—Ah, ¿nuestro traidor?
—Sí, señor.
—Tráelo de inmediato a mi presencia.
El ayudante estornudó, masculló una respuesta hosca y se marchó.
Medan desenvainó el cuchillo de la vaina que llevaba en el cinturón y puso el arma sobre la mesa antes de sorber un poco de vino. Por lo general no tomaba tales precauciones. Había habido un intento de asesinato contra él mucho tiempo antes, poco después, de llegar para hacerse cargo de Qualinesti, pero el plan no tuvo éxito. Se prendió a los implicados y se los ahorcó, tras lo cual se destriparon y descuartizaron sus cadáveres, y los pájaros carroñeros se dieron un banquete con los despojos.
Sin embargo, recientemente los grupos rebeldes se estaban volviendo más osados, sus actos más desesperados. En especial le preocupaba una guerrera cuya belleza, coraje en la batalla y temerarias hazañas la estaban convirtiendo en una heroína para los subyugados elfos. La llamaban
La Leona
por su brillante mata de pelo. Ella y su grupo de rebeldes atacaban caravanas de abastecimiento, hostigaban a las patrullas y emboscaban a mensajeros, complicando cada vez más la vida, antes placentera y tranquila, a Medan.
Alguien les pasaba información sobre los movimientos de las tropas, el trayecto de las patrullas, la ruta de las caravanas de provisiones. Medan había tomado medidas drásticas para mejorar la seguridad; retiró de su servicio a todos los elfos (excepto al jardinero) e instó al prefecto Palthainon y a los demás oficiales elfos que colaboraban con los caballeros negros a tener cuidado con lo que hablaban y dónde lo hacían. Pero la seguridad no era fácil en una tierra donde una ardilla sentada en el alféizar de la ventana, comiendo frutos secos, podría estar echando un vistazo a los mapas y tomando nota de la disposición de las tropas.
El ayudante de Medan regresó, todavía estornudando, seguido por un elfo que llevaba un esqueje en la mano.
El gobernador despidió a su ayudante, no sin antes recomendarle que tomase una infusión de hierba gatera para aliviar el catarro. Medan bebió despacio su vino, disfrutándolo; le encantaba el sabor del caldo elfo, en el que podía apreciarse el sabor de las flores y la miel con los que estaba elaborado.
—Gobernador Medan, mi señora os envía este esqueje de lilo para vuestro jardín. Dice que vuestro jardinero sabrá cómo plantarlo.
—Déjalo ahí. —El humano señaló la mesa. No miró al elfo y siguió echando migas a los peces—. Si eso es todo, puedes marcharte.
El elfo tosió, aclarándose la garganta.
—¿Hay algo más? —inquirió con fingido desinterés Medan. El elfo echó una ojeada al jardín con aire furtivo—. Habla. Estamos solos —instó.
—Señor, se me ha ordenado que os pase cierta información. Ya os había hablado de que el mago, Palin Majere, visitaba a mi señora.
—Sí —asintió Medan—, y se te asignó para que lo vigilases y me informaras de lo que hacía, de modo que supongo que algo habrá hecho cuando estás aquí.
—Palin Majere ha obtenido recientemente un objeto de enorme valor, un artefacto mágico de la Cuarta Era, y va a sacarlo de Qualinost. Su plan es llevarlo a Solace.
—De modo que informaste del descubrimiento de ese artefacto a Groul, que a su vez puso en antecedentes al dragón —adivinó Medan, demostrando poseer una gran intuición. Más problemas—. Y, naturalmente, Beryl lo quiere.
—Majere viajará en grifo. Tiene que reunirse con el animal mañana al amanecer, en un claro situado a unos treinta kilómetros al norte de la ciudad. Irá en compañía de un kender y de un caballero solámnico...
—¿Un solámnico? —repitió Medan, muy sorprendido y más interesado en el caballero que en el mago—. ¿Cómo se las ingenió un solámnico para entrar en Qualinesti sin ser descubierto?
—Se disfrazó como uno de vuestros caballeros, señor. Fingió que el kender era su prisionero, el cual había robado un objeto mágico, y que lo llevaba a los Túnicas Grises. La noticia sobre el artefacto llegó a oídos de Majere, que tendió una emboscada al caballero y al kender, como el solámnico había planeado, y los condujo a la casa de la reina madre.
—Un hombre inteligente, valeroso e ingenioso. —Medan echó más miguitas de pan a los peces—. Estoy deseando conocer a ese paradigma de virtudes.
—Sí, milord. Como decía, el caballero estará con Palin Majere en el bosque, junto con el kender. Puedo proporcionaros un map...
—A buen seguro que sí —lo interrumpió Medan, e hizo un gesto despidiendo al elfo—. Da los detalles a mi ayudante. Y saca tu traicionera persona de mi jardín. Contaminas el aire.
—Disculpadme, señor —insistió osadamente el elfo—, pero queda el asunto del pago. Según Groul, el dragón se mostró extremadamente complacido con la información, y eso hace que valga una suma considerable, mayor de la habitual. Digamos... ¿el doble de lo que recibo normalmente?
