Cuando finalmente terminó sus oraciones y sus preparativos para acostarse, era ya más de la una de la madrugada. Se sentía desesperadamente cansado pero no obstante permaneció largo rato tendido, despierto, tratando de comprender la extraña transcendente lógica de los acontecimientos de la tarde. Dos veces —la primera con Carl Mendelius y ahora con Paulette Duhamel— había experimentado esta infusión del espíritu, esta capacidad de ofrecerse a sí mismo como elemento conductor de este espíritu, de manera de procurar a otros este regalo de la seguridad y de la paz.
La sensación era completamente diferente de aquélla que se asociaba con el éxtasis y las revelaciones de la visión. En aquel caso él había sido, por decirlo así, prácticamente arrebatado fuera de sí mismo, sujeto a una iluminación, dotado de un conocimiento que no había ni deseado ni solicitado. El efecto de todo ello había sido instantáneo y permanente y lo había marcado para siempre.
La infusión del espíritu era al contrario un fenómeno transitorio Se originaba en un impulso de piedad o de amor o aun en la simple comprensión de la profunda necesidad de alguien. Se producía entonces una empatía, más aún, un cierto modo de identidad entre él y la persona necesitada. Era él quien imploraba, en virtud de los méritos del Hijo Encarnado, la merced del Padre invisible, y era él mismo quien se ofrecía como el vehículo a través del cual pudieran pasar los dones del Espíritu. No había en todo ello nada de milagroso, nada de magia o de taumaturgia. Era solo un acto de amor, instintivo e irrazonado que hacía posible la renovación del don.
Pero a pesar de que el acto implicaba una libre entrega de sí mismo, el impulso que lo originaba venía de otra parte. No podía explicar por qué, por ejemplo, se había ofrecido como mediador por Paulette Duhamel y no por Sergei Petrov, que, objetivamente considerado era más importante, ya que de él dependían vastas consecuencias: hambre, pestilencia y guerra. Petrov hacía bromas sobre los milagros, pero la verdad era que necesitaba desesperadamente el milagro mismo del que se reía. Si se le ofreciera tan sólo la mitad del equivalente de la ración de invierno estaría dichosamente dispuesto a cantar la Doxología con el Patriarca de Moscú.
De manera que ¿de dónde venía la diferencia? ¿Por qué la irresistible, inmediata atracción hacia la persona frágil, y la fácil, espontánea negativa a la otra? La acción no correspondía a ningún juicio previo, a un acto consciente, sino por el contrario, se trataba de una respuesta irrazonada: la varilla inclinándose al viento, el ganso migratorio respondiendo al extraño llamado ancestral que lo hacía partir hacia mejores cielos antes de la llegada del invierno.
En una ocasión, hacía ya mucho tiempo, cuando no era aún sino uno de los miembros más jóvenes del Sacro Colegio, había caminado con Carl Mendelius en el jardín de una villa que miraba hacia el lago Nemi. Era uno de aquellos días mágicos, en que el aire vibraba con el zumbido de las cigarras, las vides se inclinaban colmadas de futuro vino, el cielo resplandecía sin nubes, y los pinos levantaban sus apretados batallones a lo largo de las lomas. Mendelius lo había impactado con una extraña proposición:
"… Todas las idolatrías surgen de una búsqueda, de un deseo por el orden. Queremos ser limpios como los animales. Marcamos nuestro territorio con almizcle y excrementos. Organizamos una jerarquía, como las abejas, y una ética, como los antes. Y elegimos dioses que coloquen sobre nuestras creaciones el sello de su aprobación… Lo único que no podemos dominar es el desorden del universo, el aspecto lunático de un cosmos cuyo término no se divisa, cuyo origen es desconocido y que, a pesar de su estridente dinámica parece carecer de sentido… La monstruosa indiferencia que manifiesta ante nuestros temores y nuestras agonías nos resulta intolerable… Los profetas nos ofrecen esperanzas, pero sólo el hombre-dios es capaz de reconciliar la paradoja haciéndola tolerable y es por eso que la venida de Jesús constituye un acontecimiento salvador y curativo. Porque nos sobrepasa. Librados a nuestros propios medios, habríamos sido incapaces de crearlo.
"Y, precisamente porque es signo de contradicción, es verdaderamente signo de paz. Su carrera no es sino un breve y trágico fracaso. Muere deshonrado, pero entonces, extrañamente, vive. Él no es sólo ayer, es también hoy y mañana. Está disponible para el humilde y para el poderoso… Pero contemple lo que los hombres hemos hecho con Él. Hemos inflado su sencilla enseñanza con las burbujas de jabón de la filosofía, hemos transformado su familia de creyentes en una burocracia imperial, justificada solamente porque existe y porque desmantelarla provocaría un cataclismo. El hombre que se proclama a sí mismo guardián de su Verdad vive en un palacio rodeado por varones célibes —como usted y yo, Jean— que jamás han ganado un céntimo con el trabajo de sus manos, que nunca han secado las lágrimas de una mujer o se han sentado junto al lecho de un niño enfermo esperando toda la noche por la llegada del alba… Si alguna vez, Jean, lo hacen a usted papa, guarde una parte de sí mismo, aunque sea pequeña, para un amor privado. Si no lo hace, lo convertirán en un faraón, momificado y embalsamado en vida…"
El paisaje de verano de los montes Albanos se disolvió en los contornos de la región soñada. El sonido de la voz de Mendelius se fue desvaneciendo detrás del canto de los ruiseñores en el jardín de la
Hostellerie
. Jean Marie Barette, dispensador de misterios que lo sobrepasaban, cayó en un profundo sueño.
