Los Borgia (22 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Los Borgia
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A pesar de los insistentes ruegos de Duarte, de don Michelotto, de su hijo César y de todos aquellos que deseaban su bien, tras enterrar a su hijo Juan, el Santo Padre se encerró en sus aposentos. Rechazaba la comida que le llevaban y se negaba a hablar con nadie; ni tan siquiera recibía a su amada Julia. Sus oraciones se oían desde fuera de la cámara, igual que sus lamentos y sus peticiones de perdón.

Pero antes de pedir perdón, el Santo Padre había agitado los puños clamando contra el cielo.

—Dime, Señor —había gritado, cegado por el dolor—, ¿qué sentido tiene convertir tantos miles de almas a la fe cuando la pérdida de una sola es la causa de tanto dolor?.

Incluso había dudado de su fe.

—Tomar la vida de mi hijo es un castigo demasiado severo, Señor. ¡Es injusto! Los hombres somos débiles, pero tú, Señor, tú deberías mostrarnos lo que es la piedad.

Temerosos de que el dolor del sumo pontífice pudiera hacerle perder la razón, los cardenales más cercanos a el llamaban una y otra vez a su puerta, pero, una y otra vez, Alejandro les negaba la entrada.

Hasta que una mañana, un grito estremecedor recorrió los corredores del Vaticano.

—Sí, lo sé. ¡Lo sé, Señor! Tú también perdiste a tu hijo. Y, después, durante dos días, sólo se escuchó el silencio en los aposentos del papa.

Cuando finalmente abrió las puertas, a pesar de su palidez, Alejandro parecía haber recuperado la paz.

—He prometido ante la Virgen que reformaría la Iglesia y pretendo empezar a hacerlo de forma inmediata —le dijo a Duarte y a su hijo César—. Convocad al consistorio. Debo dirigirme a los cardenales de la Iglesia.

En presencia del consistorio, el papa proclamó públicamente su amor por su hijo Juan y comunicó a los cardenales que renunciaría una y mil veces a su tiara si así pudiera recuperarlo. Pero al ser eso imposible, emprendería una reforma eclesiástica, pues la muerte de Juan lo había despertado de su ceguera y le había hecho ver los muchos pecados de la Iglesia. Confesó públicamente su dolor y sus pecados y juró rectificar en su actitud. En presencia de los cardenales, dijo haber ofendido a la Providencia y ordenó que se formase una comisión cardenalicia para proponer las reformas que debían llevarse a cabo.

Al día siguiente, Alejandro escribió misivas a los principales monarcas de la cristiandad, comunicándoles la necesidad de emprender una profunda y urgente reforma de la Iglesia. El dolor del Santo Padre era tan patente que toda Roma se llenó de palabras de condolencia, e incluso el cardenal Della Rovere y el profeta Savonarola le enviaron sendas cartas de condolencia.

Una nueva era estaba a punto de comenzar para la Iglesia.

CAPÍTULO 13

Mientras Alejandro guardaba luto por la muerte de Juan, Duarte Brandao le planteó a César la conveniencia de acudir a Florencia a su vuelta de Nápoles. La ciudad toscana vivía tiempos azarosos desde la invasión francesa y, ahora, para estrechar los lazos con el principal cuerpo legislativo de Florencia, la Signoria, y para controlar la amenaza que suponía Savonarola, alguien de confianza debía comprobar hasta qué punto eran ciertos los rumores que llegaban de dicha ciudad.

—Se dice que los sermones del fraile dominico cada vez son más hostiles —le dijo Duarte a César—. Incluso se rumorea que amenaza con volver al pueblo de Florencia contra el sumo pontífice si vuestro padre no emprende una reforma radical de la Iglesia.

Alejandro ya había hecho público un interdicto prohibiendo que el fraile siguiera predicando si insistía en socavar la fe del pueblo en la Iglesia. Además, había ordenado que el fraile acudiera a Roma para entrevistarse personalmente con él y había amenazado con imponer sanciones a los mercaderes florentinos que insistieran en asistir a los incendiarios sermones de Savonarola. Y, aun así, nada parecía poder detener al falso profeta.

Ahora, las incendiarias prédicas de Girolamo Savonarola habían sumido al pueblo de Florencia en un clamor de reforma. El creciente poder de algunas familias de plebeyos adinerados, que exigían participar en las decisiones del gobierno de Florencia, empeoraba aún más la situación, amenazando con socavar la autoridad del sumo pontífice en la ciudad toscana.

—¿Estáis seguro de que no me lincharán cuando me vean aparecer en la ciudad? —preguntó César con sarcasmo—. Puede que decidan aplicarme un castigo ejemplar. He oído que, según Savonarola, soy casi tan perverso como mi padre.

—No todos están en contra nuestra. También tenemos amigos en Florencia —aseguró Duarte—. Incluso tenemos algún aliado. Sin ir más lejos, Maquiavelo, el brillante orador, está de nuestra parte. Pero vivimos tiempos azarosos y es necesario que permanezcamos alerta. Debemos aprender a distinguir las verdaderas amenazas de los simples rumores.

