Los Bufones de Dios (12 page)

Read Los Bufones de Dios Online

Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Los Bufones de Dios
11.14Mb size Format: txt, pdf, ePub

Durante el almuerzo, Lotte, muy quieta, casi no habló, pero en cuanto los Frank se retiraron para su habitual siesta y ella se encontró sola con Carl, dejó muy en claro su posición.

—No pienso ir a Florencia, Carl, ni a Ischia, ni a ningún otro lugar fuera de Roma, a menos que tú me acompañes. Si estás en peligro, quiero compartirlo contigo. De otro modo sentiría que no soy sino un mueble más en tu vida.

—Por favor,
schatz
, te ruego que seas razonable. No necesitas probarme nada.

—¿Has pensado alguna vez que acaso deba probármelo mí misma?

—Por el amor de Dios, ¿por qué?

—Porque desde que nos casamos yo he disfrutado solamente del lado cómodo y agradable de la vida, primero como mujer de un distinguido académico y luego como Frau Professor en Tübingen. Nunca he tenido que preocuparme ni pensar demasiado acerca de nada, salvo en cuidar a mis hijos y llevar la casa… y siempre tú has estado allí, como un fuerte y poderoso muro que me ha protegido de todos los vientos. Nunca he tenido que medirme a mí misma sin ti. Nunca he tenido una rival. Todo eso ha sido ciertamente maravilloso, pero ahora, cuando miro a las otras mujeres de mi edad, me siento inadecuada para estos tiempos.

—No existe ningún motivó por el cual debas sentirte inadecuada. ¿Crees tú que habría sido posible para mí llevar adelante mí carrera académica sin ti, sin el hogar que tú me has dado y todo el amor con que lo has llenado?

—Sí, creo que sí, en eso te he ayudado. Tu carrera habría sido de todos modos brillante, aunque tal vez de manera diferente. No eres un académico encerrado en sus libros, limitado por ellos, sino que además eres un aventurero. ¡Oh sí! Te he visto deseoso de emprender aventuras y, atemorizada, te he cerrado la puerta. Pero ahora deseo conocer a ese aventurero y gozar con él antes que sea demasiado tarde.

Rompió a llorar con unas quietas y tiernas lágrimas.

Mendelius extendió los brazos y reclinándola sobre él, comenzó a acariciarla tiernamente.

—…No hay ningún motivo para estar triste,
schatz
. Estamos juntos y yo no quiero ni intento echarte de mi lado. Lo que sucede es que ayer, súbitamente, vi de frente la cara desnuda del mal. Aquella muchacha, que no puede tener muchos más años que Katrin, tenía el rostro de una Madonna de Dolci. Y sin embargo disparó a sangre fría contra un hombre, no para matarlo, sino para destruir su masculinidad… Yo no querría verte expuesta a ese tipo de crueldad.

—Pero de hecho lo estoy, Carl. Estoy tan expuesta como tú porque formo parte de ti. Cuando Katrin partió a París con su Franz, deseé fervorosamente ser joven de nuevo y estar partiendo contigo, así como lo estaba haciendo ella con su amor. Y estuve celosa, porque ella tenía ahora algo que yo nunca tuve. Cuando tú y Johann discutían, una parte de mi ser se alegraba con ello, porque eso significaba que después él vendría a mí. El era como un joven amante con el cual yo me sentía capaz de despertar celos en ti… ¡Ya está! Lo dije, y si tú me odias por lo que he dicho, nada puedo hacer ya.

—No puedo odiarte,
schatz
. Mis enojos contigo nunca han podido durar, bien lo sabes.

—Supongo que eso también forma parte del problema. Porque yo lo sabía y quería que tú pelearas conmigo.

—Pero aun así no pelearé contigo, Lotte —se tornó súbitamente sombrío y lejano—. ¿Sabes por qué? Porque durante toda la primera época de mi vida estuve atado, cierto que por mi propia voluntad, pero no obstante atado. Y cuando rompí aquella servidumbre y me sentí nuevamente libre aprecié de tal manera esa libertad que nunca, desde entonces, he sido capaz de imponer ningún tipo de poder sobre nadie… Deseo tener una compañera, no una muñeca.

