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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

Los Altísimos (13 page)

BOOK: Los Altísimos
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Me tiendo sobre el césped aterciopelado. Rumor de brisa entre las hojas. Piar de pájaros. Pero arriba, a poca distancia, atraviesa una calle plástica bordeada de jardines. Y a través del paisaje selvático aparecen los bellos edificios. Una perfecta amalgama entre la naturaleza y la obra del hombre: el rascacielos y la selva. Los cronnios gozan con los contrastes. Pronto me duermo.

—¿Nadie viene aquí?

—Únicamente después de las horas de trabajo.

—¿Y los niños?

—Las grandes ciudades son para mayores.

—¡Ah!

—¿Quieres darte una zambullida antes de almorzar?

El agua me sienta bien. Me devuelve los ánimos. Hasta me pongo optimista. Con lo que podría esperarse de la moda cronnia, los trajes de baño son discretos. Pero en las proximidades dos mujeres y una pareja se bañan desnudos. Chapalean sin gran alborozo. A pesar de todo el parque es solitario.

Tendría que bajar toda la ciudad para que se mostrara poblado.

Almorzamos recostados en el pasto. ¿Qué hay tras tanta belleza y comodidad? Salta la interrogante de tarde en tarde. Entonces todo parece ponerse el acecho. Miro a la cronnia. Como siempre, está cerca pero lejana. Sonríe a veces. Otras, me observa pensativa.

—¿Quién construyó todo esto, A.?

—¿Qué cosas?

—Los anillos.

—Son naturales, que yo sepa.

—¿Tan simétricos? ¿Con ese techo transparente?

—Hubo una raza antiquísima que los trabajó y les dio su forma actual.

—¿Los primitivos pobladores de Cronn?

—Sí: la raza de titanes de la que te habló L. —asiente con lentitud.

—¿Cuál es tu trabajo?

—Inspectora.

Cada vez que ocurre un caso de percepción extrasensorial A. u otra inspectora acude al lugar del hecho. Verifica y toma nota de todos los fenómenos externos que pudieron influir en la percepción: calor, presión atmosférica, luminosidad, magnetismo, etc. Además, hace una especie de reconstrucción de la escena. Es una labor de tipo estadístico. Los datos así reunidos los envía al laboratorio. Tampoco se explaya mucho sobre la naturaleza de tales investigaciones. Sólo me explica que en Cronn se efectúan importantes trabajos en ese campo. Por lo demás sus actividades son de carácter rutinario. Las desarrolla dentro de un sector que comprende tres ciudades del primer anillo, que incluye Ernn y Dnak.

—¿Qué hacías en el pueblo?

—Cuando dispongo de ratos libres me agrada ir a los continentes.

—¿Te gusta tu trabajo?

Hace un gesto de indiferencia.

—Tengo condiciones para él.

—¿No te agradaría criar niños, por ejemplo?

—No. —Su tono se endurece instantáneamente.

—Por lo visto las cronnias tienen poco desarrollado el instinto maternal.

—No creas. No sólo los niños lo necesitan. Somos muy maternales con los mayores.

—No conmigo.

—Tú eres un niño todavía. Deberían introducirte en una incubadora por algunos años más.

La brisa inquieta las hojas y el agua. Arriba flota la calle. Más arriba, el cielo translúcido. Tras él: la envoltura de la subtierra. A veces, rumores de voces en las cercanías. Risas ahogadas. Los cronnios se hacen el amor en contacto con la naturaleza. Es decir, conviven.

En la galería A. echa la cesta y demás adminículos en un recuperador.

—¿Existen policías aquí?

—No. Únicamente la autoridad central.

—¿Qué es ella?

—Esta tarde te llevaré a un Museo. Ahí conocerás todo eso.

Un reducido número de personas marcha por el pasaje. Todo fosforece con una tonalidad rojiza.

Las personas, a lo lejos, adquieren rasgos demoníacos. La cinta transportadora avanza veloz con su cargamento humano. Se detiene. A. se nota triste.

—¿Qué te sucede?

Está a punto de decir algo. Se arrepiente.

—Nada.

—Mientes. Te reprimes conmigo.

—Menos mal que lo puedo hacer.

Escaso público en el transportador. Nos separamos un poco del grupo para continuar nuestro diálogo.

—A., no me dejes. Yo creo que tú y yo podríamos…

—No podríamos —me interrumpe, en voz muy queda.

—¿No significo nada para ti?

—Si fuese así no haría lo que estoy haciendo.

—¿Por qué te vas entonces?

—Porque Cronn no es la Tierra.

—¿No hay ninguna manera para que un hombre y una mujer puedan vivir juntos?

—Ninguna. Nuestras leyes prohíben la convivencia por períodos largos. Toda persona que ve una pareja por más de veinticinco horas debe dar la alarma. Es una obligación.

—¿Por qué?

—No me hagas explicarte esas cosas. Poco a poco lo comprenderás. Cronn es miles de años más evolucionado que la Tierra.

Ciertas instituciones desaparecen con el progreso. En especial aquellas que generan intimidad.

Me insta a caminar por la cinta hasta que alcanzamos al resto del público.

