Los Borgia (18 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Los Borgia
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Pero tras reunirse con los embajadores de España, de Francia y de Venecia y oír sus alegatos a favor de la paz, el papa Alejandro, siempre diplomático, accedió a devolver las plazas conquistadas a los Orsini, aunque, por supuesto, tendrían que pagar un precio por sus fortalezas. Tras largas negociaciones, finalmente se acordó un pago de cincuenta mil ducados, pues, después de todo, las arcas del Vaticano no estaban en una situación que permitiera rechazar una oferta así.

De este modo, mediante las negociaciones, Alejandro consiguió convertir una derrota sin paliativos en una aparente victoria para el regreso a Roma, Juan protestó airadamente por lo ocurrido, pues la paz le impedía llevar a cabo futuras conquistas y lo privaba de las propiedades que le hubieran correspondido según los acuerdos previos a la campaña. De ahí que Juan argumentara que los cincuenta mil ducados le correspondían por derecho a él. Ante la incredulidad de César, Alejandro accedió a la petición de su hijo.

Pero todavía más preocupante a ojos de César era la insistencia de Juan en que el papa le permitiera liderear una nueva campaña para liberar Ostia del dominio francés, expulsando a las tropas que el rey Carlos había dejado en esa plaza.

César se apresuró a acudir a los aposentos de su padre para intentar hacerle entrar en razón.

—Sé que la guarnición francesa de Ostia es escasa, padre, pero, si existe alguna manera de fracasar en la toma de la ciudad, sin duda Juan dará con ella y su derrota será el fin de nuestra familia. Sabéis que Della Rovere está al acecho, esperando a que demos un paso en falso.

Alejandro suspiró.

—¿Crees que tu padre es tan estúpido como para no ver lo que dices? Esta vez nos aseguraremos la victoria. Llamaré a Fernández de Córdoba para que encabece la campaña, pues no existe mejor capitán que él.

—Eso no detendrá a Juan —dijo César incapaz de contener su frustración—. Interferirá en las órdenes de Fernández de Córdoba. Sabéis que lo hará. Os lo ruego, padre, reconsiderad vuestra posición.

Pero Alejandro ya había tomado una decisión.

—Juan no interferirá. Ha recibido instrucciones concretas de no hacerlo. Tu hermano se limitará a salir de Roma al frente de nuestras tropas y a regresar portando el estandarte victorioso de los Borgia. Al margen de esos dos momentos de gloria, no dará una sola orden; ni tan siquiera hará una sugerencia.

Por una vez, Juan acató las órdenes del papa. Salió de Roma lidereando el ejército pontificio a lomos de un impresionante alazán, pero no participó de ningún modo en la toma de Ostia. Fernández de Córdoba salió sin apenas sufrir bajas, y los ciudadanos de Roma aclamaron al hijo del papa cuando regresó al frente del ejército victorioso.

Tres días después, el cardenal Ascanio Sforza celebró un gran banquete en el palacio Borgia para celebrar la victoria. Entre los muchos invitados, además de los hijos del papa, estaban los hermanos Medicis, Piero y Gio, amigos de César desde su época de estudiante, que habían tenido que abandonar Florencia como consecuencia de la invasión de las tropas francesas y de los sermones de Savonarola.

El inmenso palacio del cardenal Sforza había pertenecido originalmente al cardenal Rodrigo Borgia, quien, al convertirse en el papa Alejandro, se lo había ofrecido como obsequio a Ascanio. Sin duda, se trataba del palacio más hermoso de la ciudad.

César llegó junto a los hermanos Medicis, con los que había compartido el día anterior una noche de vino y apuestas en la ciudad.

Las paredes del enorme vestíbulo del palacio estaban decoradas con ricos tapices y magníficos aparadores y vitrinas, y los suelos estaban cubiertos por enormes alfombras orientales de vivos colores que hacían juego con el terciopelo y el satén de los divanes.

La sala principal del palacio había sido transformada en un inmenso salón de baile con una orquesta que interpretaba las piezas más actuales para deleite de las parejas de jóvenes que llenaban el salón.

César acababa de bailar una pieza con una bella cortesana cuando vio acercarse al capitán Gonzalo Fernández de Córdoba. Fernández de Córdoba, que siempre tenía el semblante serio, parecía especialmente preocupado. Se inclinó ante César y solicitó su permiso para comunicarle algo en privado.

César se disculpó ante su pareja de baile y condujo al capitán hasta uno de los balcones en los que tantas veces había jugado de niño, cuando vivía con su padre en este palacio.

El balcón daba a un pequeño patio en el que varios invitados conversaban alegremente mientras daban buena cuenta de la comida y las copas de vino que los criados portaban sobre brillantes bandejas de plata.

Se percató inmediatamente del ánimo de Fernández de Córdoba, cuyo rostro parecía contraído por la ira.

—Mi malestar con su hermano Juan es mayor de lo que pueda expresar, eminencia —dijo finalmente el capitán español—. De hecho, es mayor de lo que nadie pueda imaginar.