Despertó sintiéndose renovado e inmediatamente lamentó haber contraído ese compromiso con esos agentes del dinero. Extendió la mano hacia el teléfono para llamar a Alain y cancelar la cita con los fideicomisarios pero luego lo pensó mejor y resolvió mantenerla. Recién llegado al mundo y ya puesto en cuarentena como portador de contagio, no podía darse el lujo de perder ninguna línea de comunicación.
En esta última década del siglo los banqueros eran, de todos los grupos humanos, el mejor equipado para llevar la bitácora de los progresos de la enfermedad mortal de la humanidad. Al final de cada día sus computadoras contaban la historia y no había caudal de retórica capaz de influir en el sombrío y helado texto: el oro que subía, el dólar que bajaba, los metales raros cuyo valor se inflaba, las previsiones futuras sobre los precios del petróleo, de los cereales y de la cebada subiendo hasta perforar los techos de los niveles conocidos y aceptados, las acciones bailando sin control y la lenta erosión semanal de la confianza pública caminando inexorablemente hacia el instante del pánico.
Jean Marie Barette recordó sus largas sesiones con los financistas del Vaticano y el desolado cuadro que emergía de sus cabalísticos cálculos. Compraban oro y vendían acciones de minas, porque, decían, era lo que aconsejaba el mercado. La verdad era que las guerrillas negras de África del Sur eran fuertes, bien entrenadas y bien armadas. Y si eran capaces de hacer volar refinerías de petróleo, con mayor razón aún podían hacer estallar las galerías de los profundos túneles de las minas. De manera que uno compraba el metal y se libraba de los valores amenazados. Uno de los más poderosos argumentos que se había opuesto a la publicación de su encíclica era aquél que afirmaba que ella provocaría pánico en los mercados de capitales del mundo y expondría así al mismo Vaticano a una enorme pérdida financiera.
Jean Marie había emergido de cada una de aquellas reuniones con la conciencia desgarrada, porque sus expertos financieros —todos ellos clérigos— así como todos los que operaban en aquel mismo campo, se veían forzados a especular sin hacer distinciones entre lo moral y lo inmoral. Este era uno de los pocos aspectos de la vida de la Iglesia en que él había aprobado el secreto, aunque sólo fuera porque no había forma de justificar, a veces ni siquiera de explicar, las manchas de sangre que conllevaba cada balance, ya sea que éstas provinieran de la explotación de los trabajadores, de despiadadas negociaciones en el mercado o del dinero de un villano reformado que compraba su pasaje al cielo.
El complejo financiero que su padre había levantado para preservar la fortuna que había acumulado para su familia, era bastante considerable. La parte de acciones que correspondía a Jean Marie se administraba en una forma especial. El capital inicial no podía ser tocado, pero los dividendos e incrementos estaban a su disposición. Durante el tiempo en que él se había desempeñado como párroco y más tarde como obispo, aquellas rentas se habían destinado íntegramente a las obras relacionadas con el bienestar de su feligresía. Al transformarse en papa había usado este dinero para ayudar a hacer donaciones a gente que se encontraba en situación de crisis personal. El siempre había creído y continuaba creyendo, que si bien las reformas sociales sólo podían ser llevadas a cabo por organizaciones efectivas y sólidamente financiadas, no existía ninguna clase de sustituto para el acto de compasión, para la secreta afirmación de hermandad con los afligidos. Ahora había llegado el momento en que él mismo debía reclamar lo que necesitaba para mantenerse. Tenía sesenta y cinco años, carecía de empleo, estadísticamente no era empleable y necesitaba de un mínimo de libertad para dar a conocer la palabra que le había sido confiada.
Los fideicomisarios con los que tendría que enfrentarse eran cuatro. Cada uno de ellos formaba parte del más antiguo y selecto grupo de un importante banco. Alain los presentó con la ceremonia apropiada al caso: Sansom, del Barclays, Winter del Chase; Lambert del Crédit Lyonnais, madame Saracini del Banco Ambrogiano All'Estero.
Todos mostraron mucho respeto y algo de cautela. Estas casas en que habitaba el dinero eran en verdad muy extrañas, así como era curiosa la forma en que el poder era controlado a veces por las manos más inesperadas. Además sentían que habían sido llamados para dar cuenta de su administración de fondos y se estaban preguntando cuan grande —o pequeña— sería la capacidad de este ex-papa para leer un balance y discernir a través de sus líneas las pérdidas o las ganancias.