—¿Y si un hombre se enamora de una mujer?

—En Cronn nadie se enamora.

—No es cierto.

—¿Por qué habría de mentirte?

—Para alejarme. Podrías ser franca. Decirme: no me gustas. Me has inspirado lástima, y por eso te ayudo. Nada más.

Me mira con aire regañón.

—Si así fuese no te quedaría otra alternativa que aceptar, ¿verdad?

Me pide silencio. Nos encontramos rodeados de personas. En lugar de dirigirse al parque toma el pasaje que conduce a un edificio. Antes de llegar a los ascensores se detiene, y me cuchichea:

—Cuando me haya ido, recorre la ciudad. Trata de andar apurado, como si fueses a hacer algo. Si te cansas vas al parque o te encierras en un edificio.

Me da la dirección del Museo. Allí nos juntaremos.

—Cualquiera cosa que te ocurra procede con naturalidad. Nadie te va a tomar preso para interrogarte.

De pronto, con un impulso repentino, me echa los brazos al cuello y me besa. Tiembla. Antes que pueda reponerme entra en un ascensor. Espero el próximo vehículo. Cada vez me siento más sólo.

I. Creo ver visiones. La esbelta cronnia me espera a la salida del edificio.

—Qué tal, vigía —me saluda, con un tonillo gatuno.

Aparento tranquilidad. Si bien me sorprende, nada temo de la mujer.

—¿Cómo me encontró?

Sonríe con dulzura.

—¡Vaya! El llamado de anoche de su amiga A. quedó registrado. ¿No sabe que todos los llamados se graban? En la mañana llamé al departamento de A. y vi que estaba durmiendo. ¡No quise despertarla!

Me toma de un brazo, y me hace avanzar por la calle. Me invade una leve inquietud.

—Tengo que hacer. Acompáñeme un rato. Usted está con permiso médico, así es que tiene tiempo, ¿verdad?

Procede con su desenvoltura de costumbre. Todo lo hace al desgaire, como si no hubiese nada de importancia en el mundo.

—¿Y qué hizo cuando averiguó que mi amiga estaba en el departamento?

—Me di un buen baño. Pero me sentía un poco molesta. Me acordé que usted me había dejado plantada anoche. Recién bañada y todo. Me fui donde su amiga y la seguí. La vi junto con usted.

Tomé el mismo «subte». Dnak está dentro de mi sector. Y aquí me tiene.

—¿Y?

—La ley dice que es de mal gusto que un cronnio se junte dos noches seguidas con una morena.

Y menos con la misma. Así es que esta noche tendrá que dedicársela a la pobre I.

—¿Y si tengo otro compromiso?

—Siempre que no sea con A. tendré que conformarme. Aunque reconozco los méritos de su amiga, es un poco más gruesa que yo. ¿O es que no le gustan las jovencitas delgadas?

—Sí, me gustan.

—No hay nada más que decir, entonces. Espéreme en Ernn, en el mismo departamento de anoche. Llegaré tarde.

—Debo quedarme en Dnak.

—Entonces tendrás que indicarme dónde vas a alojar para ver a tu compañera.

Bajo la calzada se extiende la floresta. Varias personas marchan en las proximidades. Jardines con bellas flores bordean la calle. Un edificio. No hay nada que hacer. La ley es la ley. Pero A.: ella me está ayudando. En cambio I…

—¿Qué me dice? ¿Me espera?

—No lo sé.

—Eres un tipo extraño —me interpela de pronto, deteniéndose—. No me voy a meter en tus asuntos particulares. Pero una cosa te aseguro: esta noche no te juntarás con A. De lo contrario la hago vigilar.

—Está bien —digo, disimulando mi preocupación.

—Si no puedes estar conmigo, qué le vamos a hacer. Me gustas, pero no puedo obligarte. Eres un mal cronnio. No debiste dejarme anoche para juntarte con A.

Sería difícil hacerle creer que no estuve con ella. Prefiero no decir nada.

—Tengo mala suerte. Nunca puedo elegir. Pero por lo menos me encargaré que esta noche A. tenga otro compañero.

—¡Eso no lo harás! —digo con furia.

—¿Qué modales son esos? —me observa sorprendida—. Nunca había visto un cronnio tan violento.

—No puedes hacerme eso —insisto, tembloroso, tratando de contener mi rabia.

—Al menos te obligaré a buscarte otra amiga —replica displicente. Antes de entrar en el edificio añade—: En el mismo departamento de anoche. En Ernn.

Desaparece. No hay oficinas en los edificios. ¿Cuáles serán las actividades de I.? Sigo avanzando por la calle. Me sosiego. I. es inquietante por donde se la mire. Pero separado de ella, A. vuelve con fuerza. Y me va a abandonar. No hay vuelta que darle. En Cronn no se toleran los sentimentalismos.

La luz disminuye. Frente al Museo —un edificio color crema, de aspecto imponente, que se alza en medio de una plaza aérea— me encuentro con A. Se la ve preocupada.