Yo veía lo que estaba sucediendo, pero mientras no lo vieras tú misma y desearas cambiarlo, yo nada podía hacer, porque nunca he querido forzarte a nada. No sé si esto ha sido para bien o para mal, pero es así como yo lo veo y lo siento.

—¿Y ahora, Carl? ¿Qué sientes ahora?

—Estoy asustado —dijo Carl Mendelius—, temeroso de lo que puede estar aguardándonos allá afuera en las calles; y aún más temeroso de lo que puede suceder cuando yo me haya reunido con Jean Marie.

—Mi pregunta se refería a nosotros, a ti y a mí.

—Es precisamente de eso de lo que estoy hablando,
schatz
. Cualquier paso que demos ahora entraña un riesgo. Y yo deseo que tú estés a mi lado, pero no para demostrarnos mutuamente nada, porque eso sería como tener relaciones sexuales únicamente para demostrar que podemos hacerlo… Puede ser magnífico, pero está muy lejos del amor. En resumen, depende de ti,
schatz
.

—Hay infinitas formas de decirlo, Carl. Te amo. De ahora en adelante, donde tú estés, ahí estaré yo.

—Dudo que los monjes te ofrezcan una cama en Monte Cassino; pero fuera de eso, ¡espléndido! Estaremos siempre juntos.

—Me parece bien —dijo Lotte con una sonrisa—. Y ahora, Herr Professor, venga a la cama. Es el lugar más seguro de Roma.

En principio la idea parecía excelente, pero antes que les fuera posible llevarla a la práctica, la criada golpeó a la puerta para anunciar que Georg Rainer llamaba desde su escritorio del Die Welt. Rainer parecía de buen humor, pero sus palabras fueron cortantes, precisas y en estricto tono de negocios.

—Usted se ha transformado en un hombre célebre ahora, Carl. Necesito una entrevista para mi diario.

—¿Cuándo?

—Ahora, inmediatamente, por teléfono. Para que la entrevista alcance a salir en la próxima edición dispongo de muy poco tiempo.

—Adelante.

—No tan rápido, Carl. Somos amigos de un amigo común, de manera que por esta vez, una sola vez, le daré las reglas básicas de una entrevista mía. Si no desea responder, puede negarse a hacerlo. Pero no me diga nada en confidencia. Imprimiré todo lo que me diga. ¿Queda claro?

—Claro.

—Estoy grabando esta conversación con su consentimiento. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—Comenzamos. Profesor Mendelius, la rapidez y eficiencia de su acción de ayer salvó la vida del senador Malagordo. ¿Cómo se siente en el papel de una celebridad internacional?

—Muy incómodo.

—Algunos diarios han juzgado en forma bastante provocativa su acto de misericordia. Uno de ellos lo llama,"héroe del Corso". ¿Cómo se siente respecto a eso?

—Avergonzado. No hice nada heroico. Simplemente apliqué una forma elemental de primeros auxilios.

—¿Y qué piensa de este título "Ex jesuita testigo clave contra las brigadas terroristas"?

—Eso es una exageración. Presencié el crimen y lo describí a la policía. Presumo que debe haber muchos otros testimonios.

—Usted dio también una descripción completa de la muchacha que disparó.

—Sí.

—¿Fue una descripción precisa y detallada?

—Sí.

—¿Al dar esta evidencia, sintió que estaba aceptando un gran riesgo?

—Si hubiera callado, habría asumido un riesgo mucho mayor.

—¿Por qué?

—Porque la violencia florece cuando los hombres temen hablar y actuar contra ella.

—¿Teme ahora las represalias posibles, profesor?

—No tengo temor. Pero sí estoy preparado.

—¿Cómo se ha preparado?

—Sin comentarios.

