Repitió la fórmula y al final añadió «Jenna».
Un hechicero hambriento le había vendido a la mujer los seis pendientes de plata. Se mostró evasivo con respecto a dónde los había hallado, farfullando algo sobre que se los había dejado un tío que había muerto.
—Es cierto que antaño estos pendientes pertenecían al fallecido —le había dicho Jenna a Palin—. Sin embargo, el hechicero no los recibió en herencia. Los robó.
No abundó en el tema. Muchos magos antaño respetables —incluido el propio Palin— habían recurrido al saqueo de tumbas en su desesperada búsqueda de magia. El mago había descrito las propiedades de los pendientes, afirmando que no los habría vendido de no ser porque la extrema necesidad lo obligaba a hacerlo. Jenna le había pagado una suma cuantiosa y, en lugar de poner los pendientes a la venta en su tienda, había entregado uno a Palin y otro a Ulin, su hijo. No le dijo a Palin quiénes llevaban los demás.
Tampoco él le preguntó. Hubo un tiempo en que los magos del Cónclave confiaban unos en otros. En estos días oscuros, con la magia menguando, cada cual miraba al resto de reojo mientras se preguntaba: «¿Tiene más que yo? ¿Ha encontrado algo que yo no he descubierto? ¿Se le habrá dado un poder que a mí se me niega?».
Palin no obtuvo respuesta. Suspiró y repitió las palabras mientras frotaba el metal con sus dedos. Cuando recibió el pendiente, el conjuro funcionaba de inmediato, mientras que ahora necesitaría intentarlo tres o cuatro veces, siempre con el miedo acuciante de que esa vez podría fallar por completo.
¡Jenna!,
susurró mentalmente en tono urgente.
Algo leve y delicado le tocó el rostro, como el roce de las alas de una mosca. Irritado, se apresuró agitar la mano, rota la concentración. Buscó el insecto para espantarlo, pero no lo encontró. Se disponía a hacer un nuevo intento cuando los pensamientos de Jenna respondieron a los suyos.
Palin...
El mago centró sus pensamientos, reduciendo el mensaje todo lo posible por si la magia fallaba antes de que tuviese tiempo de transmitirlo.
Necesidad urgente. Reúnete conmigo en Solace. De inmediato.
Parto ahora mismo.
Jenna no dijo nada más, no perdió tiempo ni parte de su magia en hacer preguntas. Confiaba en él. No la llamaría si no tuviese una buena razón.
Palin contempló el artilugio que sostenía amorosamente en sus manos tullidas.
«¿Será la llave de mi celda? —se preguntó—. ¿O sólo otro azote del látigo»
* * *
—Está muy cambiado —comentó Gerard después de que Palin se hubiese marchado—. No lo habría reconocido. Y el modo en que habló de su padre... —Sacudió la cabeza.
—Allá donde se encuentre Caramon, no me cabe duda de que lo entenderá —dijo Laurana—. Palin ha cambiado, sí, pero ¿quién no lo habría hecho tras pasar por una experiencia tan horrible? No creo que ninguno de nosotros lleguemos a entender jamás la tortura que hubo de soportar a manos de los Túnicas Grises. Y, hablando de ellos, ¿cómo planeáis viajar hasta Solace? —preguntó, cambiando con habilidad el tema de Palin a otras consideraciones más prácticas.
—Tengo mi caballo, el negro. Pensé que quizá Palin podría ir en la yegua que alquilé para el kender.
—¡Y así yo iría montado en la grupa del corcel negro, contigo! —intervino Tas, complacido—. Aunque no estoy seguro de que a
Pequeña Gris
le caiga bien Palin, pero si hablo con ella, tal vez...
—Tú no vienes —lo interrumpió Gerard, sin andarse con rodeos.
—¡Que no voy! —repitió el kender, estupefacto—. ¡Pero si me necesitáis!
Gerard pasó por alto el comentario, el cual, de todas las afirmaciones hechas a lo largo del curso de la historia, podía considerarse seguramente como la que menos atención merecía.
—El viaje durará muchos días, pero eso es algo que no tiene remedio. Parece el único modo de...
—Hay otra opción que está en mi mano ofreceros —dijo Laurana—. Los grifos podrían llevaros volando a Solace. Trajeron a Palin y os transportarán de vuelta a los dos. Mi halcón,
Ala Brillante,
les llevará un mensaje. Los grifos podrían encontrarse aquí pasado mañana, y Palin y vos estaríais en Solace esa misma tarde.
Gerard tuvo una fugaz visión de sí mismo volando a lomos de un grifo; quizá sería más preciso decir que tuvo una fugaz visión de sí mismo precipitándose desde el lomo de un grifo, para ir a estrellarse de cabeza contra el suelo. Enrojeció y buscó desesperadamente una disculpa que no lo hiciese parecer un redomado cobarde.
—De ninguna manera podría aceptar vuestra generosa oferta. No quiero abusar de... Deberíamos partir de inmediato...
