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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Los Bufones de Dios (27 page)

BOOK: Los Bufones de Dios
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Bien, ¿qué le parece esta forma de presentar el asunto?

—A primera vista, sí, me parece bien. Veamos ahora cómo resulta escribiéndolo… Póngase cómodo. En cuanto a mí, caminaré un poco antes de instalarme a trabajar.

Cuando cruzaba el zaguán de entrada, sonó el teléfono. El hombre al otro lado de la línea se identificó como Dieter Lorenz, investigador mayor del LandesKriminalant. Acababa de ocurrir algo importante y deseaba discutirlo con el profesor.

Llegó diez minutos después, un hombre fuerte y desarrapado, vestido de pantalones de mezclilla y de una chaqueta de cuero. Mientras Lotte preparaba el café, el hombre desplegó delante de Mendelius una desaliñada hoja de papel mimeografiado que mostraba un retrato de Mendelius trazado en pocas líneas pero fácilmente reconocible, su nombre, dirección y número de teléfono. El papel tenía numerosos pliegues, como si lo hubieran llevado dentro de una billetera. Lorenz explicó su origen.

—Hay una cervecería frecuentada por mujeres turcas que trabajan en la fábrica de papel. Es uno de los centros del tráfico de drogas tanto para la ciudad como para los estudiantes. La noche pasada hubo una refriega entre algunos turcos y un grupo de jóvenes alemanes. Un hombre resultó acuchillado, y murió antes de llegar al hospital. Fue identificado como Albrecht Metzger, que había trabajado un tiempo en las oficinas de la fábrica de papel y había sido despedido bajo sospecha de hurto. En su cartera encontramos este papel.

—¿Y qué significa eso?

—En síntesis, profesor, significa que usted está sometido a vigilancia terrorista. Este retrato está mimeografiado, lo que significa que ha circulado y debe estar en poder de varias personas. El papel es alemán. El retrato fue probablemente hecho en Roma. Está realizado en base a una de las fotografías suyas que aparecieron en la prensa italiana… El resto de la historia no está claro. Sabemos que algunos de estos grupos subversivos se financian con el tráfico de drogas que se origina en Turquía. En esta Universidad hay veinte mil estudiantes, lo que representa un mercado considerable para los traficantes. El muerto no estaba en nuestras listas de personas buscadas por la justicia. Sin embargo, sabemos que es frecuente que los terroristas recurran a operadores marginales, pagados en efectivo, lo que reduce sus riesgos y protege a su organización central. El estado actual de la situación general, con altos índices de desocupación e inquietud social, facilita la tarea de encontrar gente dispuesta a realizar tareas de este tipo…

Lotte trajo el café y mientras lo servía, Mendelius explicó la situación. Ella pareció tomar las cosas con calma, pero la palidez de su rostro y el temblor de sus manos al manejar la cafetera, desmentían esta forzada tranquilidad. Lorenz continuó su exposición.

—…Es preciso que comprenda la forma como trabajan estos terroristas. Usando a gente como nuestro fallecido Metzger, les damos el nombre de observadores, construyen un retrato de los hábitos y movimientos de la presunta víctima. En una ciudad grande la tarea resulta más difícil, pero en un lugar pequeño como Tübingen y con un profesional como usted es comparativamente muy fácil. Usted trabaja siempre en el mismo lugar, compra en las mismas tiendas… Y no puede introducir muchas variaciones en este ritmo de vida. De manera que se va poniendo cada vez más despreocupado, prestando menos atención a ciertos detalles. Luego, un día, los terroristas acuden en un grupo de choque, tres, cuatro personas con un par de vehículos y, ¡puf!, la cosa está hecha.

—¿No es un cuadro muy lleno de esperanza, no es así? —la voz de Lotte temblaba.

