Las ardillas de Central Park están tristes los lunes

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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La vida, a menudo, se divierte y, escondido en una palabra, una sonrisa, un billete de metro o el pliegue de una cortina, nos entrega un diamante capaz de colmar todas nuestras expectativas. Para Joséphine el diamante podría ser la propuesta de su editor de que escriba una nueva novela, las llamadas de Philippe a las que no contesta o la incondicional amistad de su amiga Shirley. ¿Será Joséphine el diamante de Philippe? ¿Y cuál es el que persigue Shirley?

Alrededor de estos tres personajes, todo un abanico de jóvenes —Hortense, Gary, Zoé, Alexandre— buscan también el diamante que ha de cambiar sus vidas para siempre, dejándose guiar por esas pequeñas piedras que van encontrando en el camino. Porque si nos detenemos un instante, si observamos con atención y nos atrevemos a coger lo que nos ofrece una mano tendida, la vida, probablemente, no volverá a cubrirse de tristeza. Ni el sábado, ni el domingo, ni tampoco el lunes…

Katherine Pancol

Las ardillas de Central Park están tristes los lunes

(Trilogía animal - 03)

ePUB v1.1

betatron
 
06.07.12

Título: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes

Título original
:
Les écureuils de Central Park sont tristes le lundi

Publicado originalmente por Éditions Albin Michel, 2010

© Katherine Pancol, 2010

© De la traducción: Juan Carlos Durán Romero, 2011

© La Esfera de los Libros, S. L., 2011

ISBN: 978-84-9970-085-4

Corrección de erratas: preferido (v1.1)

Para Roman y para Jean-Marie...

Entonces existe una vida que viviré para siempre, 

¿verdad?

B
ERNARD-
M
ARIE
K
OLTÈS

PRIMERA PARTE

Hortense sujetó la botella de champaña por el cuello y la volcó dentro de la cubitera. La botella estaba llena e hizo un ruido extraño. El golpe del cristal contra la pared metálica, el crepitar de los cubitos de hielo triturados, y después un borboteo, seguido de un petardeo de burbujas que estallaron en la superficie formando una espuma traslúcida.

El camarero, vestido con chaqueta blanca y pajarita negra, arqueó una ceja.

—¡Este champaña es un asco! —gruñó Hortense en francés, mientras daba un golpecito al culo de la botella—. Cuando alguien no puede permitirse una buena marca, no debería servir otra que revuelva las tripas...

Cogió una segunda botella y repitió su acto de sabotaje.

El rostro del camarero enrojeció. Miraba estupefacto cómo la botella se vaciaba lentamente y parecía preguntarse si debía dar la voz de alarma. Lanzó una mirada circular, buscando un testigo del vandalismo de esa chica, que derramaba botellas mientras profería insultos. Estaba sudando, y las gotas resaltaban el rosario de forúnculos que adornaba su frente. Otro paleto inglés de los que babean delante de cualquier zumo de uva que tenga gas, se dijo Hortense mientras se alisaba un mechón rebelde que se recogió detrás de la oreja. Él no dejaba de mirarla, dispuesto a agarrarla por la cintura si seguía con lo que estaba haciendo.

—¿Es que tengo monos en la cara?

Esa noche tenía ganas de hablar francés. Esa noche tenía ganas de poner bombas. Esa noche necesitaba despellejar a algún inocente, y ese camarero tenía todas las papeletas para que le diesen el papel de víctima. Hay gente así, a la que dan ganas de pinchar hasta hacerle sangre, de humillarla, de torturarla. Había nacido en el lugar equivocado. Le habían tocado malas cartas.

—¡Anda que no eres feo! ¡Me haces daño a la vista, con esas bombillas rojas plantadas en la frente!

El camarero tragó saliva, se aclaró la garganta y soltó:

—¿Eres siempre así de rastrera o estás haciendo un esfuerzo especial para mí?

—¿Eres francés?

—De Montélimar.

—El nougat
[1]
es malo para los dientes... y para la piel. Deberías dejarlo, te van a explotar las pústulas...

