Las ardillas de Central Park están tristes los lunes (7 page)

BOOK: Las ardillas de Central Park están tristes los lunes
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—Hortense siempre será Hortense... —contestó él encogiéndose de hombros.

—¿Y Charlotte?

—Se acabó. Bueno, eso creo... No hemos puesto un anuncio en el periódico, pero sólo falta eso...

—¿Se acabó de verdad?

Se odió por hacer esas preguntas. Pero era más fuerte que ella: debía borrar el silencio entre ambos haciendo montones de preguntas idiotas.

—¡Déjalo, mamá! Sabes muy bien que no me gusta que...

—Bueno... —declaró ella levantándose—. La audiencia ha terminado, ¡voy a recoger!

Empezó a limpiar la mesa y a meter los platos en el lavavajillas.

—En fin —murmuró—, tengo muchas cosas que hacer... Gracias por el desayuno, estaba exquisito...

Él se dedicaba ahora a jugar con los higos. Con sus dedos largos sobre la mesa de madera. Sin precipitarse. Con lentitud y regularidad.

Como si tuviese todo el tiempo del mundo.

Como si tuviese todo el tiempo del mundo para hacer la pregunta que le atormentaba, la pregunta que sabía que no debía hacer porque si no, la mujer que tenía delante, esa mujer a la que quería con ternura, con la que formaba un equipo desde hacía tanto tiempo, junto a la que había vencido a tantas víboras y dragones, a la que por encima de todo no quería herir ni ofender..., esa mujer sería lastimada, se ofendería. Por su culpa. Porque él reabriría una vieja herida.

Tenía que saberlo.

Tenía que enfrentarse a ese otro. A ese desconocido.

Si no, nunca podría completarse.

Sería siempre una mitad.

La mitad de un hombre.

Ella estaba inclinada sobre el lavavajillas, ordenando tenedores, cucharas y cuchillos en la cesta de los cubiertos, cuando la pregunta le golpeó en plena nuca.

Cobardemente.

—Mamá, ¿quién es mi padre?

* * *

A menudo tendemos a creer que el pasado es pasado. Que no lo volveremos a ver. Como si estuviese grabado en una pizarra mágica y lo hubiésemos borrado. Creemos también que con los años hemos hecho desaparecer los errores de juventud, sus amores de pacotilla, sus fracasos, sus cobardías, sus mentiras, sus pequeños acomodos, sus falsedades.

Pensamos que hemos barrido todo aquello. Que lo hemos dejado bien escondido bajo la alfombra.

Nos decimos que el pasado tiene un buen nombre: pasado.

Pasado de moda, pasado de fecha, sobrepasado.

Enterrado.

Estamos ante una página nueva. Una página nueva que lleva el bonito nombre de futuro. Una vida que enarbolamos, que nos enorgullece, una vida que hemos elegido. En el pasado, en cambio, no siempre podíamos elegir. Sufríamos, nos influían, no sabíamos qué pensar, nos buscábamos, decíamos que sí, decíamos que no, decíamos puede, sin saber por qué. Para eso inventaron la palabra «pasado»: para meter en ella todo lo que nos molestaba, lo que nos hacía ruborizar o temblar.

Y entonces, un día, vuelve.

Arrambla con el presente. Se instala. Contamina.

E incluso termina por ensombrecer el futuro.

Shirley creyó que se había desembarazado de su pasado. Había creído que nunca volvería a oír hablar de él. Y sin embargo pensaba en él de vez en cuando. Meneaba la cabeza y cruzaba los dedos pensando vete. Quédate donde estás. No sabía exactamente por qué pronunciaba esas palabras, pero ésa era su forma de rechazar el peligro. De ignorarlo. Y ahora volvía. Por intermediación de quien ella quería más que a nadie en el mundo, su propio hijo.

Ese día, delante del lavavajillas, ante la yema de huevo que dibujaba líneas en zigzag sobre los platos, Shirley supo que tendría que enfrentarse a su pasado.

No podría huir. Esta vez no. Ya se había escapado una vez.

Tenía un hijo de ese pasado.

De acuerdo, se dijo mirando el lavavajillas completamente abierto, de acuerdo...

No sirve de nada negarlo. Gary no había sido concebido por obra y gracia del Espíritu Santo. Gary tiene un padre. Gary quiere conocer a su padre. Es completamente normal, inspira hondo, cuenta uno, dos, tres y afróntalo.

Puso en marcha el lavavajillas, cogió un trapo, se secó las manos, contó uno, dos, tres y se volvió hacia su hijo.

Le miró directamente a los ojos y dijo:

—¿Qué quieres saber exactamente?

Escuchó su voz, demasiado alta, ligeramente temblorosa, como si fuera culpable. ¿Culpable de qué? —se creció—. ¿Qué hice de malo? Nada. Entonces... No empieces a doblar el espinazo como si hubieses cometido un crimen.

Cruzó los brazos y todo su cuerpo se irguió. Un metro setenta y nueve dispuesto a encajar el golpe. Se exhortó, se exhortó a no dejar que el miedo hiciese que le flaquearan las piernas. He estado en situaciones peores. No me voy a dejar confundir por este mocoso al que he amamantado.