—No querida señora, no lo es. —Lorenz no ofreció ningún consuelo. —Podemos darle a su marido un permiso de porte de armas; pero a menos que esté dispuesto a entrenarse debidamente en su uso, no le servirá de mucho. Puede contratar guardaespaldas, pero son ruinosamente caros, a menos, naturalmente, que sus estudiantes estén dispuestos a ayudar, y asumir ellos mismos la tarea.

—No —la negativa de Mendelius fue cortante y definitiva.

—La única respuesta posible a semejante situación es entonces una permanente vigilancia y el constante contacto con nosotros. Debe hacer llegar a nuestro conocimiento aun el más trivial de los incidentes que le parezca fuera de lo corriente. Le dejaré mi tarjeta… Llame a ese número a la hora que quiera de día o de noche. Siempre hay allí un hombre de guardia.

—Hay algo que no entiendo —dijo Lotte—. ¿Por qué persiguen así a Carl? Hizo en Roma las declaraciones pertinentes. La información ya está registrada. Vivo o muerto, nada cambiará eso.

—Hay algo que se le escapa, mi querida señora —explicó Lorenz pacientemente—. Todo el objetivo del terror es crear una situación de miedo e incertidumbre. Si el terrorista no consigue su objetivo, pierde su influencia… Es la vieja idea de la vendetta, que nunca se detiene hasta que uno de los dos lados queda borrado del mapa. En una sociedad organizada y segura nuestra labor de policías era mucho más fácil. En cambio ahora, cada día se pone más difícil… y más sucia.

—Hay algo que me molesta —dijo Mendelius pensativamente—. ¿Usted sabe, supongo, que es posible que se solicite a los profesores de la Universidad que proporcionen información sobre los estudiantes a su cargo?

Lorenz le lanzó una rápida y velada mirada y aprobó con la cabeza.

—Lo sé… y me imagino que a usted no le agrada la idea.

—La detesto.

—Es un problema de prioridades, ¿no es así? ¿Qué precio está usted dispuesto a pagar para garantizar la seguridad de las calles?

—Nunca ese precio —dijo Carl Mendelius—. Gracias por su ayuda. Nos mantendremos en contacto.

Le devolvió el retrato mimeografiado. Lorenz lo dobló cuidadosamente y lo colocó en su billetera. Dio su tarjeta a Mendelius y repitió:

—Recuerde. A cualquier hora, del día o de la noche… Gracias por su café, "ma'am",

—Lo acompañaré hasta el auto —dijo Mendelius—. Regresaré pronto,
schatz
. Quiero caminar un poco antes de comenzar a trabajar con Georg.

—¿Quién es Georg? —el policía se había vuelto súbitamente cauteloso.

—Georg Rainer. Corresponsal en Roma del Die Welt. Estamos escribiendo juntos una historia sobre el Vaticano.

—Entonces por favor no le permita publicar su historia. Ya hay un exceso de atención centrado en usted.

Mientras subían la Kirchgasse hacia el Viejo Mercado, Dieter Lorenz agregó una posdata a la conversación que habían tenido.

—No quise referirme a esto delante de su esposa. Usted tiene dos hijos. Desde el punto de vista de los terroristas el rapto de uno de ellos es un negocio superior aún a su asesinato. Les da mucha publicidad y además dinero. Cuando sus hijos regresen de vacaciones, sería conveniente que les enseñara algunas reglas básicas de conducta.

—¿Estamos realmente de vuelta en la jungla, no es así?

—Estamos viviendo en el corazón mismo de la selva —dijo Dieter Lorenz secamente—. Esta fue alguna vez una encantadora y tranquila ciudad, pero si usted viera algunos de los asuntos que llegan hasta mi escritorio, se le erizaría el cabello.

—¿Cuál es la respuesta a todo eso?

—Sólo Dios sabe. A lo mejor lo que necesitamos es simplemente una buena guerra para sacarnos de encima a estos bastardos y recomenzar todo de nuevo limpiamente.

