Los Caballeros de Neraka (29 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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El Señor de la Noche se rascó el bigotillo que cubría su labio superior con la punta de la pluma.

—Vaya. Parece una gran victoria. Habrá que felicitar a lord Aceñas.

—Sí, excelencia. —Sir Roderick sonrió complacido—. Gracias, excelencia.

—Habría sido una victoria mayor si lord Aceñas hubiese tomado Sanction como se le ordenó, pero supongo que se ocupará de ese pequeño asunto cuando lo crea conveniente.

Sir Roderick había dejado de sonreír. Empezó a hablar, tosió, y pasó unos segundos carraspeando.

—A decir verdad, excelencia, a buen seguro habríamos podido tomar la ciudad de no ser por los actos de amotinamiento de uno de nuestros oficiales jóvenes. En contra de las órdenes de lord Aceñas, esa joven oficial retiró del combate a toda una compañía de arqueros, de manera que no tuvimos la cobertura necesaria para lanzar un ataque contra las murallas de Sanction. Y, por si eso fuera poco, llevada por el pánico ordenó a los arqueros que dispararan cuando nuestros soldados se encontraban todavía en línea de tiro. Las bajas que sufrimos se deben completamente a la incompetencia de esa oficial. En consecuencia, lord Aceñas no creyó oportuno proceder con el ataque.

—Vaya, vaya —repitió Targonne—. Confío en que se haya castigado de manera sumarísima a esa oficial.

Sir Roderick se lamió los labios. Ésa era la parte difícil.

—Lord Aceñas lo habría hecho, excelencia, pero le pareció aconsejable consultarlo antes con vos. Ha surgido una situación que plantea dificultades y lord Aceñas no sabe cómo actuar. La joven ejerce una influencia mágica y extraña sobre los soldados, excelencia.

—¿De veras? —Targonne parecía sorprendido. Cuando habló en su voz había una nota de dureza—. Las últimas noticias que tengo son que a nuestros hechiceros les estaban fallando sus poderes mágicos. No sabía que una de nuestras hechiceras poseyera tanto talento.

—No es hechicera, excelencia. O al menos eso es lo que dice ella. Afirma ser la mensajera enviada por un dios, el único y verdadero dios.

—¿Y cómo se llama ese dios? —preguntó Targonne.

—¡Ah, en eso es muy lista, excelencia! Mantiene que el nombre del dios es demasiado sagrado para pronunciarlo.

—Las deidades van y vienen —manifestó Targonne con impaciencia. Estaba viendo una imagen asombrosa e inquietante en la mente de sir Roderick, y quería oírlo en labios del hombre—. Nuestros soldados no se dejarían engañar con semejantes paparruchas.

—Excelencia, la mujer no se limita a hablar. Realiza milagros. Milagros de curación como no se han visto en los últimos años debido a la debilitación de los poderes de nuestros místicos. Esa chica devuelve miembros amputados. Impone las manos sobre el pecho de un hombre y el agujero de la herida se cierra solo. Le dice a un hombre que tiene la espalda rota que puede levantarse, ¡y se incorpora! El único milagro que no realiza es devolver la vida a los muertos. En esos casos, reza junto a los cadáveres.

El crujido de una silla hizo que sir Roderick alzara los ojos y observara los iris acerados de Morham Targonne centelleando de manera desagradable.

—Por supuesto —se apresuró a corregir su error—, lord Aceñas sabe que no se trata de milagros, excelencia. Sabe que es una charlatana. Lo que pasa es que no consigue descubrir cómo lo consigue —agregó sin convicción— Y los hombres están entusiasmados con ella.

Targonne comprendió, alarmado, que todos los soldados de infantería y la mayoría de los caballeros se habían amotinado, que se negaban a obedecer a Aceñas. Habían trasladado su lealtad a una mocosa de cabeza rapada vestida con armadura negra.

—¿Qué edad tiene esa chica? —preguntó, frunciendo el entrecejo.

—Se le calculan unos diecisiete años, excelencia.

—¡Diecisiete! —Targonne no salía de su asombro—. ¿Qué indujo a Aceñas a nombrarla oficial, para empezar?

—No lo hizo, excelencia. No forma parte de nuestra ala. Ninguno de nosotros la había visto antes de su llegada al valle, justo antes de la batalla.

—¿Podría ser una solámnica disfrazada? —sugirió Targonne.

—Lo dudo, excelencia. Gracias a ella los solámnicos perdieron la batalla —contestó sir Roderick, sin percatarse de que lo que acababa de decir no encajaba con lo que había dicho antes.

Targonne advirtió la contradicción, pero se hallaba demasiado absorto en el tintineo del abaco de su mente como para prestar atención a otra cosa, aparte de tomar nota de que Aceñas era un incompetente chapucero al que había que reemplazar cuanto antes. El Señor de la Noche hizo sonar una campanilla que había sobre el escritorio; la puerta del despacho se abrió, dando paso a su ayudante.

—Busca en el registro de alistamiento de caballería —ordenó Targonne—. Localiza a... ¿Cómo se llama? —preguntó a Roderick a pesar de que podía oír el nombre resonando en la mente del caballero.