César apoyó una mano sobre el hombro del capitán en señal de camaradería. Decidrne, ¿qué ha hecho esta vez mi hermano? —preguntó.

—Sabéis que vuestro hermano no participó de modo alguno en la toma de Ostia, ¿verdad? —preguntó Fernández de Córdoba.

César sonrió.

—Por supuesto, querido capitán. ¿Acaso no vencimos?.

—¿Y sabéis que Juan anda diciendo que fue él el artífice de la victoria? —preguntó De Córdoba—. Eso es lo que dice, que fue él quien hizo huir a los franceses; ni siquiera tiene la falsa modestia de decir que fuimos nosotros.

—El carácter jactancioso de mi hermano es conocido en toda Roma —dijo César—. Nadie creerá sus palabras. Resulta ridículo pensar que fuera así... Pero, de todas formas, debemos hacer algo para corregir la injusticia que ha cometido Juan.

—Si estuviera en España, lo retaría a duelo, pero aquí... —Hizo una pausa para tomar aliento—. La arrogancia de vuestro hermano ha llegado hasta el extremo de encargar acuñar unas medallas de bronce para conmemorar su victoria.

César frunció el ceño. Era la primera noticia que tenía al respecto. —¿Medallas de bronce?.

—Sí, con su perfil y el lema: "Juan Borgia, glorioso libertador de Ostia."

César estuvo a punto de dejar escapar una carcajada ante la absurda ocurrencia de su hermano, pero finalmente se contuvo para no enardecer la cólera de Gonzalo.

—No hay un solo soldado, ni en el ejército pontificio ni entre las tropas francesas, que no sepa la verdad, capitán —dijo con diplomacia—. Y la verdad es que el libertador de Ostia no ha sido otro sino Fernández de Córdoba.

—¿Juan Borgia, glorioso libertador de Ostia? Ya veremos quien dice la verdad. Debería cerrarle la boca para siempre. Quién sabe, puede que todavía lo haga.

Y, sin más, el español se dio la vuelta y desapareció entre los invitados del salón de baile. César permaneció en el balcón, contemplando la oscuridad de la noche mientras se preguntaba cómo podrían haber nacido de la misma madre dos hombres tan distintos como Juan y él. Sin duda, debía de tratarse de un truco del destino. Cuando se dio la vuelta para reincorporarse al baile, algo en el patio llamó su atención.

Junto a una pequeña fuente, su hermano Jofre conversaba en actitud conspiradora con el capitán Fernández de Córdoba y un joven alto y delgado. De Córdoba escuchaba con evidente interés las palabras susurradas por Jofre mientras su joven compañero miraba a un lado y a otro, como si deseara asegurarse del carácter privado del encuentro. Pero lo que más sorprendió a César fue la actitud de Jofre, pues su rostro, por lo general tan amable y apático, reflejaba una fuerza y una determinación que nunca hubiera creído posible en él.

César estaba a punto de llamar a Jofre cuando sintió una mano sobre su brazo. Al darse la vuelta, don Michelotto se llevó un dedo a los labios pidiéndole silencio y lo obligó a retroceder un par de pasos. Ocultos entre las sombras, los dos observaron la escena en silencio hasta que el capitán español se despidió de Jofre con un apretón de manos y la primera sonrisa que César había visto nunca en su rostro. Cuando Jofre estrechó la mano del joven alto y delgado, don Michelotto pudo advertir el anillo con un gran topacio irregular que éste llevaba en un dedo.

—No olvidéis nunca a ese hombre, eminencia —advirtió a César—. Es un sobrino de Virginio Orsini. Se llama Vanni —continuó diciendo don Michelotto y, de repente, desapareció tan súbitamente como había aparecido.

César buscó a Jofre por todo el palacio, pero su hermano había desaparecido. De vuelta en el salón de baile, saludó a Lucrecia, que danzaba con Giovanni, con un gesto de la mano. A pocos metros de ellos, Juan bailaba con Sancha, completamente ajeno a la escena que acababa de producirse como consecuencia de su ilimitada vanidad.

CAPÍTULO 11

Lucrecia, que había viajado a Roma para celebrar la festividad de Pascua junto a su padre y sus hermanos, estaba eligiendo un vestido con la ayuda de Julia en su palacio de Santa Maria in Portico cuando el chambelán de su esposo se presentó con un mensaje urgente. Giovanni Sforza deseaba que Lucrecia lo acompañase de inmedia— to a Pesaro, pues el duque no estaba dispuesto a permanecer ni un solo día más en Roma bajo la vigilancia del papa Alejandro.

Lucrecia escuchó al chambelán en silencio. ¿Volver a Pesaro? ¿Ahora que volvía a sentirse rodeada de sus seres queridos en Roma?.

—¿Qué debo hacer? —le preguntó a Julia—. Es cierto que el duque es mi esposo, pero también lo es que no me dedica un solo minuto de su tiempo. Ni siquiera me habla y, cuando me mira, sus ojos sólo reflejan indiferencia.

Julia apoyó una mano sobre la de Lucrecia, intentando consolarla. El chambelán se aclaró la garganta, intentando reunir el valor necesario para hablar.

