Los Caballeros de Neraka (37 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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Tasslehoff supuso que seguirían cabalgando a pesar de haber caído la noche. No se encontraban lejos de Qualinost o, al menos, así lo recordaba de sus anteriores viajes a la capital elfa. En un par de horas habrían llegado a la ciudad. El kender ansiaba ver a sus amigos de nuevo y preguntarles si tenían idea de quién era, si es que no era él. Si había alguien capaz de curar la magnesia, ése era Palin. Tasslehoff se llevó una gran sorpresa cuando Gerard frenó de repente su caballo y, manifestando que se sentía exhausto tras la larga jornada, anunció que pasarían la noche en el bosque.

Instalaron el campamento y encendieron una lumbre, para pasmo del kender, ya que el caballero se había negado a hacer fuego hasta ese momento, argumentando que era peligroso.

«Supongo que considera que estamos a salvo ahora, dentro de las fronteras de Qualinesti —se dijo Tas para sí, ya que seguía con la mordaza puesta—. Sin embargo, me pregunto por qué nos habremos parado. Tal vez ignora lo cerca que nos encontramos de la ciudad.»

El caballero frió un trozo de cerdo curado, y el aroma se extendió por el bosque. Le quitó la mordaza a Tas para que el kender pudiese comer; al instante se arrepintió de haberlo hecho.

—¿Cómo robé el artefacto? —inquirió, anhelante, el kender—. Oh, qué excitante. Jamás había robado nada, ¿comprendes? Está mal, pero que muy mal, eso de robar. Aunque supongo que en este caso es distinto, ya que los caballeros negros son mala gente. ¿En qué posada ocurrió? Hay bastantes en la calzada a Palanthas. ¿Fue en El Pato Sucio? Qué sitio tan estupendo. Todo el mundo para allí. ¿O tal vez en El Zorro y el Unicornio? En ese establecimiento no les gustan mucho los kenders, así que probablemente no.

Tasslehoff siguió parloteando, si bien no consiguió que el caballero le contase nada. Claro que eso tampoco le importaba mucho al kender, que era perfectamente capaz de inventarse todo el incidente sin ayuda de nadie. Para cuando hubieron acabado de comer y Gerard se marchó para lavar la sartén y los cuencos de madera en un arroyo cercano, el osado Tas había robado no uno, sino un montón de maravillosos artilugios mágicos, escamoteándolos en las mismísimas narices de seis Caballeros de la Espina, quienes lo habían amenazado con seis poderosos conjuros pero a los que había despachado —a todos a la vez, del primero al último— con un diestro golpe de su jupak.

—¡Y así debió de ser como acabé sufriendo magnesia! —concluyó Tas—. ¡Uno de los Caballeros de la Espina me rompió la crisma! Y estuve inconsciente varios días. Pero, no —añadió, desilusionado—. Eso no pudo ocurrir, o no habría conseguido escapar. —Reflexionó sobre ello un buen rato—. Ya lo tengo —exclamó al cabo, mirando triunfalmente a Gerard—. ¡Tú me atizaste en la cabeza cuando me arrestaste!

—No me tientes —gruñó el caballero—. Cierra el pico y duerme un poco. —Extendió su manta cerca de la lumbre, que se había reducido a un montón de brasas relucientes, se tapó y se volvió de espaldas al kender.

Tasslehoff se relajó en su petate y contempló las estrellas. El sueño no iba a sorprenderlo esa noche. Estaba demasiado ocupado rememorando sus hazañas como el
Azote de Ansalon,
el
Terror de Morgash,
el
Verdugo de Thorbardin.
Era un tipo realmente malo. Sólo con oír su nombre, las mujeres se desmayarían y a los hombres fuertes se les demudaría el semblante. No sabía exactamente lo que significaba «demudar», pero había oído decir que a los hombres fuertes les ocurría eso cuando se enfrentaban a un terrible enemigo, así que parecía muy apropiado en este caso. Se estaba imaginando su llegada a una ciudad, con todas las féminas desvanecidas junto a la tina de la colada y a los hombres fuertes demudándose a diestro y siniestro, cuando oyó un ruido. Un ruido muy débil, el chasquido de una ramita.

El kender no lo habría notado a no ser porque se había acostumbrado a que no sonara ningún ruido en el bosque. Alargó la mano y dio tirones a la manga de la camisa del caballero.

—¡Gerard! —llamó en un susurro alto—. ¡Creo que hay alguien ahí!

El caballero rebulló y resopló, pero no se despertó. Se metió más entre la manta.

El kender se quedó muy quieto, aguzando el oído. En el primer momento no oyó nada, pero después oyó otro ruido, como si una bota hubiese resbalado con una piedra suelta.

—¡Gerard! —llamó de nuevo—. Me parece que esta vez no es la luna. —Tas habría querido tener a mano su jupak.

El caballero rodó sobre sí mismo en ese instante y se puso de cara a Tasslehoff, que se quedó pasmado al ver a la luz de la moribunda lumbre que su compañero de viaje se hacía el dormido, pero no lo estaba.

—¡Chitón! —instó en un siseante susurro—. ¡Finge que duermes! —Él cerró los ojos.

