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Authors: Hugo Correa

Tags: #Ciencia Ficción

Los Altísimos (16 page)

BOOK: Los Altísimos
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—Sí: soy hijo de las Nodrizas. Aún me quedan setenta años de vida. ¡No soy una máquina!

Piense: el cronnio, respecto al hombre, es como un adulto frente a un niño. De ahí que una convivencia con ustedes sea difícil. Mejor dicho, imposible. Hemos evolucionado mucho, pues nuestra ciencia no se ha diluido en la contemplación de las estrellas. El hombre se encuentra en la infancia de la civilización. Aún conserva su espíritu destructivo. Si llegaran a Cronn lo harían pedazos, como el niño que destruye sus juguetes para ver qué hay adentro. Y con juguetes tales como la bomba de hidrógeno y los cohetes teledirigidos, podrían causarnos graves daños.

En la práctica, estoy en otro planeta, como había dicho A. No es el espacio el que me separa de mi mundo sino una corteza de tierra impenetrable. En una hermética prisión. Había sido separado de los de mi especie. Mi instinto —una eternidad de ancestros y antepasados— me puso en guardia: todas aquellas raras sensaciones que experimentara en la clínica.

—¿Cómo se va a la superficie?

—Pronto lo sabrá.

Con toda su enigmática personalidad, la presencia de L. me hace bien. Poco a poco valorizo su regreso. La imagen de A. se desvanece lentamente. I. permanece en mi conciencia como una figura graciosa. Pero nada más. ¿Volveré a ser alguna vez el mismo de antes? No, al parecer. Sigo siendo un ser amorfo, sin sentimientos definidos ni propios. Quizá esté atravesando por un período de transición entre mi antigua personalidad y la que deberé representar en adelante. Lo ocurrido en Ernn: un sueño. O una pesadilla. Las Nodrizas. A. en el parque de Dnak. ¡Insistió tanto en la imposibilidad de algo duradero entre los dos! Una vez más la abulia, la sensación de vivir una aventura absurda. Desde mi llegada a Cronn nada persiste en mi memoria. A. sólo es una figura inmaterial, esquiva.

Pero la proximidad de L. me restituye algo de confianza en mí mismo. De alguna manera el cronnio influye en mí para hacerme sentir un atisbo de personalidad. Mientras estuvimos separados fue un hombre lleno de torpes confusiones. No podía ser de otro modo. La sospecha respecto a que la sustitución hubiese sido descubierta acentuó mi desamparo desde mi segundo encuentro con A.

No pude evitar la idea secreta del hecho que mis días estaban contados. Sin confesármelo, tratando de no darle importancia. Latía, a pesar de todo, en el fondo de mi mente. Por mucho que la cronnia me hubiese asegurado que mi supervivencia se encontraba garantizada por un tiempo indefinido.

Sabía que, de nuevo solo, no tardaría en traicionarme. Habría sido incapaz de deambular por Cronn sin mezclarme con la gente.

El retorno de L., además, me hace presentir que mi futuro no tardará en definirse. Para mejor o para peor. Ideas confusas empiezan a debatirse. ¿Qué me aguarda? Se consolida la realidad de mi situación: soy la víctima de una intriga bien urdida, a consecuencias de la cual he venido a parar en Cronn. Y la trama seguirá adelante pues hubo un momento, en tanto vagabundeaba por Ernn y Dnak, que pensé en la posibilidad que L. me hubiese abandonado a mi suerte. Es decir, que allí terminaban mis aventuras. Que todo lo demás —mi adiestramiento para vigía, y mi próximo papel de X.— sólo era una de las tantas mentiras de L. Pero el regreso del cronnio destruye definitivamente dicha posibilidad.

A la distancia, otra ciudad corre en pos de Ernn. Las ciudades, dentro de los anillos, giran como en un carrusel que da la vuelta al mundo.

—Udar —indica L. la otra urbe. Una gigantesca rueda que se extiende a los pies de un monte.

—¿Quién hizo esto? —Señalo el anillo.

—Los titanes. No el anillo mismo. Lo trabajaron y transformaron en estos estuches.

Refugios inaccesibles en caso de invasión. Los cronnios pueden vivir aquí durante siglos sin necesidad de acudir a los planetas. Y están en condiciones de vigilar éstos con toda comodidad debido a la trayectoria del aro. Desde fuera nadie podría verlos. Nadie sospecharía qué significaban dichos cuerpos.

—El techo trasparente, ¿también lo pusieron los titanes?

—Sí. Recuerde que para ellos la Tierra era un planeta de baja gravedad.

Desciende el magnetón por una de las salidas.

—Su pueblo es muy afortunado, L.

—¿Por qué?

—Porque son los herederos de una superraza. Ojalá el hombre hubiese tenido esa suerte.

L., por primera vez, pierde la impasibilidad. Me lanza una mirada de furia. Va a hablar. Pero se arrepiente y desvía la vista. Arriba, el cielo encapotado. La lluvia nos sigue por la chimenea. Abajo desciende la gigantesca tapa. Una luz radiante penetra por todos lados.

XVI

L. se ha recuperado del impacto. ¿Por qué su reacción?

—¿Cuál es la verdadera historia de X.?