—¿Está armado? ¿Le han dado protección policial, un guardaespaldas?

—Sin comentarios.

—¿Algún comentario sobre el hecho de que usted es alemán y de que el hombre cuya vida salvó es judío?

—Jesucristo Nuestro Señor era judío. Me siento dichoso de haber podido servir a alguien de Su mismo pueblo.

—Y sobre otro asunto, profesor. Entiendo que su conferencia de esta mañana en la Academia Alemana fue bastante dramática.

—Fue muy bien recibida por el auditorio. Yo no la llamaría dramática.

—El informe que tenemos sobre ella dice así: "Un miembro del auditorio preguntó al profesor Mendelius si creía que el fin del mundo, tal como había sido anunciado en la Biblia, era una posibilidad real y el profesor Mendelius replicó que no sólo era una posibilidad sino una inminente probabilidad".

—¿De dónde diablos sacó esa información?

—Tenemos buenas fuentes, profesor. ¿Ese informe es verdadero o falso?

—Es verdadero —dijo Mendelius—. Pero ruego a Dios que usted no publique eso.

—Le expliqué las reglas básicas, amigo mío; pero si desea ampliar su declaración tendré el mayor placer en citarlo textualmente.

—No puedo, Georg. Por lo menos no ahora.

—¿Y qué significa eso, profesor? ¿Tan en serio se toma a sí mismo?

—En este caso, sí.

—Mayor razón aún para imprimir el informe.

—¿Qué tal periodista es usted Georg? ¿Bueno?

—Lo estoy haciendo bastante bien, ¿no le parece? —la risa de Rainer resonó en el teléfono.

—Hagamos un convenio, Georg.

—Nunca hago convenios. Bueno, casi nunca. ¿En qué está pensando?

—No publique esta información sobre el fin del mundo y a cambio yo le daré una noticia mucho más importante.

—¿Sobre el mismo tema?

—Sin comentarios.

—¿Cuándo?

—Dentro de una semana.

—Eso cae en viernes. ¿Y qué espera darme para entonces? ¿La fecha de la Segunda Venida?

—Un almuerzo en el restaurante de Ernesto.

—¿Y una historia exclusiva?

—Se lo prometo.

—Bien. Tiene usted su pacto.

—Gracias, Georg.

—Y yo todavía tengo la grabación para recordar lo que hemos convenido. Auf Wiedersehen, Herr Professor.

—Auf Wiedersehen, Georg.

Cortó la comunicación y permaneció allí, pensativo y perplejo bajo la indiferente mirada de los cervatillos y pastores que lo contemplaban desde el cielorraso. Involuntariamente había penetrado en un campo minado. Un solo paso descuidado más que diera y explotaría bajo sus pies.

Capítulo 4

Domenico Giuliano Francone, chofer y hombre de confianza de Su Eminencia, era, tanto en su aspecto exterior como en su carácter, un original. Su estatura sobrepasaba el metro ochenta, con un cuerpo de atleta, una sonriente faz de chivo y un mechón de cabellos rojos diligentemente teñidos. Proclamaba tener sólo cuarenta y dos años, pero la verdad era que sobrepasaba ampliamente los cincuenta. Hablaba un alemán que había aprendido en los Guardias Suizos, un atroz francés de Génova, inglés con acento americano e italiano con sonsonete sorrentino.

Su historia personal era una letanía de variables. Había participado como aficionado en competencias de lucha libre, había sido campeón ciclista, sargento en el cuerpo de Carabinieri, mecánico en el equipo de carreras de Alfa, notable bebedor y mujeriego hasta que, después de la muerte de su esposa había descubierto la religión y asumido el cargo de sacristán en la iglesia titular de Su Eminencia.