—Mina, excelencia.

—Mina —repitió el Señor de la Noche, como si lo saboreara—. ¿Nada más? ¿Ningún apellido?

—No que yo sepa, excelencia.

El ayudante se marchó y envió a varios funcionarios a realizar el encargo. Los dos caballeros guardaron silencio mientras se llevaba a cabo la búsqueda, y Targonne aprovechó el tiempo para seguir escudriñando la mente de Roderick, con lo que ratificó su conjetura de que el asedio a Sanction estaba en manos de un papanatas. De no haber sido por esa chica, el sitio se habría roto, los caballeros negros habrían sido derrotados, aniquilados, y los solámnicos ocuparían Sanction, triunfantes y sin trabas. El ayudante regresó.

—No encontramos a nadie llamado Mina en las listas, excelencia. Ni siquiera un nombre que se parezca.

Targonne despidió al ayudante con un ademán y el hombre salió.

—¡Brillante, excelencia! —exclamó sir Roderick—. Es una impostora. Podemos arrestarla y ejecutarla.

El Señor de la Noche resopló con desdén.

—¿Y qué crees que harán los soldados en esas circunstancias. Roderick? —instó—. ¿Esos a los que ella ha curado? ¿Esos a los que ha conducido a la victoria contra el detestado enemigo? Para empezar, las tropas de Aceñas estaban bajas de moral. —Targonne señaló con un gesto un montón de papeles—. He leído los informes. El porcentaje de deserciones entre las tropas de Aceñas es cinco veces superior al de cualquier otro comandante del ejército.

»
Dime una cosa —instó el Señor de la Noche, observando al caballero con astucia—. ¿Te sientes capaz de arrestar a esa tal Mina? ¿Tienes guardias que obedezcan esa orden? ¿O crees más probable que arresten en cambio a lord Aceñas?

Sir Roderick abrió la boca y volvió a cerrarla sin haber pronunciado una sola palabra. Recorrió con la mirada el cuarto, la alzó al techo, la dirigió hacia cualquier parte salvo a aquellos ojos acerados que las gruesas lentes aumentaban de tamaño de un modo horrible, pero aun así los sentía perforando su cráneo.

Targonne pasó las cuentas de su abaco mental. La chica era una impostora que se hacía pasar por una oficial de caballería. Había llegado en el momento en que más se la necesitaba. Ante lo que se perfilaba como una terrible derrota había alcanzado una aplastante victoria. Realizaba «milagros» en nombre de un dios desconocido.

¿Sería un activo o un pasivo?

En caso de ser pasivo, ¿se la podría cambiar como activo?

Targonne aborrecía el despilfarro. Excelente administrador y astuto negociador, sabía dónde y cómo se gastaba hasta la última moneda de acero. No era un avaro. Se aseguraba de equipar a la caballería con armamento y armaduras de la mejor calidad, y que los reclutas y mercenarios recibieran buena paga. Se mostraba inflexible respecto a que sus oficiales llevaran un libro con anotaciones exactas del dinero que gastaban.

Los soldados querían seguir a la tal Mina. Muy bien. Que la siguieran. Targonne había recibido esa misma mañana un mensaje de la gran Roja Malystrix exigiendo saber por qué se permitía que los silvanestis desafiaran sus edictos manteniendo un escudo mágico sobre su reino y negándose a pagar tributo. Targonne había preparado una misiva en respuesta, en la que explicaba a la hembra de dragón que atacar Silvanesti sería una pérdida de tiempo y de recursos humanos que podían utilizarse en cualquier otra parte con mayor provecho. Los exploradores enviados a investigar el escudo habían informado que era imposible de atravesar, que ningún tipo de arma —ya fuera de acero o mágica— le hacía mella. Según los exploradores, aunque se lanzara todo un ejército contra él no se lograría nada.

A ello se añadía el hecho de que un ejército que marchase hacia Silvanesti tendría que atravesar previamente Blode, el país de los ogros. Antiguos aliados de los caballeros negros, los ogros se habían enfurecido cuando los Caballeros de Neraka se expandieron hacia el sur y ocuparon sus mejores tierras, obligándolos a retirarse a las montañas y matando a centenares de ellos en el proceso. Existían informes de que los ogros estaban persiguiendo a la elfa oscura Alhana Starbreeze y a sus fuerzas, en algún punto cercano al escudo. Pero si los caballeros entraban en las tierras de los ogros, éstos se sentirían más que satisfechos de abandonar el ataque a los elfos —cosa que podrían reanudar en cualquier momento— y cobrarse venganza del aliado que los había traicionado.

La carta se hallaba sobre su escritorio, a falta de su firma. Llevaba allí varias horas. El Señor de la Noche era plenamente consciente de que esa misiva de rechazo enfurecería al dragón, pero estaba mucho mejor preparado para afrontar la ira de Malys que para desperdiciar recursos valiosos en una causa perdida. Cogió la carta y lenta, cuidadosamente, la rompió en pedacitos.