—Agradezco vuestra preocupación, amigo mío —dijo César—. Y os prometo que, si nada lo impide, viajaré a Florencia a mi vuelta de Nápoles.

—El púrpura cardenalicio os protegerá de la ira del falso profeta —dijo Duarte—. Y, aun así, para defendernos de él debemos saber de qué nos acusa exactamente,Y así fue como, consciente de que, ahora que los Médicis habían perdido el poder y se había elegido una nueva Signoria, la autoridad del papa corría un serio peligro en la ciudad toscana, César accedió a viajar a Florencia para comprobar personalmente cuál era la situación.

—En cuanto me sea posible —dijo César— haré lo que me habéis pedido.

En Florencia, Nicolás Maquiavelo acababa de regresar de Roma, adonde había viajado por encargo de la Signoria para investigar el asesinato del hijo del papa.

Maquiavelo estaba de pie, en el centro del enorme salón del palacio della Signoria, rodeado de extraordinarios tapices y pinturas de Lorenzo de Médicis. Sentado en un gran sillón de terciopelo rojo y flanqueado por ocho miembros del consejo, el anciano presidente de la Signoria escuchaba con evidente nerviosismo el informe de Maquiavelo. A ninguno le agradaba la perspectiva de escuchar lo que Maquiavelo pronto les revelaría, tanto sobre Florencia como sobre su propio futuro. Pues aunque la capacidad de argumentación de ese joven resultara deslumbrante, para seguir sus razonamientos necesitarían de toda su capacidad de concentración; no podrían despistarse ni un solo instante.

Maquiavelo era un hombre de escasa estatura. Tenía veinticinco años pero parecía incluso mas joven.

—En Roma se dice que fue César Borgia quien mató a su hermano Juan, pero yo no creo que fuera así. Puede que hasta el propio papa lo crea, pero yo no. Desde luego, César tenía motivos para dar muerte a su hermano, pues todos sabemos que la relación entre ambos era, como mínimo, tensa. Se dice que ambos hermanos estuvieron a punto de enfrentarse en un duelo la noche en que Juan fue asesinado. Y, aun así, yo sigo manteniendo que César es inocente.

El anciano presidente agitó la mano con impaciencia.

—Me importa un higo toscano lo que digan los romanos, joven. En Florencia somos perfectamente capaces de extraer nuestras propias conclusiones. El propósito de vuestro viaje era evaluar la situación, no contarnos los rumores que se oyen en las calles de Roma.

Maquiavelo sonrió y prosiguió sin alterarse:

—Como acabo de decir, excelencia, no creo que César matase a su hermano. Son muchas las personas que tenían motivos para desear la muerte de Juan Borgia. Los Orsini, sin ir más lejos, que no han olvidado la muerte de Virginio ni la campaña que lidereó Juan contra sus feudos. O Giovanni Sforza, a quien el papa pretende que se declare impotente para poder anular su matrimonio con su hija Lucrecia.

—A este paso moriré de viejo antes de que concluyáis vuestro informe, joven —lo interrumpió el presidente, irritado.

Maquiavelo ni siquiera parpadeó.

—Tampoco debemos olvidar al duque de Urbino, Guido Feltra, que permaneció varios meses en las mazmorras de los Orsini a causa de la avaricia del capitán general, también Gonzalo Fernández de Córdoba, el capitán español que fue privado tanto del dinero como de la gloria que le correspondía en honor por la conquista de Ostia. Pero, por encima de todos los demás, está el conde Della Mirandella. Su hija de catorce años fue seducida y mancillada por Juan, quien después alardeó públicamente de su conquista. Todos podemos comprender cómo debió de sentirse su padre. Además, el cuerpo de Juan Borgia fue encontrado frente al palacio del conde, en las aguas del Tíber.

Maquiavelo levantó la voz para recuperar la atención del presidente, que parecía estar a punto de quedarse dormido.

—Pero la lista no acaba ahí... Está el cardenal Ascanio Sforza, cuyo chambelán fue asesinado por Juan Borgia tan sólo unos días antes de su muerte. Y tampoco debemos olvidar al último hombre cuya esposa fue seducida por Juan...

—Maquiavelo hizo una pausa perfectamente calculada—. Su hermano Jofre —dijo finalmente.

—Ya es suficiente —lo interrumpió con enojo el presidente—. Lo que nos concierne es la posible amenaza que pueda representar para Florencia la actual situación de Roma —dijo con una sorprendente claridad teniendo en cuenta su edad—. Juan Borgia, el capitán general de los ejércitos pontificios, ha sido asesinado. Algunos mantienen que por su propio hermano César. De ahí que resulte razonable deducir que, si César Borgia es en efecto culpable, Florencia pueda estar en peligro, pues César es un hombre de una ambición ilimitada que, algún día, sin duda intentará acabar con la soberanía de nuestra ciudad. Dicho de otra manera, joven, lo único que necesitamos saber es la respuesta a la siguiente pregunta: ¿asesinó César Borgia a su hermano?.