He esperado la cita recorriendo Dnak. No he vuelto a ver a I. Tampoco lo deseo. A medida que transcurrían las horas me ha ido poseyendo una curiosa melancolía. El dejar hacer —actitud predominante de mi personalidad desde mi llegada a Cronn— vuelve con renovados bríos. Estuve en el parque, recostado en la hierba, observando el planeta superior, hasta que su insensible desplazamiento me produjo vértigo.

Con gran calma A. escucha la historia de mi encuentro con I. La calle, bajo mis pies, aspira profundamente. Una hojita seca es engullida con gran voracidad.

—Malo estuvo eso.

—¿Crees en sus amenazas?

—A mí me puede vigilar. A ti no.

El Museo. Flores hermosas, fragantes. De nuevo reparo en la falta de la placa.

—¿Qué se te hizo?

—Se me extravió anoche. —Me toma de una mano. Así trasponemos el amplio portal.

Solemnidad y silencio. Tristes presentimientos.

XIV

El museo aparece vacío. Escasa iluminación. En una extensa sala, una máquina. El foco verde.

Lo miro. A. pierde materialidad. Sólo tres personas se distinguen en la penumbra verde. La voz.

Sí, al cronnio debe prohibírsele todo para enseñarle a valorizar lo que la colectividad le permite hacer. El cronnio es débil, y es su debilidad la que le hace crear los convencionalismos. La historia de nuestra raza tiene como protagonista al miedo. Sentimientos tan profundos como el amor y la amistad no son sino reflejos de esa sorda lucha contra el temor. El cronnio se teme a sí mismo, y teme a sus semejantes. Es así como en los comienzos de nuestra civilización buscó apoyo en el individuo, en su prójimo. La colectividad, aún en pañales, no constituía un respaldo suficiente para él. Le horrorizaba su propia flaqueza. Sabía que sus leyes, sus principios y normas dependían, en último término, del enfoque subjetivo de quienes las aplicaban: es decir, de sus semejantes.

La familia llegó entonces a constituirse en el núcleo más fuerte de la sociedad. En aquel pequeño grupo el cronnio dictaba sus normas, se sentía obedecido y compensaba las desazones e injusticias de la colectividad. Era su único baluarte, lo único real y tangible, lo único que lo impulsaba a luchar.

Allí estaban su mujer, sus hijos, su casa. La colectividad era, en el fondo, un mal necesario.

Pero el cronnio, como ser solitario y aislado, no tiene ningún valor. Le cuesta incluso encontrar un lenguaje inteligible para comunicarse. La famosa incomunicabilidad de los espíritus es el fracaso del cronnio solo frente a sí mismo. Únicamente al integrar una colectividad, al desempeñar la labor de un simple tornillo dentro de la máquina social, alcanza toda su grandeza. Porque al aislarse, por sentirse incomprendido, se convierte en un ser inútil. Es necesario que transcurran siglos de vida colectiva para que el cronnio sea libre, pues por naturaleza es incapaz de utilizar su libertad.

Los primeros grupos sociales se organizaron para defender al individuo contra las acechanzas externas: las fieras y las tribus salvajes. En una etapa superior, desaparecidos tales riesgos, la colectividad pareció perder su eficacia, pues los hombres exigían cada vez más libertad, hasta el extremo de poner en peligro la civilización. No habrían vacilado en ir a una guerra atómica con tal de asegurar sus derechos personales.

Fue entonces indispensable una reorganización para defenderse de una nueva amenaza: ellos mismos. Y para esto hubo que suprimir la gran fuente de los sentimientos personalistas: el matrimonio, que da origen a la familia y a toda su secuela de taras sociales. Fue necesario suprimir el amor y la amistad morbosa para reemplazarlos por la simple convivencia. En lugar de exigirle al individuo, el cronnio exige a la colectividad. Ella está por encima de todas las cosas materiales, y cada uno de sus miembros puede y debe sacrificar cualquier sentimiento egoísta frente a tan magnífica realidad: la raza unida que trabaja por su bienestar, y deja a un lado los intereses particulares. Un grado excesivo de amor o amistad perjudica a la sociedad. Los amigos siempre decepcionan; lo mismo las mujeres. Y toda decepción es contraproducente. Porque las consecuencias de la ruptura de un gran amor o de una gran amistad pueden acarrear fatales consecuencias para la vida colectiva.

¿Y qué hemos logrado con este sistema? Una raza con un nivel intelectual cada día más alto. En Cronn ya no existen los arquetipos, los ídolos ni los guías. Los superdotados, los que forjaron los albores de nuestra cultura, han desaparecido. ¿Por qué? Gracias a nuestra evolución cerebral. Hemos logrado la aristocracia del talento. Y esto a pesar de quienes sostenían que el medio progresaba gracias a la capacidad de la minoría, la cual había salvado a la gran masa de la selección natural. Se temía en forma infundada que la mediocridad llegara a imponerse. ¿Por qué? Porque nadie comprendía que esa clase media, al seguir progresando como un solo bloque, mejoraría día a día su capacidad intelectual, hasta el extremo que cada uno de sus componentes, gracias a los nuevos métodos educativos y de selección, sobrepasase en talento a cualquiera de los genios que le dio el impulso inicial.

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