Medan dirigió una mirada despectiva al elfo y después cogió papel y pluma.
—Entrega esto a mi ayudante. Él se ocupará de que se te pague. —Medan escribió con deliberada lentitud, sin apresurarse. Detestaba esos enredos y consideraba vergonzoso y degradante el uso de espías—. ¿Qué haces con todo el dinero que te hemos pagado por traicionar a tu señora, elfo? —No pensaba dignificar a aquel desgraciado pronunciando su nombre—. ¿Planeas entrar en el senado? ¿Quizá sustituir al prefecto Palthainon, ese otro monumento a la traición?
El elfo se encontraba cerca, con los ojos prendidos en el papel en el que el gobernador escribía una cifra y la mano presta para asirlo.
—Es fácil para vos hablar así, humano —replicó con acritud—. No nacisteis siendo un sirviente, como yo, sin oportunidades para prosperar. «Deberías sentirte honrado con el lugar que te ha deparado la vida», me decían. «Después de todo, tu padre era un servidor de la Casa Real, al igual que lo fue tu abuelo y antes que él, tu bisabuelo. Naciste en la Casa de la Servidumbre. ¡Si tratas de abandonarla o ascender, provocarás la caída de la sociedad elfa!» —Ja! Que se rebaje mi hermano si quiere. Que se incline, se postre y se humille ante la señora. Que corra a cumplir sus mandados. Que muera con ella el día que el dragón ataque y los destruya a todos ellos. Yo quiero hacer de mi vida algo mejor. Tan pronto como haya ahorrado dinero suficiente, abandonaré este lugar y me abriré camino en el mundo.
Medan firmó la nota, derramó un poco de cera líquida bajo la rúbrica y presionó con su sello sobre la sustancia todavía blanda.
—Toma, aquí tienes. Me complace contribuir a tu marcha.
El elfo cogió la nota con rapidez, leyó la cantidad reseñada, sonrió y, tras hacer una reverencia, partió prestamente.
Medan echó el resto del pan al estanque y se puso de pie. Le había estropeado el día aquel ser despreciable que, por avaricia, pasaba información sobre la mujer a quien servía; una mujer que confiaba en él.
«Al menos capturaré a ese Palin Majere fuera de Qualinost —pensó el gobernador—. No será necesario involucrar a Laurana en ello. De haberme visto obligado a prender al mago en la casa de la reina madre, no me habría quedado más remedio que arrestarla a ella por acoger a un fugitivo.»
Se imaginaba el tumulto que provocaría tal arresto. La reina madre gozaba de gran popularidad; su pueblo, al parecer, la había perdonado por contraer matrimonio con un semihumano y por tener un hermano en el exilio, calificado de «elfo oscuro», alguien que ha sido expulsado de la luz. El senado pondría el grito en el cielo. La población, bastante excitada ya, se indignaría. Incluso existía la posibilidad de que la noticia del arresto de su madre consiguiera que su inútil hijo reaccionase y demostrara tener redaños.
De ese modo era mucho mejor. El gobernador había estado esperando una oportunidad así. Entregaría a Majere y el artefacto a Beryl y se acabó el asunto.
Medan se alejó para poner el retoño de lilo en agua a fin de que no se secara.
Gilthas y La Leona
Gilthas, el «inútil hijo» de Laurana, se encontraba en ese momento descansando sus más que suficientes redaños en una silla de un cuarto subterráneo de una taberna, que era propiedad y estaba dirigida por enanos gullys. El establecimiento se llamaba Tragos y Eructos porque, según los gullys, era lo único que los humanos hacían en una taberna.
Tragos y Eructos estaba situada en un pequeño asentamiento aghar que ni siquiera merecía el nombre de «aldea», cercano a la fortaleza de Pax Tharkas. La taberna era el único edificio del asentamiento. Los gullys que dirigían el establecimiento vivían en cuevas, en las colinas que se alzaban detrás de la taberna, y bajo la cual se extendían unos túneles que eran los únicos caminos de acceso a dichas cuevas.
La comunidad gully se hallaba a unos ciento treinta kilómetros en línea recta desde Qualinost a vuelo de grifo, pero la distancia era mucho mayor si se viajaba por tierra. Gilthas había volado a lomos de un grifo cuya familia estaba al servicio de la Casa Real. La bestia había depositado al rey y a su guía en el bosque, y ahora aguardaba su regreso con menos impaciencia de la que podía esperarse en un ser de su clase. Kerian se había ocupado de proporcionar al grifo un venado recién muerto para que las largas horas de espera transcurrieran más placenteramente, así como para asegurarse de que el animal no se merendara a ninguno de sus huéspedes.
Sorprendentemente, Tragos y Eructos era muy popular. Tal vez no fuera tan sorprendente habida cuenta de que sus precios eran los más bajos de todo Ansalon. Con dos monedas de cobre podía tomarse cualquier cosa. El negocio lo inició el mismo gully que fue cocinero al servicio del difunto Señor del Dragón Verminaard.