—Quiero saber quién es mi padre y quiero conocerle.

Había hablado pronunciando cada sílaba. Había intentado adoptar el tono más neutro posible. No acusar, no pedir cuentas, simplemente saber.

Hasta ese famoso día, él no se hacía preguntas.

Cuando rellenaba las fichas para el colegio o un formulario para el pasaporte, en la casilla del nombre del padre escribía «desconocido» como si fuera lo más normal, como si todos los chicos del mundo fuesen hijos de padre desconocido, como si los hombres fueran todos estériles y nunca tuvieran hijos. A veces se extrañaba de las miradas de desolación que ese simple detalle provocaba en el rostro de algunos, sobre todo en el de los profesores que le acariciaban el pelo con la mano mientras suspiraban. Él sonreía para sí y buscaba en vano alguna razón para lamentarse.

Pero ese día, en el club de squash, después de un partido con su amigo Simon y cuando ya iban a meterse en las duchas, este último había soltado ¿a qué decías que se dedicaba tu padre? Lo he olvidado... Gary se había encogido de hombros y respondió yo no tengo padre, mientras entraba en la ducha y se colocaba bajo el chorro de agua caliente. ¿Cómo que no tienes padre? ¡Todos tenemos padre! ¡Pues mira, yo no!, había respondido Gary enjabonándose y frotándose las orejas con energía. Claro que tienes padre..., había insistido Simon desde la cabina contigua.

Simon Murray era pelirrojo, bajito, y perdía el pelo. Probaba todas las lociones que supuestamente le permitirían conservar algo de cabello sobre la cabeza. Simon Murray era científico. Formaba parte de un equipo que estudiaba en el laboratorio la reproducción del gusano blanco, con el fin de crear un antibiótico a base de seraticina, sustancia producida a partir de las secreciones naturales de la larva de la mosca verde, capaz de luchar contra las infecciones contraídas en los hospitales. El único problema, precisaba Simon, es que en la actualidad necesitamos veinte tazas de zumo de gusano blanco para producir una gota de seraticina. Pues chico, ¡anda que no te queda nada para ganar el Nobel!, se burlaba Gary.

Ese día, Simon Murray tuvo la ocasión de devolverle sus pullas:

—¿Te crees Jesucristo o qué? —había replicado al salir de la ducha, frotándose vigorosamente la espalda—. ¿Y tu madre es la Virgen María? ¡A mí no me la das, chaval! Si no quieres hablarme de tu padre, me lo dices y no lo vuelvo a mencionar, ¡pero no me digas que no tienes! Eso es rigurosamente imposible.

Gary se había sentido herido por el tono categórico de su amigo. No había respondido. O más bien había murmurado un
not your business!
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y Simon había comprendido que no debía insistir.

Más tarde, en su habitación, mientras escuchaba por millonésima vez un fragmento de
El clave bien temperado
, había recordado la conversación con Simon. Había soltado su paquete de patatas fritas ecológicas —las únicas que toleraba su madre— y se había dicho en voz alta ¡pero si es verdad! ¡Tiene razón! ¡Tengo padre, por fuerza! Y ese descubrimiento le había trastornado.

¿Quién era ese hombre? ¿Seguía vivo? ¿Dónde? ¿Tenía más hijos? ¿A qué se dedicaba? ¿Por qué nunca había dado señales de vida? Ya no escuchaba el piano de Glenn Gould. Se había plantado delante del espejo, había imaginado a un hombre con su pelo, sus ojos, su sonrisa, sus hombros que le parecían un poco estrechos, se había encorvado un poco...

Tengo un padre.

Y se sintió a la vez hundido, encantado, curioso, ávido, extrañado, angustiado, lleno de preguntas hasta la convulsión.

Tengo un padre.

Y antes que nada, ¿cómo se llama?

Cuando era pequeño y le preguntaba a su madre si tenía padre, ella contestaba seguramente, pero ya no me acuerdo..., y más adelante, un día en París, al pasar bajo el Arco de Triunfo, ella le había señalado la tumba del Soldado Desconocido y había añadido «desconocido como tu padre». Gary había observado la llamita que ardía bajo las bóvedas inmensas y había repetido «desconocido».

No había vuelto a hablar de su padre y lo había bautizado Desconocido en las fichas del colegio y demás.

Pero esa mañana, en la cocina de su madre, quería saber la verdad.

Y como su madre suspiraba y no respondía, añadió:

—Quiero saberlo todo. Aunque sea doloroso...

—¿Ahora? ¿Aquí? ¿En este momento? Puede que necesitemos un buen rato...

—¿Te invito a cenar esta noche? ¿Estás libre?

—No, ahora mismo tengo una serie de reuniones con mi asociación. Estamos preparando una campaña de información en los colegios, y tenemos que estar preparados. Tengo ocupadas todas las noches hasta el sábado...

—Entonces el sábado por la noche, en mi casa.

Shirley asintió.