Era una idea extraña y triste expresada por un hombre agotado. Y por cierto que no ayudó a Mendelius a aliviar el miedo que lo aguijoneaba al acercarse al puesto de diarios, y que lo hizo saltar cuando una mujer lo empujó al pasar y más tarde cuando un motociclista pasó a su lado con el escape abierto. Aquí no había ningún Francone para protegerlo. Por delante, por detrás, por los costados, se sentía desnudo y expuesto a los silenciosos cazadores que llevaban su imagen en el bolsillo como un talismán, dondequiera que fueran.

Capítulo 7

Rainer, entrenado para entregar relatos claros y fieles en los plazos inmediatos y diarios exigidos por la prensa, trabajaba a gran velocidad. Mendelius, en cambio, estaba acostumbrado al lento paso de los autores académicos. Le gustaba pulir su estilo, discutir sobre los matices y refinamientos de una definición, insistía en escribir a mano y sus correcciones requerían por lo menos de dos a tres borradores.

A pesar de esta aparente incompatibilidad, sus esfuerzos combinados habían logrado, al cabo de cuatro días, sacar a luz la parte primera y más importante del proyecto: una versión de veinte mil palabras destinadas a ser publicadas al momento en diarios y revistas. Antes de entregarla a los traductores —ya que el contrato imponía una versión inglesa— la dieron a leer, por turnos, a Lotte, Pía Menéndez y Anneliese Meissner. Los comentarios de las lectoras resultaron tan francos como inesperados.

Lotte se esforzó por ser gentil y considerada, pero lo único que consiguió fue arrasar con lo que ambos hombres habían escrito.

—…Hay algo que está mal. No puedo decir exactamente qué es… O tal vez sí puedo. Conozco a Jean Marie. Es un hombre cálido y complejo, siempre interesante para cualquier mujer. Pero aquí no lo siento, no lo veo en nada de lo que han escrito. La presentación que hacen de él es, demasiado objetiva, demasiado… No sé. La verdad es que el personaje que aparece aquí carece de todo interés para mí, y que lo que pueda ocurrirle me deja de hielo.

Pía Menéndez estuvo de acuerdo con Lotte pero sus argumentos fueron más elaborados.

—…Creo que sé lo que ocurrió. Y lo sé porque conozco la forma en que trabaja la mente de Georg… Siempre me has dicho, querido, que tus reportajes de Roma están destinados por igual a creyentes e incrédulos. Y naturalmente, nunca puedes darle la razón a ninguno de ellos por temor a enemistarte con el otro. De manera que siempre tratas de adoptar la manera cínica. Y pienso que el profesor Mendelius ha caído en la misma trampa. Se ha esforzado tanto por ser objetivo con respecto a su querido amigo, que más parece un censor moralista. Y por otra parte se ha esforzado también tanto en presentar todo lo relacionado con la Doctrina de los Últimos Días en forma científica y académica que se diría que está tratando un problema de altas matemáticas. No desearía ser ruda, pero…

—No se disculpe —Anneliese Meissner intervino con su acostumbrada brusquedad—, estoy completamente de acuerdo con usted y con Lotte. Hemos perdido al hombre que, después de todo, es el centro, el pivote en torno al cual gira este histórico episodio. En su análisis de un profeta, Carl ha abandonado la poesía para dedicarse a la pedantería… Pero otra queja adicional, Carl. Y creo que ésta es realmente importante. Al discutir los Últimos Días, usted deja de lado dos puntos que me parecen esenciales: la naturaleza del mal, la presencia del mal en un cataclismo armado por el hombre y la naturaleza misma de la Parusía. ¿Qué es lo que veremos en la Parusía? O, para ser más precisa, ¿qué nos prometen los profetas apocalípticos —Jean Marie entre ellos— que veremos? ¿Qué distinguirá a Cristo del Anticristo…? Ahora, si bien continúo siendo una incrédula, soy lectora de ustedes. Y ya que han abierto su caja de sorpresas, me intereso, como lectora, por saber lo que hay adentro…

Mendelius y Rainer se miraron, desolados. Rainer sonrió e hizo un gesto de rendición.