Su Eminencia, impresionado por su laboriosidad y devoción —y posiblemente por su buen humor— lo había promovido a un puesto de relativa confianza en su casa particular. Debido a su entrenamiento policial, a su habilidad como chofer, a su conocimiento de las armas y a su experiencia en combates cuerpo a cuerpo había llegado a ser casi por derecho propio, el guardaespaldas de Su Eminencia. En estos duros e incrédulos tiempos, aun un Príncipe de la Iglesia nunca estaba totalmente a salvo de las amenazas de los terroristas, y si bien es cierto que un hombre de la Iglesia no se atrevería a demostrar miedo, el gobierno italiano no hacía ningún secreto de sus propios temores y pedía, en consecuencia, algunas elementales medidas de precaución.

Todo esto y mucho más fue elocuentemente desarrollado por Domenico Francone en la tarde del sábado, mientras conducía el automóvil que llevaba a los Mendelius y a los Franks en una excursión a las tumbas etruscas de Tarquinia. Una vez que sintió que su autoridad quedaba así perfectamente establecida, procedió a delinear para sus pasajeros las indispensables reglas de conducta.

—…Soy responsable ante Su Eminencia por la seguridad de ustedes. De manera que les ruego que hagan lo que yo les diga y que lo hagan sin discutir. Si les digo que se agachen, esconden sus cabezas, si manejo como un loco, se afirman lo mejor que puedan y no hacen preguntas. Cuando entren a un restaurante, seré yo quien elija la mesa. Si usted, profesor, sale a pie por Roma, espera hasta que yo haya estacionado el auto y esté en condiciones de seguirlo… En esta forma pueden continuar pensando en sus asuntos y dejarme a mí la preocupación por su seguridad. Conozco perfectamente la manera de actuar de estos
mascalzoni

—Tenemos plena confianza en usted —dijo Mendelius amablemente—, pero ¿hay alguien siguiéndonos ahora?

—No, profesor.

—Entonces tal vez querría usted ir un poco más despacio, las señoras disfrutarían si pudieran ver algo del paisaje.

—Por supuesto. Mil perdones… Esta es una zona muy histórica, llena de tumbas etruscas. Como saben, hay una prohibición de hacer excavaciones sin los debidos permisos, pero en una cantidad de sitios apartados y escondidos, los robos continúan. Cuando yo estaba en los Carabinieri…

El torrente de su elocuencia volvió a cobrar nuevos bríos. Los cuatro amigos se alzaron de hombros, se sonrieron mutuamente y se adormecieron el resto del camino hasta llegar a Tarquinia. Fue un alivio poderlo dejar de centinela junto al automóvil, en tanto que ellos seguían a un guardián de voz dulce que los guió a través de unas colinas cubiertas de trigo hasta el lugar del pueblo de las tumbas buscadas.

Era un lugar tranquilo que llenaba el canto de la alondra y el bajo susurro del viento a través del verdeante trigo. La perspectiva, desde allí, tenía algo de mágico: las verdes tierras derramándose lentamente hacia las morenas aldeas allá abajo, con el mar azul centelleando atrás, los dispersos yates con las velas henchidas por la brisa dirigiéndose hacia el oeste, hacia Cerdeña. Lotte se sentía verdaderamente transportada y Mendelius trató de recrear para ella la vida de aquel pueblo desaparecido…

—…eran grandes mercaderes y grandes navegantes. Dieron su nombre, el de Tirrenos, a esta parte del Mediterráneo. Trabajaban el cobre y el hierro y fundían el bronce, cultivaban los fértiles campos que van de aquí hasta el valle del Po y por el sur hasta Capua. Disfrutaban y amaban la música y el baile y celebraban grandes fiestas; y al morir, eran enterrados con comida y vino a su lado, y sus mejores ropas, y escenas describiendo su vida pintadas en las murallas de sus tumbas…

Other books

The Boy Who Cried Fish by A. F. Harrold
Negotiating Point by Adrienne Giordano
1999 - Ladysmith by Giles Foden
Advance Notice by Cynthia Hickey
Violets & Violence by Morgan Parker
Derision by Trisha Wolfe
Gone Tomorrow by Cynthia Harrod-Eagles
Wages of Sin by Penelope Williamson