El único dios en el que Targonne creía era uno pequeño y redondo que podía apilarse en ordenados montones en la tesorería. No había creído ni por un momento que esa chica fuera una mensajera de los dioses. No creía en sus milagros curativos ni en el otro milagro de su don de mando. A diferencia del maldito e imbécil sir Roderick, Targonne no sentía la necesidad de entender
cómo
había hecho esa chica lo que había hecho. Lo único que necesitaba saber era
qué
hacía en beneficio de los Caballeros de Neraka, porque lo que era beneficioso para éstos también lo era para Morham Targonne.

Le daría una oportunidad de realizar un «milagro». Enviaría a la impostora y a los cabezas huecas de sus seguidores a atacar y tomar Silvanesti. Así, con una pequeña inversión de soldados, Targonne complacería a Malys, la tendría contenta. La peligrosa Mina y sus fuerzas serían aniquiladas, pero la pérdida se compensaría con la ganancia. Que muriese en tierras agrestes, que algún ogro masticara sus huesos para cenar. Ello pondría fin a la mocosa y a su dios anónimo.

Targonne sonrió a sir Roderick e, incluso, se levantó para acompañar al caballero hasta la puerta. Lo siguió con la mirada hasta que la figura con armadura negra se perdió de vista por los vacíos pasillos de la fortaleza, en los que resonaban sus pisadas. Acto seguido llamó a su ayudante.

Le dictó una carta a Malystrix en la que explicaba su plan para la conquista de Silvanesti. Despachó una orden al comandante de los Caballeros de Neraka en Khur para que marchara con sus fuerzas hacia el oeste, al sitio de Sanction, y sustituyera a lord Aceñas en el mando. Cursó órdenes de que el jefe de garra Mina y una compañía de soldados, cuidadosamente seleccionados, marcharan hacia el sur y atacaran y conquistaran la gran nación elfa de Silvanesti.

—¿Y que pasa con lord Aceñas, excelencia? —preguntó el ayudante—. ¿Se le asigna un nuevo destino? ¿Adónde se lo envía?

Targonne meditó sobre ello. Estaba de un humor excelente, una sensación que normalmente experimentaba al cerrar un trato comercial extraordinariamente bueno.

—Envía a Aceñas a informar personalmente a Malystrix. Así podrá contarle la historia de su gran «victoria» sobre los solámnicos. No me cabe duda de que la gran Roja se mostrará muy interesada en escuchar cómo cayó en una trampa del enemigo y por ello estuvo a punto de perder todo por lo que habíamos luchado con tanto empeño y teníamos ganado.

—Sí, excelencia. —El ayudante recogió sus papeles y se dispuso a regresar a su escritorio para despachar los documentos—. ¿Borro a lord Aceñas del rol de alistamiento? —preguntó, como una ocurrencia en el último momento.

Targonne había regresado a sus libros de cuentas. Se ajustó las lentes cuidadosamente sobre la nariz, cogió la pluma, hizo un ademán despreocupado de aquiescencia y se enfrascó de nuevo en sus activos y pasivos, sus sumas y sus restas.

11

El cántico de Lorac

Mientras Tasslehoff se hallaba a punto de morir de aburrimiento en la calzada que conducía a Qualinesti y al tiempo que sir Roderick regresaba a Sanction, completamente ignorante de que acababa de enviar a su superior a las fauces del dragón, Silvanoshei y Rolan iniciaban su periplo para sentar al joven príncipe en el trono de Silvanesti. El plan de Rolan era aproximarse a la capital, Silvanost, pero no entrar en ella hasta que se hubiese propagado por la ciudad la noticia de que el verdadero Cabeza de la Casa Real regresaba para reclamar su legítimo puesto como Orador de las Estrellas.

—¿Cuánto tardará en saberse? —inquirió Silvan con la impaciencia y la impetuosidad propias de la juventud.

—La noticia viajará más deprisa que nosotros, majestad —contestó Rolan—. Drinel y los otros Kirath que estaban con nosotros hace dos noches ya han partido para divulgarla. Se la comunicarán a todos los Kirath con los que se encuentren y a cualesquiera de los Montaraces en los que crean que pueden confiar. En su mayoría, los soldados son leales al general Konnal, pero hay unos pocos que empiezan a dudar de él. Todavía no manifiestan abiertamente su oposición, pero la llegada de vuestra majestad debería influir de manera notoria en que eso cambie. Los Montaraces siempre han jurado lealtad a la Casa Real. Como el propio Konnal no tendrá más remedio que hacer... O al menos fingir que lo hace.

—Entonces, ¿cuánto tiempo tardaremos en llegar a Silvanost? —quiso saber el joven príncipe.

—Dejaremos el camino y viajaremos en bote por el Thon-Thalas —dijo Rolan—. Me propongo llevaros a mi casa, que se encuentra en las afueras de la ciudad. Calculo que llegaremos en un par de días. Dedicaremos un tercero a descansar y a recibir los informes que para entonces habrán empezado a llegar. Si todo marcha bien, majestad, dentro de cuatro días entraréis triunfante en la capital.

—¡Cuatro días! —Silvan parecía escéptico—. ¿Se puede conseguir tanto en tan poco tiempo?

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