—Tonterías. El descanso os vendrá bien —contestó Laurana, que sonrió como si supiese la verdadera razón de que se mostrara reacio a su propuesta—. Así ahorraréis una semana de viaje y, como dijo Palin, debemos actuar con rapidez, antes de que Beryl descubra que hay un objeto mágico tan valioso en su territorio. Mañana, después de que anochezca, Kalindas os guiará hasta el punto de encuentro.
—Nunca he volado en un grifo —lanzó una indirecta Tas—. Al menos, no que yo recuerde. Tío Saltatrampas sí lo hizo. Decía que...
—No —se negó en redondo Gerard—. De ninguna manera. Te quedarás con la reina madre, si accede a ello. El asunto es ya bastante peligroso sin que además... —No finalizó la frase.
El ingenio mágico se hallaba de nuevo en posesión del kender. Tasslehoff se lo estaba guardando bajo la pechera de la camisa.
* * *
Lejos de Qualinost, pero no tanto como para no enterarse de lo que pasaba allí, la gran hembra Verde, Beryl, yacía en la maraña vegetal, sofocada de enredaderas, que era su cubil, rumiando los agravios que le habían hecho. Agravios que le picaban y escocían como cuando la piel está infestada de parásitos y, al igual que quien sufre esa infección, podía rascarse aquí y allí, pero el picor parecía desplazarse a otro lado, de manera que nunca se libraba completamente de él.
El meollo de todos sus problemas y desazones era una gran Roja, un monstruoso reptil al que Beryl temía más que a nada en el mundo, aunque habría permitido que le arrancaran las alas y que le hiciesen nudos en la cola antes que admitir tal cosa. Su miedo era la principal razón de que accediese a cerrar el pacto tres años atrás. Había imaginado su propio cráneo adornando el tótem de Malys. Aparte de que quería seguir conservando la cabeza, Beryl había resuelto no dar jamás esa satisfacción a su descomunal pariente.
El acuerdo de paz entre los dragones parecía una buena idea en su momento. Terminaba con la sangrienta Purga de Dragones durante la cual los reptiles no sólo habían combatido y matado a mortales, sino que también lo habían hecho entre sí. Los dragones que habían salido vivos y fortalecidos del conflicto se repartieron Ansalon, cada cual reclamando una parte sobre la que gobernar mientras se dejaban algunos territorios anteriormente disputados, como Abanasinia, sin tocar.
La paz había durado alrededor de un año antes de que empezara a desmoronarse. Cuando Beryl notó que sus poderes mágicos empezaban a menguar, culpó de ello a los elfos, culpó a los humanos, pero en el fondo sabía muy bien quién era la verdadera culpable: Malys estaba robándole su magia. ¡Así se entendía que su pariente Roja ya no tuviera necesidad de matar a los de su especie! Había hallado un modo de exprimir el poder de otros dragones hasta dejarlos sin una gota. La magia de Beryl había sido su principal arma de defensa contra su pariente más fuerte. Sin esa magia, la hembra Verde se encontraría tan indefensa como un enano gully.
Cayó la noche y Beryl seguía rumiando. La oscuridad envolvió su cubil como otra inmensa enredadera. Se quedó dormida, arrullada por la nana de sus maquinaciones e intrigas. Soñó que por fin encontraba la legendaria Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, que envolvía su inmenso corpachón alrededor del edificio y sentía fluir la magia dentro de sí, cálida y dulce como la sangre de un Dragón Dorado...
—¡Excelentísima señora! —Una voz siseante la despertó de su agradable sueño.
Beryl parpadeó y resopló, exhalando vapores venenosos que se enroscaron entre las hojas.
—Sí, ¿qué ocurre? —demandó mientras enfocaba los ojos en el propietario de la voz siseante. Veía perfectamente bien en la oscuridad, por lo que no necesitaba luz.
—Ha llegado un mensajero desde Qualinost —informó el sirviente draconiano—. Afirma que trae noticias urgentes. De otro modo no os habría molestado.
—Hazlo pasar.
El draconiano hizo una reverencia y salió para dar paso a otro draconiano, un baaz llamado Groul, uno de los mensajeros favoritos de Beryl que gozaba de su confianza y que viajaba entre el cubil y Qualinesti. Los draconianos habían sido creados durante la Guerra de la Lanza, cuando los Túnicas Negras y los clérigos oscuros leales a Takhisis robaron los huevos de los dragones del Bien y les dieron vida en la horrenda forma de aquellos hombres-lagarto con alas. Como todos los de su especie, el baaz caminaba erguido sobre sus fuertes piernas, pero podía correr en cuatro patas utilizando las alas para desplazarse con mayor rapidez sobre el suelo. Su cuerpo estaba cubierto de escamas, con un apagado brillo metálico. Llevaba poca ropa encima, ya que habría estorbado sus movimientos; como mensajero que era iba armado sólo con una espada corta y ligera, sujeta con correajes a la espalda, entre las alas.
Beryl se espabiló completamente. Una criatura por lo general lacónica que rara vez manifestaba emoción alguna, Groul parecía muy complacido consigo mismo esa noche. Sus ojos de reptil relucían por la excitación y una ancha sonrisa distendía sus fauces mientras la punta de la lengua salía y entraba de la boca sin cesar.