—¡Oye, gilipollas! ¿Qué te has tragado hoy para estar tan asquerosa?

Una humillación. Me he tragado una humillación y todavía no me lo creo. Se ha atrevido a hacerlo. Delante de mis narices, como si yo fuera transparente. Me dijo..., ¿qué fue lo que me dijo?..., y me lo creí. Me levanté las faldas y salí a correr los cien metros en menos de ocho segundos. Soy tan gilipollas como este tío rosáceo, lleno de granos y con cara de nougat.

—Porque, normalmente, cuando la gente es agresiva es porque no es feliz...

—Vale ya, Padre Pío, quítate la sotana y sírveme una Coca-Cola...

—¡Espero que el que te ha puesto en ese estado te siga haciendo sufrir mucho tiempo!

—¡Vaya, un psicólogo experto! ¿Eres tirando a lacaniano o a freudiano? ¡Cuéntamelo, anda, que tu conversación por fin se está volviendo apasionante!

Cogió el vaso que el camarero le tendía, lo levantó hacia él para brindar y se alejó cabeceando entre la multitud de invitados. ¡Vaya suerte que tengo! ¡Un francés! Repugnante y sudoroso. Vestimenta obligatoria: pantalón negro, camisa blanca, sin joyas y el pelo peinado hacia atrás. Gana cinco libras por hora y le tratan como a un perro sarnoso. Un estudiante en busca de algún dinero extra, o un pelagatos huyendo de las treinta y cinco horas semanales para ganar un montón de pasta. Puedo elegir. El único problema es que no me interesa. Para nada. ¡No invertiría trescientos euros en un par de zapatos por él! ¡Ni siquiera me compraría los cordones!

Estuvo a punto de tropezar, no perdió el equilibrio por los pelos, se miró la suela del zapato, y constató que un chicle rosa coronaba la punta del tacón de baquelita malva de su manoletina roja de piel de cocodrilo.

—¡Lo que me faltaba! —exclamó—. ¡Mis Dior recién estrenadas!

Había ayunado cinco días para comprárselas. Y le había diseñado una decena de ojales a su compañera Laura.

Vale, ya lo he pillado, ésta no es mi noche. Me voy a ir a la cama antes de que las palabras «reina de las bobas» queden impresas en mi frente. ¿Qué fue lo que me dijo? ¿Vas a ir a casa de Sybil Garson este sábado? Va a ser una fiesta alucinante. Podríamos quedar allí. Ella había aparentado indiferencia, pero había tomado nota de la fecha y de su expresión. Quedar significaba volver juntos, del brazo. Valía la pena pensárselo. Había estado a punto de contestar ¿vas solo o con la Peste? Pero se había contenido a tiempo —lo más importante era no admitir la existencia de Charlotte Bradsburry, ignorarla, ignorarla— y había empezado a tramar la forma de hacer que la invitaran. Sybil Garson, icono de la prensa del corazón, inglesa de alta cuna, elegante por naturaleza, arrogante por naturaleza, que no invitaba a su casa a ninguna criatura extranjera —y menos aún francesa— a no ser que se llamase Charlotte Gainsbourg, Juliette Binoche o llevase colgado del brazo al fabuloso Johnny Depp. Yo, Hortense Cortès, plebeya, desconocida, pobre y francesa, no tengo la más mínima oportunidad. A no ser que me enfunde el delantal blanco de hacer horas extras y me ponga a repartir salchichas. ¡Antes muerta!