Obediente, Tasslehoff hizo otro tanto, aunque los abrió al instante para no perderse nada. Y estuvo acertado, ya que de otro modo no habría visto a los elfos acercándose sigilosamente a ellos desde la oscuridad del bosque.

Iba a gritar para advertir al caballero, pero una mano le tapó la boca y la punta de un cuchillo le pinchó la garganta, sin darle tiempo a decir nada más que:

—¡Ger...!

—¿Qué? —masculló el caballero con voz adormilada—. ¿Qué ocu...?

Un instante después se ponía en movimiento e intentaba asir la espada, que había dejado a su alcance.

Un elfo descargó un fuerte pisotón sobre la mano de Gerard; Tas oyó el crujido de huesos y se encogió de dolor por empatía. Otro elfo recogió la espada y la puso fuera del alcance del caballero. Gerard intentó levantarse, pero el elfo que le había pisado la mano le asestó una violenta patada en la cabeza. Gerard soltó un gemido antes de desplomarse, inconsciente.

—Los tenemos a los dos, señor —dijo uno de los elfos, dirigiéndose a las sombras—. ¿Qué hacemos con ellos?

—No matéis al kender, Kalindas —respondió una voz desde la oscuridad; era una voz humana, la de un hombre, que sonaba amortiguada, como si saliese de las profundidades de una capucha—. Lo necesito vivo. Tiene que decirnos lo que sabe.

Aparentemente, el humano no era muy ducho en moverse por el bosque; aunque Tas no podía verlo, ya que el tipo se mantuvo en las sombras, sí oyó sus pies calzados con botas aplastando hojas y rompiendo ramitas. Los elfos, por el contrario, se movían tan silenciosos como el aire nocturno.

—¿Y el caballero negro? —preguntó Kalindas.

—Matadlo —respondió, indiferente, el humano.

El elfo acercó un cuchillo a la garganta del caballero.

—¡No! —chilló Tas mientras se retorcía—. ¡No podéis! ¡No es realmente un caballero neg...! —Tasslehoff acabó la frase con un sonido estrangulado.

—Cállate, kender —advirtió el elfo que lo tenía agarrado. Apartó la punta del cuchillo del cuello de Tas y la acercó contra su cabeza—. Haz un solo ruido más y te cortaré las orejas. Eso no afectará tu utilidad para nosotros.

—Preferiría que no me las cortaras —dijo Tas, que hablaba desesperadamente a pesar de sentir el filo del arma hendiendo su piel—. Me sujetan el pelo en la cabeza. Pero si no tienes más remedio, qué se le va a hacer. Es sólo que vais a cometer un terrible error. Venimos de Solace, y Gerard no es un caballero negro, ¿comprendes? Es un solámnico...

—¿Gerard? —lo interrumpió inesperadamente el humano desde la oscuridad—. ¡Quieto, Kellevandros! No lo mates aún. Conozco a un solámnico llamado Gerard, de Solace. Deja que le eche un vistazo.

La extraña luna había vuelto a salir, aunque su luz era intermitente; asomaba y desaparecía conforme unas nubes negras pasaban frente a su redonda y vacua cara. Tas intentó vislumbrar al humano, el cual estaba aparentemente al mando de aquella operación, ya que los elfos deferían a él todo cuanto se hacía. El kender sentía curiosidad; tenía la impresión de que había oído aquella voz con anterioridad, aunque no acababa de identificarla.

Sufrió una desilusión. El humano, que se arrodilló al lado de Gerard, llevaba una amplia capa y se cubría con la capucha. La cabeza del caballero cayó flaccidamente hacia un lado; la sangre le cubría la cara y respiraba con un sonido rasposo. El humano estudió su rostro.

—Lo llevamos con nosotros —ordenó.

—Pero, señor... —empezó a protestar el elfo llamado Kellevandros.

—En última instancia podrás matarlo después —dijo el humano, que se incorporó, giró sobre sus talones y se internó en el bosque.

Uno de los elfos apagó las brasas de la lumbre. Otro fue a tranquilizar a los caballos, en especial al corcel negro, que se había encabritado al aparecer los intrusos. Un tercer elfo puso una mordaza a Tas y le pinchó la oreja con el cuchillo en el momento en que el kender hizo intención de protestar.

Los elfos manejaron el cuerpo del caballero con eficiencia y rapidez. Le ataron pies y manos con cordones de cuero, lo amordazaron y le vendaron los ojos. Después lo alzaron en vilo, lo llevaron hasta el caballo y lo echaron atravesado sobre la silla.
Negrillo
se había asustado por la repentina invasión del campamento, pero ahora se mostraba tranquilo y aceptaba de buen grado las caricias del elfo, con la cabeza apoyada sobre su hombro mientras le rozaba con el hocico la oreja. Ataron las manos de Gerard con los pies, pasando la cuerda por debajo del vientre del caballo, y lo aseguraron bien a la silla.

El humano no dejaba de mirar al kender, pero Tas no alcanzó a vislumbrar su rostro porque en ese momento un elfo le metió un saco de arpillera por la cabeza y ya sólo pudo ver el áspero tejido. También le ataron los pies. Unas fuertes manos lo alzaron, lo echaron atravesado en la silla, y al
Azote de Ansalon
se lo llevaron atado como un fardo, metido en un saco, hacia el interior del oscuro bosque.