—La que usted conoce. Sólo que huyó de Cronn y no de Polonia.

—¿Y los reactivos identificadores? ¿Cómo explica eso?

—Los que van a la superficie pueden anular temporalmente sus reactivos.

—¿Quiénes son los que van?

—Expediciones con personal elegido, por lo general, del Cuerpo de Vigías.

—¡Ah!

Sube el magnetón. La mole del aro cubre el espacio por la izquierda. Arriba y abajo, los continentes iluminados. El satélite gira llevando en sus entrañas el valle sin fin.

—¿Adónde vamos?

—A la clínica. Nos entrevistaremos con D.

La cara superior del anillo: un río de plata que se desenrolla inacabable. La corteza, con sus zonas boscosas y su sistema hidrográfico se refleja nítida en él. Rebasamos el borde. Por varios segundos la figura de nuestra esfera aparece allí, hundiéndose rápida, junto con los detalles continentales. Habría sido curioso poder vernos a nosotros mismos tripulando el magnetón. Pero es impenetrable por fuera: una bolita de nácar que se aleja veloz.

—¿Y su refugio? ¿El Sol? ¿El cielo estrellado?

—Uno de los planetarios. Los nuestros son enormes. Hemos aprovechado unas grutas hemisféricas construidas por los titanes.

Son muy útiles para observar el cielo estrellado, vedado a los cronnios, continúa. Como son tan inmensos, se les utiliza, además, como lugares de veraneo. Incluso, se pueden reproducir las condiciones meteorológicas de la superficie: lluvias, vientos, tempestades.

Recuerdo a A.

—¿Qué es la Cáscara?

—La corteza terrestre.

Mediodía. El techo se agranda como una hondonada policroma que gira. Se invierte el magnetón, y comenzamos a descender. Vamos hacia una región montañosa. El mar dibuja gráciles figuras en los litorales. Una de aquellas, parecida a una hoja con su pecíolo, penetra en tierra hasta las vecindades de un monte. Se divisan dos o tres pueblos en sus alrededores.

En el cielo, el mapamundi y un aro plateado.

El reloj de pulsera cromado sobre una mesa. L. casi sonríe.

—Esto y la lámpara con ampolleta esmerilada en la clínica: un proceso de adaptación riguroso.

—¿Y el plazo que tenían para recuperar a X.?

—Los caminos son transitables cada cierto tiempo. No siempre están habilitados.

Según mis cálculos, llevo tres semanas en Cronn. De ellas, dos pasé en la clínica, y solamente una visitando el nuevo mundo. La última, sin embargo, me parece más larga que las anteriores. E incluso, más extensa en el tiempo que todos los años vividos hasta el día en que conocí a Mendes.

L. prepara algo. Comienza a hablar de las máquinas. De las múltiples ventajas de utilizarlas en la conservación de la especie. Por de pronto, las cronnias no padecen los dolores del parto por generaciones. Para los terrestres esto constituiría una monstruosidad. Violación de las leyes naturales. ¡Pero qué de infinitas ventajas representa! Cronn es un pueblo de trabajo. Los cronnios, de ambos sexos, deben trabajar y producir. No hay tiempo para que las mujeres soporten el largo período del embarazo. Todas aquellas potencias que el sexo femenino ha dejado de utilizar se han encauzado hacia la producción. Se realizan importantes investigaciones en el campo de las percepciones extrasensoriales. En él, las mujeres se han destacado en especial: determinadas percepciones las tienen más desarrolladas que los hombres. ¡Ahí estriba la verdadera trascendencia de la máquina! Alivia al hombre del trabajo físico y lo posibilita para desplegar todas sus energías en la conquista de los poderes mentales.

Los ingenios mecánicos son limitados, porque es imposible dotarlos de espíritu. Y es evidente que la última etapa de toda civilización es la del predominio del espíritu sobre la materia. Pero para lograrla es indispensable pasar por muchos períodos, uno de los cuales es el maquinismo. Sin duda han existido razas que se quedaron en él. El perfeccionamiento de la cibernética, al transformar las máquinas en servidoras que satisfacen todas las necesidades, empuja al hombre a la corrupción. Pero la raza capaz de sortear el problema queda en óptimas condiciones para enfrentar el asalto final.

¿Es posible que un pueblo llegue a la última etapa sin pasar por el maquinismo? Para seres como el cronnio o el hombre, no. Su conformación morfológica los conduce ineludiblemente a la máquina.

En cambio sería posible que existiesen otros mundos en los cuales sus habitantes, por carecer de miembros apropiados para construir y manejar aparatos, se hayan visto en la necesidad de desarrollar desde el comienzo sus facultades mentales. ¿Significa que esos seres están en mejores condiciones que el hombre para perfeccionarse? No. En el mundo de lo material, nadie ha sido creado perfecto. Es imposible concebir un pueblo que no tenga nada que hacer, porque estaría en desacuerdo con las leyes cósmicas.

Presentimientos, como si fuese a suceder algo decisivo, de mayor gravedad de cuanto ha ocurrido hasta la fecha. L. aún no lo ha dicho todo. Sus versiones relativas a mi rapto son ambiguas. Además de eludir preguntas, deja muchas en suspenso. «Lo sabrá más adelante. Tenga paciencia». ¿Para qué?