—Si no gustamos a los lectores, Carl, Estamos perdidos. Y si no somos capaces, con un tema como este, de despertar sus emociones de terror y compasión, merecemos estar muertos.

—De vuelta al trabajo, entonces —Mendelius comenzó a reunir el manuscrito.

—Pero en ningún caso esta noche —Lotte se mostraba muy firme—. He reservado una mesa para nosotros cinco en el Hölderlinhaus. La comida es excelente y la atmósfera le hará mucho bien a Carl. Es el único lugar en el que lo he visto animarse hasta el punto de recitar “Empédocles en el Etna” a la hora del guiso de carne y cantar romanzas de Schubert al postre… Debo agregar que hizo ambas cosas muy bien.

—Es posible que esta noche me emborrache de nuevo —advirtió Mendelius—. Me siento profundamente desalentado. Lo único que me consuela es que Lars Larsen no haya leído esta versión.

—Permítame un consejo entonces —dijo Anneleise Meissner—. Borre todo lo que ha escrito. Comience de nuevo por el principio. Y deje hablar a su corazón tal como lo hizo con las cintas grabadas que me envió desde Roma.

—Bravo —dijo Lotte—. Y si un poco de bebida ayuda a hablar al corazón, estoy por completo a favor de la bebida.

—¿Y cuál es su receta para mí? —dijo Georg Rainer.

—Con respecto a usted la solución es mucho más sencilla —dijo Anneleise Meisner resueltamente—: creo que lo mejor que puede hacer es ceñirse estrechamente a la historia que cuenta, dejar toda la interpretación a cargo de Carl y luego, al final, volver a tomar las riendas del relato con una pregunta directa y clara que convierta a los lectores en jueces.

Georg Rainer lo pensó por unos momentos y luego inclinó la cabeza aprobando.

—Puede que tenga razón. Trataré de hacerlo así… Pero dígame una cosa, Frau Doctor Meissner. Usted es una mujer sin fe que trabaja con los enfermos y los ilusos. ¿Por qué motivo este episodio de historia religiosa le interesa tanto?

—Porque estoy asustada —dijo Anneliese Meissner en forma cortante. —Cada día, al leer los diarios, leo la sentencia escrita en ellos. Escucho el sonido de los distantes tambores y de las trompetas locas… Creo que tendremos nuestro Armageddon. Sueño con él todas las noches y desearía tener una fe que pudiera, en la oscuridad, reconfortarme.

El verano parecía prolongarse en la suavidad de la temperatura que impelía a los amantes a continuar deslizándose perezosamente en sus barquichuelos y botes a remo por la superficie de un Neckar que transcurría tranquilo bajo los sauces y más allá bajo las ventanas de la Bursa y del Old May, donde en un tiempo Melanethon había enseñado, y el gran Johannes Stoffler había dado clases en astronomía y matemáticas y diseñado el reloj de la Alcaldía.

La Hölderlinhaus era una pequeña y antigua villa adornada con una torre redonda que miraba a través del río hacia los jardines botánicos. Friedrich Holderlin había muerto allí en 1843, triste y loco genio ensombrecido por el aspecto ulano de su persona y en quien, tal como Goethe lo había profetizado, el político se había tragado al poeta.

Las calles estaban tranquilas pues la Universidad seguía en receso; pero el restaurante se veía agitado y lleno de gente por las dos grandes cenas que aquella noche se estaban realizando allí, una del Instituto de los Evangélicos y otra de un grupo de actores de la ciudad que ensayaban una obra para el teatro universitario. Mendelius presentó a Georg Rainer y a Pía a sus colegas y, a medida que transcurrían las horas y corría el vino, aumentaba el intercambio de conversaciones entre las tres mesas.

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