonces, ¡se ha burlado de nosotros con su tumor! —Boris era una máscara de rabia—. ¡No sólo no puede sernos de ninguna ayuda, sino que además no pasará un solo día en la cárcel por lo que ha hecho!
—Ah, no, te equivocas —dijo Roche—. Si existe un infierno, es allí donde lo están esperando. Pero se está yendo muy lenta y dolorosamente: es alérgico a la morfina, el muy bastardo, por lo que no pueden calmar su sufrimiento.
—Entonces ¿por qué lo mantienen aún con vida?
Roche sonrió con ironía, levantando las cejas:
—Es su hermana quien quiere que sea así.
El interior de la casa de los Rockford hacía pensar en un castillo. Los mármoles negros dominaban la arquitectura de los espacios, sus vetas se apoderaban de toda la luz. Pesados cortinajes de terciopelo oscurecían las ventanas. Los cuadros y los tapices generalmente reproducían escenas bucólicas o de caza, y del techo colgaba una enorme araña de cristal.
Mila notó una sensación de frío intenso en cuanto traspasó el umbral. Por muy lujosa que fuera aquella casa, estaba dominada por una atmósfera decadente. Si uno prestaba atención, podía oír el eco de silencios pasados, sedimentados en el tiempo hasta constituir aquella quietud granítica y perentoria.
Lara Rockford había «accedido a recibirlos». Sabía bien que no podría evitarlo, pero haber hecho que les dijeran esa frase era indicativo del tipo de persona con la que se encontrarían.
Los esperaba en la biblioteca. Mila, Goran y Boris la interrogarían.
Mila la vio de perfil, sentada en un sofá de cuero, el brazo describiendo una elegante parábola mientras se llevaba a los labios un cigarrillo. Era muy hermosa. A distancia todos quedaron cautivados por la leve curva de su frente, que descendía a lo largo de una nariz sutil hasta una boca carnosa. El ojo, de un verde intenso, magnético, enmarcado por unas largas pestañas.
Pero cuando llegaron a su altura y la vieron de frente, quedaron desconcertados a la vista de la otra mitad de su cara. Estaba devastada por una enorme cicatriz que, partiendo del nacimiento del pelo, continuaba excavándole la frente para luego hundirse en una órbita vacía y precipitarse como el surco de una lágrima, para terminar por fin bajo el mentón.
Mila reparó también en la pierna rígida, que por mucho que estuviera cruzada por debajo de la otra no podía esconder por completo. Junto a ella, Lara tenía un libro. Estaba boca abajo y no se veían ni el título ni el autor.
—Buenos días —los recibió—. ¿A qué debo su visita?
No los invitó a sentarse. Se quedaron de pie sobre la gran alfombra que casi cubría la mitad de la habitación.
—Querríamos hacerle algunas preguntas —dijo Goran—. Si es posible, naturalmente…
—Por supuesto, los escucho.
Lara Rockford apagó lo que quedaba del cigarrillo en un cenicero de alabastro. Luego cogió otro del paquete que tenía en el regazo dentro de un estuche de piel, junto a un mechero de oro. Mientras lo encendía, sus dedos temblaron imperceptiblemente.