—Cocinaré para ti...

Ella sonrió y dijo:

—Si me haces chantaje emocional...

Él se levantó, se acercó, abrió mucho los brazos y ella hundió la cabeza en él como huyendo de una tormenta.

Él le acarició el pelo con ternura y murmuró:

—Mamá, yo nunca seré tu enemigo. Nunca...

La besó, recogió sus cosas, se volvió en el umbral de la puerta, se la quedó mirando y se fue.

Shirley se dejó caer sobre una silla y contó uno, dos, tres, no pierdas los nervios, uno, dos, tres, cuéntale toda la verdad y nada más que la verdad, aunque no haya nada de lo que enorgullecerse.

Miró cómo le temblaban las manos y las piernas, y comprendió que sentía miedo. Miedo a ese pasado que volvía. Miedo a que su hijo la juzgara. Miedo a que se lo reprochara. Miedo a que el vínculo increíblemente hermoso y fuerte que existía entre ellos se rompiese de golpe. Y eso, pensó mientras intentaba dominar el temblor de sus extremidades, no lo soportaría. Puedo luchar contra delincuentes, dejar que me arranquen un diente sin anestesia, coserme yo misma una herida, dejar que un hombre de negro me maltrate, pero a él no quiero perderle de vista ni un minuto. No sobreviviría. Es inútil fingir fanfarronería, perdería el gusto por las palabras, el gusto por la vida y la fuerza para protestar...

No sirve de nada renegar del pasado, dejarlo para más tarde, es mejor enfrentarse a él. Si no, el pasado insiste, insiste, y el precio que hay que pagar es cada vez más alto, hasta que nos arrodillamos y decimos de acuerdo, me rindo, lo diré todo...

Y, a veces, es demasiado tarde...

A veces, el mal está ya hecho...

A veces es demasiado tarde para confesar la verdad...

Ya no te creen. Ya no tienen ganas de creerte, de escucharte, de perdonarte.

Se incorporó, uno, dos, tres, y decidió que el sábado por la noche se lo contaría todo.

* * *

Hay muchos tipos de gente dañina.

La dañina ocasional, la dañina por diversión, la dañina que no tiene otra cosa que hacer, la dañina persistente, la dañina arrogante, la dañina arrepentida que muerde para después echarse a tus pies implorando clemencia... Nunca se debe subestimar a alguien dañino. Nunca se debe pensar que uno puede deshacerse de él con un codazo o dándole un escobazo.

El dañino se convierte en un peligro porque el dañino es como las cucarachas: indestructible.

A media mañana, en su despacho de enormes ventanales de Regent Street, justo encima de Church’s y no lejos del restaurante Wolseley, adonde iba a comer diariamente, Philippe estaba pensando que iba a tener que enfrentarse a un ejército de cucarachas.

Todo había empezado con una madrugadora llamada telefónica de Bérengère Clavert.

«La mejor amiga de Iris», se jactaba ella, lanzando los labios hacia delante para demostrar la amplitud de su afecto.

Philippe no había podido evitar una mueca de disgusto al oír su nombre.

La última vez que había visto a Bérengère Clavert, ésta se le había insinuado abiertamente. Largos mechones de pelo que apartaba con la palma de la mano, la mirada lánguida bajo los ojos entreabiertos, los pechos como una ofrenda tras el escote de la blusa. Philippe le había respondido con tono seco, poniéndola en su sitio y pensando que se había librado de ella.

—¿A qué debo el honor? —preguntó mientras conectaba el manos libres y cogía el puñado de cartas que le entregaba Gwendoline, su secretaria.

—Voy a ir a Londres la semana que viene y pensaba que quizás podríamos vernos...

Y como él no respondía, añadió:

—Sin otra intención que la de charlar, por supuesto...

—Por supuesto —repitió Philippe ojeando el correo y leyendo con el rabillo del ojo un artículo del
Financial Times
: «Ya nada será como antes. La City prescindirá de casi cien mil empleados. Una cuarta parte de los existentes. Es un capítulo que se cierra: se termina una edad de oro en la que un tipo mediocre podía terminar el año con una bonificación de dos millones». Le seguía una entradilla que decía: «El problema no es saber cuánto dinero vamos a perder, sino cómo vamos a sobrevivir. Hemos pasado de la euforia general a la crisis total». Un antiguo empleado de Lehman Brothers declaraba: «Resulta violento. Los administradores judiciales nos han asegurado nuestros sueldos hasta finales de año, después será un sálvese quien pueda».

Palabras como
leverager, credit rating, high yield, overshooter
se habían convertido en elementos apestosos que se tiran a la basura con la nariz tapada.

—... así que pensaba —seguía diciendo Bérengère Clavert— que podríamos comer juntos para poder darte todo esto...

—¿Para darme qué? —preguntó Philippe, abandonando la lectura del periódico.

—Los cuadernos de Iris... ¿Me estás escuchando, Philippe?

—¿Y cómo es que tienes cuadernos de Iris?

—Tenía miedo de que los encontrases y me los había confiado... ¡Están llenos de historias jugosas!

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