—¿Traes noticias de Qualinost? —preguntó Beryl con fingida despreocupación; no quería mostrarse demasiado interesada.
—Sí, excelentísima señora —contestó Groul, adelantándose para situarse cerca de una de las enormes garras delanteras del dragón—. Nuevas muy interesantes relativas a la reina madre, Laurana.
—¿De veras? ¿Acaso ese necio caballero, Medan, sigue enamorado de ella?
—Por supuesto. —Groul desestimó aquello como una noticia sabida de sobra—. Según nuestro espía, la ampara y la protege, pero eso no es tan malo, señora. La reina madre se cree invulnerable y de ese modo podemos descubrir qué traman los elfos.
—Cierto —convino la Verde—. Siempre y cuando Medan no olvide a quién debe lealtad realmente, consentiré su pequeño flirteo. Me ha servido bien hasta ahora, pero su destitución sería fácil. ¿Qué más? Porque creo que hay algo más...
Beryl apoyó la testa en el suelo a fin de situarse al mismo nivel del draconiano y lo miró fijamente. La excitación del baaz era contagiosa y la sintió bullir en sus venas, causándole un estremecimiento en todo el cuerpo. Agitó la cola, y sus garras se hincaron profundamente en el rezumante cieno. Groul se acercó más.
—Os informé hace días que el mago humano, Palin Majere, había ido a escondidas a la casa de la reina madre. Nos preguntamos la razón de esa visita, y vos sospechabais que estaba allí para buscar artefactos mágicos.
—Sí, prosigue.
—Me complace informaros, excelentísima señora, que el mago ha encontrado uno.
—¿De veras? —Los ojos de Beryl centellearon y arrojaron un escalofriante fulgor verdoso sobre el draconiano—. ¿Qué artefacto es? ¿Qué propiedades tiene?
—Según nuestro espía elfo, ese objeto tiene algo que ver con viajar en el tiempo. Está en posesión de un kender, que afirma venir de otro tiempo, uno anterior a la Guerra de Caos.
Beryl resopló con desdén y llenó el cubil de vapores tóxicos. El draconiano se atragantó y tosió.
—Esas sabandijas dirían cualquier cosa. Si eso es todo lo que tienes que...
—No, no, excelentísima señora —se apresuró a añadir Groul cuando finalmente pudo hablar—. El espía elfo informó que el hallazgo de ese artefacto causó una gran excitación en Palin Majere, hasta el punto de que el mago ha hecho los preparativos para partir de Qualinost de inmediato con dicho objeto a fin de estudiarlo.
—Ah, ¿sí? —Beryl se relajó y se arrellanó cómodamente—. De modo que se excitó. Entonces, el artefacto debe de ser poderoso. Tiene olfato para esas cosas. «Dejadlo marchar. Nos conducirá hasta la magia como un cerdo conduce a las trufas», como les dije a los Túnicas Grises cuando se disponían a matarlo. ¿Cómo podríamos hacernos con ese objeto?
—Pasado mañana, excelentísima señora, el mago y el kender se marcharán de Qualinesti. Van a reunirse con un grifo que los llevará volando hasta Solace. Ése sería el mejor momento para capturarlos.
—Regresa a Qualinost e informa a Medan...
—Disculpadme, señora. No se me permite ver al gobernador militar. Por lo visto los de mi clase le desagradamos.
—Cada día se vuelve más como un elfo —gruñó la Verde—. Cualquier día va a despertarse con las orejas puntiagudas.
—Puedo enviar a mi espía a informarle. Así es como actúo por lo general y, de paso, me mantiene informado a mí sobre lo que pasa en el entorno de Medan.
—De acuerdo. Éstas son mis órdenes. Haz que tu espía comunique al gobernador Medan que quiero que se capture a ese mago. Vivo. Y toma buena nota de que han de entregármelo a mí, no a esos inútiles Túnicas Grises.
—Sí, excelentísima señora. —Groul se dirigió hacia la salida, pero entonces se detuvo y se volvió—. ¿Os fiáis del gobernador en un asunto tan importante?
—Por supuesto que no —respondió desdeñosa, Beryl—. Por eso pienso hacer mis propios planes. ¡Y ahora, vete!
* * *
El gobernador Medan tomaba el desayuno en su jardín, desde donde le gustaba ver salir el sol. Había hecho instalar la mesa y la silla sobre una repisa rocosa, junto a un estanque tan abarrotado de nenúfares que apenas se veía el agua. Un cercano arbusto, llamado nevazo, desprendía multitud de diminutas flores blancas que llenaban el aire. Tras acabar su desayuno, el gobernador leyó los despachos matinales que acababan de llevarle y escribió sus órdenes para el día. De vez en cuando hacía un alto en el trabajo para echar migas de pan a los peces, los cuales estaban tan acostumbrados a ello que todas las mañanas a la misma hora acudían a la superficie del estanque para esperar la aparición del humano.
—Señor. —El ayudante de Medan se aproximó mientras se sacudía, irritado, las florecillas que caían sobre su negro uniforme—. Un elfo del personal de la reina madre desea veros.