Madame Saracini habló en nombre de todos: era una mujer alta, cercana a los cuarenta, de piel cetrina, vestida de lino azul con encajes en el cuello y en las mangas. Su única joya consistía en un anillo de boda y un broche de oro con aguamarinas prendido en la pechera. Hablaba francés con un dejo de acento italiano. Poseía también un agudo sentido del humor y parecía preparada para ejercitarlo. Preguntó inocentemente:
—Le ruego que me perdone, pero ¿cómo debo dirigirme a usted? No puedo darle el título de Santidad. ¿Será entonces eminencia o monseñor? Porque tampoco puede ser padre Jean.
Jean Marie rió.
—Dudo que pueda existir al respecto ningún tipo de protocolo. Celestino V fue forzado a abdicar y más tarde, después de muerto, fue canonizado. Aún no he muerto, de manera que eso no se aplica ahora a mí. Y ciertamente soy menos que una eminencia. Por otra parte siempre he pensado que el título de monseñor es una innecesaria reliquia de la monarquía. De manera que, puesto que estoy viviendo como una persona privada, sin ningún tipo de misión canónica, ¿por qué no llamarme simplemente monsieur?
—No estoy de acuerdo, Jean. —Alain estaba claramente impactado por la sugerencia de su hermano. —Después de todo…
—Después de todo, querido hermano, tengo que vivir en mi propia piel y deseo vivir cómodamente… Ahora, madame, usted tendrá la bondad de explicarnos los misterios del dinero.
—Estoy segura —dijo madame Saracini sonriendo— de que sabe muy bien que en esto no hay misterio alguno, sino sólo los problemas relativos a mantener intacto el capital de base y una renta que se adelante a la inflación… Esto implica una administración a la vez vigilante y activa. Felizmente para usted, tiene ambas cosas, ya que su hermano es un excelente banquero… El capital existente al final del último año financiero oscila alrededor de los ocho millones de francos suizos. Como puede ver, el capital está dividido en porciones eminentemente estables: el treinta por ciento está invertido en propiedades, urbanas o rurales, veinte por ciento en acciones, veinte por ciento en bonos de primera clase, diez por ciento en obras de arte y antigüedades, y el restante veinte por ciento líquido en oro y dinero a interés a corto plazo… Como puede ver es una distribución bastante razonable y que además es susceptible de ser alterada con relativa facilidad. Si tiene algún comentario, le ruego que lo haga.
—Tengo una pregunta —dijo brevemente Jean Marie—. Estamos amenazados por una guerra. ¿Cómo intentamos proteger nuestros haberes?
—En lo que se refiere a los títulos comerciales —dijo el hombre del Chase—, tenemos el sistema más moderno de almacenaje y recuperación, triplicado y a veces cuadruplicado en áreas estratégicamente protegidas. Hemos erigido un código común —como parte de una práctica interbancaria— que nos permite proteger a nuestros clientes contra la pérdida de documentos. El oro, por supuesto está siempre destinado a ser almacenado en bóvedas. La tierra rural constituye un valor perenne. Los desarrollos urbanos serán arrasados, pero, aquí, una vez más, los seguros de guerra tienden a favorecer a las grandes compañías. Las obras de arte y las antigüedades, así como el oro, son un problema de adecuado almacenamiento. Tal vez le interesará saber que, durante estos últimos años, hemos estado comprando minas abandonadas y transformándolas en bóvedas de seguridad…
—Me siento muy confortado con esta noticia —dijo Jean Marie Barette con seca ironía—. Me pregunto por qué no ha sido igualmente posible invertir la misma cantidad de imaginación y de dinero para la protección de los ciudadanos contra las bombas y los gases venenosos. Me pregunto por qué nos sentimos tan preocupados con la recuperación de los títulos comerciales y tan poco en cambio con los proyectados asesinatos en masa de los inválidos y de los incompetentes.
En la sala reinó un momento de espantado silencio, hasta que, con helada furia, Alain Barette contestó a su hermano.
—Te diré por qué, hermano Jean. Es porque nosotros, al revés de lo que hacen tantos otros, guardamos fidelidad a nuestros clientes y mantenemos vivo el pacto que hicimos con ellos; y no olvides que tú eres uno de nuestros clientes. Otros podrán hacer las cosas mal, monstruosamente mal, pero no nos culpes por hacerlas bien. Creo que nos debes, a mis colegas y a mí, una excusa por lo que has dicho.
—Tienes razón, Alain —dijo Jean, contestando gravemente al reproche de su hermano—. Te ruego que me perdones y ustedes también, madame, caballeros… Confío en que me permitirán que les ofrezca una explicación. Ayer recibí un impacto muy fuerte, que me impresionó hasta los mismos huesos. Me enteré de que aquí, en mi patria, se están haciendo planes para eliminar, en cuanto estalle la guerra, a todos los impedidos… ¿Alguno de ustedes sabe algo sobre esto?