14

El baile de máscaras

Mientras el Azote de
Ansalon
era conducido al bosque, cubierto de ignominia además de por un saco, a sólo unos cuantos kilómetros de distancia, en Qualinost, el Orador de los Soles, soberano del pueblo qualinesti, ofrecía un baile de disfraces. Este tipo de acontecimientos era algo relativamente nuevo para los elfos, ya que se trataba de una costumbre humana implantada por su Orador, que llevaba una pequeña parte de esa raza en su sangre, una maldición transmitida por su padre, Tanis el Semielfo. Por lo general, los elfos despreciaban las costumbres de los humanos tanto como a ellos mismos, pero habían acogido con agrado la del baile de disfraces, que Gilthas había instaurado el año 21 con ocasión de celebrar el vigésimo aniversario de su ascensión al trono. Todos los años por esa misma fecha ofrecía un baile de máscaras, y en la actualidad se había convertido en el acontecimiento anual más destacado.

Las invitaciones para este importante acontecimiento eran codiciadas. Asistían los miembros de la Casa Real, los del Thalas-Enthia —el senado elfo—, las familias Cabezas de Casas, así como los oficiales de más alto rango de los caballeros negros, verdaderos dirigentes de Qualinesti. Además, concurrían veinte doncellas elfas cuidadosamente seleccionadas por el ilustre Palthainon, un antiguo miembro del senado elfo y recientemente designado prefecto por los Caballeros de Neraka para supervisar Qualinesti. Palthainon era nominalmente asesor y consejero de Gilthas, aunque en la capital se referían a él con el irónico apodo de «el titiritero».

El joven dirigente Gilthas no se había casado aún. No tenía heredero para el trono ni había perspectivas de que lo tuviese. Gilthas no sentía una particular aversión por el matrimonio, pero era incapaz de decidirse a dar ese paso, simplemente. Casarse era una decisión enormemente importante, argumentaba con sus cortesanos, y no debería tomarse sin la debida reflexión. ¿Y si cometía un error y elegía a la persona equivocada? Arruinaría toda su vida, así como la de la pobre mujer. En ningún momento se mencionó el amor. No se esperaba que el rey estuviese enamorado de su esposa. Su matrimonio sería únicamente por fines políticos; eso lo había establecido el prefecto Palthainon, quien había elegido varias candidatas idóneas entre las familias elfas más ilustres (y más ricas) de Qualinesti.

Todos los años, durante los últimos cinco, Palthainon había reunido a veinte de esas elfas cuidadosamente seleccionadas y las había presentado al Orador de los Soles para su aprobación. Gilthas bailaba con todas, manifestaba que todas eran de su agrado, que veía buenas cualidades en ellas, pero que no podía decidirse por ninguna. El prefecto controlaba gran parte de la vida del Orador —llamado desdeñosamente el «rey títere» por sus súbditos—, pero Palthainon no podía obligar a su majestad a tomar esposa.

Ahora, pasaba una hora de la medianoche; el Orador de los Soles había bailado con las veinte candidatas por deferencia al prefecto, pero no había bailado más de una vez con ninguna de las doncellas, ya que sería interpretado como una elección. Después de terminar cada baile, el rey se sentaba en el trono y contemplaba la celebración con aire meditabundo, como si la elección de la siguiente encantadora joven para el próximo baile supusiese un pesado deber para él, que echaba a perder totalmente su placer por la fiesta.

Las veinte doncellas lo observaban de reojo, cada una esperando alguna señal que indicara que era la preferida. Gilthas era apuesto. Su ascendencia humana no resultaba muy aparente en sus rasgos, excepto, conforme había madurado, por cierta angulosidad en la línea de la mandíbula y la barbilla que rara vez se veía en un varón elfo. Su cabello, del que se decía se sentía envanecido, le llegaba hasta los hombros y tenía un color rubio como la miel. Sus ojos eran grandes y almendrados. Su tez era pálida; se sabía que no gozaba de buena salud la mayor parte del tiempo. Rara vez sonreía y nadie podía culparlo por ello, ya que era de todos conocido que llevaba una vida como la de un pájaro enjaulado al que enseñan a repetir palabras y cuándo decirlas, y cuya jaula se cubre con un paño cuando debe guardar silencio.

No era pues de extrañar que Gilthas tuviese fama de indeciso, de irresoluto, amante de la soledad y de leer y escribir poesía, un arte que había empezado a desarrollar hacía tres años y para el que poseía un innegable talento. Sentado en su trono, un solio de manufactura y diseño antiguos, con el respaldo tallado y dorado a imagen del sol, Gilthas observaba a las parejas que bailaban con aire impaciente, dando la impresión de estar deseoso de regresar a la intimidad de sus aposentos y al placer de sus rimas.

—Su majestad parece inusitadamente animado esta noche —observó el prefecto Palthainon—. ¿Habéis reparado en cómo está pendiente de la hija mayor del jefe de gremio de la Casa de Orfebres?

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