A pocos kilómetros, un majestuoso cerro de cabeza trunca se destaca en el selvático paraje.

Parece un volcán con sus agrestes faldeos verdes. Los magnetones pululan en el cielo. La gran mayoría se dirige hacia la cima del monte. También reparo en que las esferas, empequeñecidas por la distancia, parecen surgir del interior de la montaña.

—¿A qué se debe tanto tránsito?

—Ya lo verá. También nosotros iremos allá. —Señala el cerro.

Nos hallamos en el interior del continente. No se divisa el mar, excepto los caprichosos canales, golfos y ensenadas del techo. Uno de los anillos atraviesa el espacio transversalmente, ya en las inmediaciones del cenit. Es el segundo anillo del planeta. Casi en el horizonte otro satélite asoma escasamente por detrás del mundo superior. Su aparente proximidad a la Tierra le da el aspecto de una muralla contra la cual se recortan las sinuosidades de unas cumbres.

La cima. Una multitud de esferas nos precede.

—¡Un cráter! —exclamo.

Es el cráter de un volcán. Hacia él se dirigen todas las aeronaves, incluyendo la nuestra. Se hunden en el gigantesco agujero, y desaparecen luego en la penumbra. Simultáneamente, muchas emergen de sus entrañas. Pica
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el magnetón. Las paredes de la chimenea son verticales, pulimentadas. Tal vez, otra obra de los titanes. Pronto la oscuridad nos absorbe. Arriba se divisa una porción circular del techo, formado por un brazo de mar y un continente de costas amarillentas. El piso del magnetón despide una suave fosforescencia. Afuera, contra la pared del cráter, numerosos puntos blanquecinos suben y bajan en rápida sucesión. Semejan chispas en las tinieblas.

La chimenea mide varios kilómetros de diámetro. El círculo superior se encoge más y más.

Debido al movimiento rotatorio de los planetas, ahora sólo es visible el océano como una mancha azul, que recuerda un trozo de cielo terrestre. Pero el de aquí es un pedazo de mar. Abajo las tinieblas parecen solidificarse, interrumpidas apenas por el fulgor de las esferas, que se agrandan o empequeñecen. Es como flotar en el espacio rodeado de estrellas que se mueven.

Descendemos cada vez más rápido. Penetramos en las entrañas del monstruo recorriendo su interminable intestino. La fosforescencia confiere a L. un aspecto curioso.

—¿Cuánto hemos bajado?

—Unos doscientos kilómetros.

—¿Falta mucho para llegar a la clínica?

—Aún nos queda bastante camino.

De súbito me parece que la esfera gira de manera casi imperceptible y que dejamos de caer. Me quedo inmóvil, tratando de comprender. Sí: nuestra dirección ha sufrido un giro de ciento ochenta grados. Nos hallamos en plena ascensión. Arriba, muy lejos todavía, creo distinguir una motita que crece vertiginosa. ¡Y no es un magnetón!

—¿Qué ha pasado? ¿Volvemos?

—¿Cómo íbamos a virar con la velocidad que llevamos?

—Pero, ¿por qué subimos entonces?

Una idea acude atropelladamente. ¡Vamos a la superficie! La gravedad ha cambiado de origen.

En el planeta cóncavo —la cara interna de la esfera terrestre— nuestra posición era antípoda con respecto a la Tierra. ¡Para hacer el viaje sólo se requiere de un magnetón! L. ha mentido por centésima vez. El camino que conduce a la superficie exterior es la chimenea de un volcán, ancha, limpia y calibrada como el ánima de un cañón. ¡Regresaré a Chile!

Doy una mirada de gratitud a L. Pero su cara impenetrable enfría mi entusiasmo. En lo alto se ve ahora un redondo agujero, a través del cual penetra la luz del día. ¡Nubes! No. No pueden ser nubes.

No obstante, algo hay en el cielo. En la rodela se perfilan figuras que podrían tomarse por llanuras.

Nunca he visto nubes verdes. ¿Y aquello no es la línea de una costa? ¿Y lo otro no es el mar?

Continuamos subiendo. Ahora, una enorme extensión de cielo. No queda duda: ¡en el espacio hay un mapamundi con sus detalles en relieve!

La esfera sale del cráter como un proyectil. Un paño de tierras labradas se hunde bajo el magnetón. Y encima, la cóncava superficie de otro planeta, con un anillo que lo cruza de lado a lado. Vértigo: desfilan raros continentes atravesados por ríos. Mares de tortuosas costas. Bahías, golfos y penínsulas. ¿Hemos regresado?

Atontado me hundo en el sillón. L. me observa.

—Sí. Cronn se compone de varias esferas concéntricas. Estamos haciendo un viaje interplanetario vertical. Nos hallamos en el segundo planeta del sistema.

La Tierra es un verdadero sistema planetario, integrado por una serie de esferas huecas, oculto a los ojos del universo. Como las sorpresas chinas, esas bolas talladas en marfil, que se encajan una dentro de la otra.

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