A la gente que conoce a los gullys pero que nunca ha probado sus guisos le resulta imposible imaginar siquiera comer algo preparado por uno de estos enanos. Si se tiene en cuenta que uno de los platos preferidos —y que se considera una delicia— de los gullys es la carne de rata, hay quien equipara la idea de tener un cocinero aghar con el deseo de morirse.
Los gullys son los marginados de la raza enana. Aunque pertenecen a ella, los demás enanos lo niegan y hacen lo imposible por explicar por qué los gullys son enanos sólo de nombre. Los aghars son extremadamente estúpidos, al menos, así lo cree la mayoría de la gente. Son incapaces de contar más de dos, por lo que su sistema de cálculo se reduce a «uno» y «dos». Una enana gully llamada Bupu, convertida en una leyenda entre los aghars, de hecho llegó a contar más allá de dos en cierta ocasión, utilizando el término «un montón».
Los gullys no son conocidos precisamente por su interés en matemáticas superiores, sino por su cobardía, su suciedad, su afición por la miseria y —cosa chocante— su cocina. Resultan unos cocineros extraordinarios siempre y cuando el comensal establezca unas normas sobre qué se puede servir en la mesa y qué no, y se abstenga de entrar en la cocina para ver cómo se preparan los platos.
Tragos y Eructos servía un excelente asado de pierna de venado cubierta con cebolla y bañada en salsa de su propio jugo. La cerveza era aceptable, no tan buena como en otros establecimientos, pero su precio estaba en consonancia. El aguardiente enano, realmente excepcional, daba renombre a la taberna. Los gullys lo destilaban de los hongos cultivados en sus dormitorios. (Un buen consejo para quienes tomasen dicho brebaje sería que no pensaran demasiado en ese hecho.)
El establecimiento era frecuentado sobre todo por humanos que no podían permitirse pagar precios más altos, por kenders que se alegraban de encontrar a un tabernero que no los echase a la calle nada más verlos, y por los que actuaban al margen de la ley y que enseguida descubrían que los Caballeros de Neraka rara vez patrullaban por el camino carretero lleno de rodadas y mal llamado calzada que conducía a la taberna.
Tragos y Eructos era también la guarida y el cuartel general de la guerrera conocida como
La Leona,
una mujer que era asimismo, de haberlo sabido alguien, reina de Qualinesti, la esposa secreta del Orador de los Soles, Gilthas.
El soberano elfo se hallaba sentado en la penumbra del fondo de la taberna, intentando dominar su impaciencia. Los elfos nunca se impacientaban; muy longevos, sabían que el agua cocería, que la masa del pan subiría, que la encina germinaría, que el roble crecería y que todo ese afán, esa intranquilidad y esos intentos de apresurar el proceso de las cosas sólo servían para ocasionar trastornos en el estómago. Gilthas había heredado la impaciencia de su padre semihumano, y aunque se esforzaba en disimularlo, sus dedos tamborileaban en la mesa y su pie daba golpecitos en el suelo.
Kerian lo miró y sonrió. Una vela ardía entre ambos, sobre el tablero. La llama se reflejaba en los ojos castaños de ella, brillaba cálidamente en su tez suave y morena, y arrancaba destellos del lustroso cabello dorado. Kerian era una kalanesti o Elfa Salvaje, una raza de elfos que, a diferencia de sus parientes que moraban en las ciudades, los qualinestis y los silvanestis, vivía en plena naturaleza. Como no intentaban cambiarla o moldearla, estaban considerados como bárbaros por sus parientes más sofisticados, que incluso habían llegado a esclavizar a los kalanestis y los obligaban trabajar como sirvientes en las casas ricas; todo ello por su propio bien, naturalmente.
Kerian había sido esclava en la casa del senador Rashas y estaba presente cuando Gilthas fue llevado allí por primera vez, en apariencia como un huésped, pero en realidad como prisionero. Los dos se habían enamorado nada más verse, aunque pasaron meses, incluso años, antes de que se confesaran sus sentimientos e intercambiaran las promesas de su matrimonio secreto.
Únicamente otras dos personas, Planchet y la madre de Gilthas, Laurana, sabían que el rey estaba casado con una muchacha que antaño había sido una esclava y que en la actualidad era conocida como
La Leona,
la intrépida cabecilla de los khansaris, o los Nocturnos.
Al advertir la mirada de Kerian, Gilthas cayó de inmediato en la cuenta de lo que estaba haciendo. Apretó los puños para dejar de tamborilear con los dedos y cruzó los pies a fin de obligarse a mantenerlos quietos.
—Ea —dijo, pesaroso—. ¿Mejor así?
—Acabarás mal de los nervios si no tienes cuidado —lo reprendió Kerian con una sonrisa—. El enano vendrá, dio su palabra.
—Es tanto lo que depende de eso —comentó Gilthas. Estiró las piernas para aliviar los músculos agarrotados por el desacostumbrado ejercicio—. Quizás incluso nuestra supervivencia como un... —Calló bruscamente y miró hacia el suelo—. ¿Has notado eso?