—El duque de Pesaro me ha pedido que os transmita su más sincero afecto, duquesa —consiguió decir finalmente—. Añora volver a Pesaro, donde puede conducirse libremente, sin necesidad de someter sus deseos a la voluntad del Santo Padre.

—Eso es lo que desea el duque —dijo Lucrecia—. Pero ¿qué será de mí si regreso con él a Pesaro? —se preguntó la hija del papa en voz alta—. Sin duda me marchitaré hasta morir de soledad. No, no hay nada para mí en Pesaro.

Julia, que sabía el malestar que le provocaría al papa la negativa de Lucrecia a acompañar a su esposo, se disculpó y abandonó la estancia.

Apenas un instante después, alguien llamó a la puerta.

—Crecia, soy yo, César. ¿Puedo pasar? Lucrecia ordenó al chambelán que se escondiera detrás de la mampara y le dijo que no se moviera ni hiciera el menor ruido, pues su vida podía correr peligro si César lo descubría, ya que su hermano sentía una profunda antipatía por su esposo y no quería que le hiciese una escena.

El chambelán se escondió detrás de la mampara y se cubrió con una bata y varias otras prendas de Lucrecia, hasta quedar completamente oculto.

César entró un instante después y besó a su hermana con ternura. Parecía feliz.

—Nuestro padre ha decidido satisfacer tus deseos. No está contento con el comportamiento de Giovanni. Además, ahora que Milán ha vuelto a aliarse con Francia, no hay ninguna razón para prolongar esta situación.

Lucrecia se sentó en el diván y le indicó a su hermano que se sentara junto a ella. Pero, en vez de hacerlo, César, inquieto, empezó a caminar de un lado a otro de la estancia.

—¿Y qué le dirá a Giovanni? —preguntó Lucrecia—. ¿Cómo conseguirá nuestro padre anular nuestros esponsales? Giovanni no es un hereje, ni tampoco ha cometido ningún acto de traición. Su único pecado es haberme hecho desdichada.

—¿Acaso no te parece crimen suficiente? —preguntó César.

—Mucho me temo que no todo el mundo compartirá tu punto de vista —dijo Lucrecia.

—El sumo pontífice no correrá el riesgo de solicitar la mediación de un tribunal eclesiástico, Lucrecia —explicó César—. Es preferible no montar ningún escándalo. Lo más conveniente es que Giovanni desaparezca.

Lucrecia se incorporó y miró fijamente a su hermano a los ojos.

—César —dijo—, no puedes— consentir que ocurra algo así. Giovanni es un bruto, pero no merece un castigo como el que sugieres.

—¿Acaso pretendes contrariar los deseos del sumo pontífice, Lucrecia? —preguntó César con incredulidad—. ¿De verdad estarías dispuesta a condenarte al fuego eterno por salvar la vida de alguien tan despreciable como Giovanni Sforza?.

Lucrecia observó a su hermano en silencio.

—¿Le ha preguntado alguien a mi esposo si estaría dispuesto a romper nuestro matrimonio de forma voluntaria? —preguntó al cabo de unos instantes.

—Sí, nuestro padre lo ha hecho personalmente. Giovanni ha rechazado su propuesta.

—Entonces, vuelve a hablar con nuestro padre —insistió Lucrecia con determinación—. Dile que no estoy dispuesta a poner en peligro la salvación de mi alma con un acto como el que sugiere. Dile que no deseo arder eternamente en el infierno. Dile que, a pesar de mis muchos pecados, confío en la bondad de Dios, en que sabrá perdonarme y no me cerrará las puertas del cielo.

César inclinó la cabeza con abatimiento.

—Debemos acabar con esta mascarada de una vez por todas, Lucrecia —dijo.

—No hay nada que desee más que eso, hermano mío —dijo ella con determinación—. Y tú lo sabes mejor que nadie. Pero me preocupa la salvación de nuestras almas. No participaré en una conspiración para acabar con la vida de un hombre con el único objeto de obtener un beneficio terrenal.

César había acudido a ver a su hermana convencido de que Lucrecia se alegraría al oír la decisión del Santo Padre; pero su reacción le había decepcionado. Él sólo pretendía liberarla del hombre que los obligaba a permanecer separados.

—Mediar entre tú y nuestro padre, querida hermana, es como esta atrapado por unas tenazas de hierro. No existe escapatoria. Tan sólo dime qué deseas que haga —preguntó sin ocultar su enojo.

—Sólo deseo que no traiciones tu bondad. Cuando César abandonó la estancia, Lucrecia se apresuró a liberar al chambelán de su cautiverio; el hombre temblaba de tal manera que su angustia podía apreciarse incluso cubierto por las ropas de la hija del papa.

—¿Has oído algo de lo que hemos dicho? —preguntó ella.

—Ni una sola palabra, duquesa —contestó él, aterrorizado—. Ni una sola palabra.

—Santo Dios —exclamó Lucrecia—. Vete, rápido. Dile al duque lo que ha ocurrido en esta estancia. Dile que se apresure a abandonar la ciudad. No me mancharé las manos con la sangre de mi esposo.

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