Maquiavelo negó con la cabeza. —No creo que lo hiciera, excelencia —dijo—. Y os explicaré en qué me baso para emitir mi juicio. Juan Borgia recibió nueve puñaladas por la espalda. Desde luego, ése no es el estilo de su hermano, pues César es un guerrero, un hombre de gran fortaleza física que sólo necesita de un golpe para abatir a un rival. Además, para un hombre como César Borgia, la victoria requiere un enfrentamiento cara a cara. Asesinar a alguien a traición y por la noche no es un modo de actuar que resulte coherente con la naturaleza de César Borgia. Y esta es la prueba de su inocencia.

Tras la muerte de Juan, Alejandro se sumió en una profunda depresión. Cuando el dolor se aferraba con más insistencia a su alma, el sumo pontífice se encerraba en sus aposentos, rechazaba cualquier visita y desatendía por completo los asuntos del Vaticano. Al cabo de unos días volvía a salir, lleno de energía e inspiración, dispuesto a entregarse en cuerpo y alma a la reforma de la Iglesia.

Fue en una de esas ocasiones cuando le ordenó a su secretario, Plandini, que convocara una reunión de la comisión cardenalicia. Inmediatamente después, mandó llamar a Duarte y le comunicó que la reforma no se limitaría tan sólo a la Iglesia, sino que también estaba decidido a enmendar sus propias costumbres y las de los ciudadanos de Roma. Para ello no era necesaria ninguna otra autoridad que la que le otorgaba su condición de vicario de Cristo en la tierra.

Sin duda, Roma necesitaba de una reforma. El fraude, el hurto, la lascivia, la homosexualidad y la pedofilia estaban a la orden del día e incluso los cardenales se atrevían a pasear abiertamente por la ciudad acompañados por sus amantes favoritos vestidos con suntuosas ropas traídas de Oriente.

Seis mil ochocientas prostitutas ejercían su comercio en la ciudad, con el consiguiente riesgo para la salud de los ciudadanos de Roma. La sífilis había llegado a convertirse en una auténtica epidemia, pues, tras llegar a Nápoles, se había extendido por toda la península hasta cruzar los Alpes con las tropas francesas. Los ciudadanos más ricos de Roma pagaban fortunas a los comerciantes de olivas para aliviar el dolor de sus pústulas, bañándose en inmensas tinajas de aceite. Después, ese mismo aceite era vendido en los comercios más selectos como "aceite virgen extra".

Pero el papa Alejandro sabía que, antes que nada, debía cambiar las costumbres de la propia Iglesia y para eso necesitaba reunir a la comisión cardenalicia. La Iglesia católica era una inmensa maquinaria que requería de innumerables engranajes para mantenerse en movimiento. La cancillería por sí sola enviaba más de diez mil cartas al pago y el cobro de miles de facturas en ducados, florines y otras muchas monedas. El personal de la curia, que todos los años aumentaba en número, debía recibir un salario y había todo tipo de valiosos cargos eclesiásticos que vender e intercambiar, tanto de forma legítima como ilegítima.

Eran muchas las cuestiones que debían ser tenidas en cuenta. A lo largo de los siglos, el sumo pontífice y el Sacro Colegio Cardenalicio habían rivalizado por el control de estos engranajes. Ahora, la reforma implicaría una pérdida de poder por parte del papa y un fortalecimiento de la autoridad de los cardenales.

Y, por ello, era lógico que uno de los puntos de desacuerdo fuera el número de cardenales que podían ser investidos. Inundando el Sacro Colegio Cardenalicio de familiares, un papa podía hacer crecer su poder hasta el punto de controlar el nombramiento del próximo sumo pontífice, garantizando así el futuro bienestar y la riqueza de su familia.

Al contrario, si se limitaba el número de cardenales, los ya existentes verían incrementada su influencia, además de sus ingresos, pues los beneficios del Sacro Colegio Cardenalicio se repartían equitativamente entre todos sus miembros.

Y así fue como la comisión que Alejandro había ordenado formar se reunió en el Vaticano para presentarle sus propuestas al sumo pontífice.

El cardenal Grimani, un veneciano de escasa estatura, se levantó para dirigirse al Santo Padre.

—Tras estudiar las medidas de reforma propuestas por previas comisiones pontificias —empezó diciendo con voz perfectamente modulada—, hemos redactado una lista con aquellas que estimamos más necesarias en el presente momento. Empezaré por las medidas relacionadas con los cardenales —continuó diciendo—. Hemos decidido que debemos privarnos de ciertos placeres terrenales. Debemos limitar el número de cenas en las que comamos carne, y las Sagradas Escrituras deberán ser leídas en cada comida.

Alejandro escuchó pacientemente. El cardenal Grimani prosiguió proponiendo que se pusiera freno a la simonía y que se prohibiera el cambio de manos de cualquier propiedad de los cardenales que disponían de fortunas propias, debían limitarse los ingresos que obtuvieran de la Iglesia, aunque no los beneficios procedentes de fuentes familiares o de cualquier otra índole particular.

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