Él había dicho: nos vemos allí. Y ese «nos» significaba él y yo, él y yo; yo, Hortense Cortès, y él, Gary Ward. Ese «nos» dejaba claro que Miss Bradsburry había pasado de moda. Miss Charlotte Bradsburry había sido despedida o se había largado. ¡Lo que fuera! Una cosa parecía clara: la vía estaba libre. Era su turno. El de Hortense Cortès, las veladas londinenses, las discotecas y los museos, la recepción de la Tate Modern, la mesa cerca de la ventana del restaurante del Design Museum con vistas sobre la Torre de Londres, los fines de semana en suntuosas mansiones, los lebreles de la reina lamiéndole los dedos en el castillo de Windsor y los
scones
de pasas acompañados de confitura, té y
clotted cream
, que mordisquearía cerca de la chimenea bajo un Turner algo pasado de moda, y levantando delicadamente la taza de té... ¡Y los
scones
ingleses no se comen de cualquier forma! Hay que cortarlos por la mitad a lo ancho, untarlos de crema y sostenerlos con el pulgar y el índice. Si no, según Laura, te cuelgan la etiqueta de paleta.

Me meto en casa de Sybil Garson, aleteo las pestañas, agarro a Gary y le quito el sitio a Charlotte Bradsburry. Me convierto en una mujer importante, gloriosa, internacional, a la que se habla con respeto, a la que le ofrecen tarjetas en papel Bristol grabadas, a la que visten de la cabeza a los pies, mientras yo rechazo a los paparazzi y elijo a la que será mi próxima mejor amiga. Dejo de ser una francesa que se desvive por hacerse un nombre, tomo un atajo y me convierto en Arrogante Inglesa. Hace demasiado tiempo que me pudro en el anonimato. Ya no aguanto que me consideren como la mitad de un ser humano, que se sequen las manos en mis senos o que me confundan con un tabique de plexiglás. Quiero respeto, consideración, notoriedad, poder, poder.

Y poder.

Pero antes de convertirme en Arrogante Inglesa, tengo que encontrar el modo de colarme en esa velada privada, reservada a los
happy few
que reinan en la prensa basura de los tabloides ingleses. No lo tienes fácil, Hortense Cortès, no lo tienes fácil. ¿Y si sedujera a Pete Doherty? Tampoco lo tienes fácil... Mejor intentaré entrar de extranjis en casa de Sybil Garson.

Lo había conseguido.

Se había puesto detrás de dos ingleses que hablaban de cine mientras se frotaban las narices, frente al número 3 de Belgravia Square. Se había colocado tras ellos, aparentando seguir la conversación, había conseguido introducirse en el vasto apartamento de techos tan altos como los de la catedral de Canterbury, y se había seguido tragando el diálogo de Steven y Nick sobre
Bright Star
de Jane Campion. Habían visto esa película en el preestreno del London Film Festival y se vanagloriaban de pertenecer al selecto grupo que podía hablar de él.
To belong or not to belong
parecía ser la divisa de todo inglés distinguido. Había que «pertenecer» a uno o varios clubes, a una familia, a un colegio, a un contexto familiar, a un buen barrio de Londres, o no ser nada.

Steven estudiaba cine, hablaba de Truffaut y de Kusturica. Llevaba unos vaqueros negros ajustados, unas botas viejas de vinilo, un chaleco negro con lunares blancos sobre una camiseta blanca de manga larga. Su pelo largo y grasiento se movía cada vez que afirmaba algo con contundencia. Su interlocutor, Nick, limpio y sonrosado, encarnaba una versión bucólica y joven de Mick Jagger. Asentía con la cabeza mientras se rascaba el mentón. Debía de suponer que eso le hacía fantásticamente adulto.

Les había abandonado tras dejar los abrigos en una enorme habitación que hacía las veces de guardarropa. Había dejado el suyo sobre una gran cama cubierta de pieles sintéticas, parkas color caqui e impermeables negros, se había arreglado el pelo ante el espejo de tremó de la chimenea y había murmurado estás perfecta, querida, absolutamente perfecta. Va a caer en tus redes como un pececito de colores. Sus manoletinas Dior y el vestidito negro Alaïa comprado en una
vintage shop
de Brick Lane la transformaban en una bomba sexual con el seguro puesto. Bomba sexual si quiero, el seguro puesto si así lo decido, susurró al espejo enviándose un beso. Todavía no he decidido si acabo inmediatamente con él o le liquido lentamente... Ya veremos.

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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