Los Caballeros de Neraka (60 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—¡Lo ignoro! ¡Ojalá encontrara una explicación! —respondió con impotencia—. Ocurrió la noche de la tormenta.

—La tormenta —musitó Palin, y miró a Tas—. Muchas cosas extrañas sucedieron durante esa tormenta, al parecer. El kender llegó esa noche.

—La lluvia repicaba sobre el tejado —continuó Goldmoon como si no lo hubiese oído—. El viento aullaba y golpeaba contra el cristal como si fuera a romperlo. Un relámpago iluminó toda la habitación con más intensidad que el sol más radiante. Su fulgor fue tan grande que me cegó. Durante un tiempo no pude ver nada en absoluto. Después, la ceguera desapareció y contemplé mi imagen reflejada en el espejo.

»
Pensé que una extraña había entrado en el cuarto. Me giré, pero no había nadie detrás. Y fue entonces, al volverme, cuando me reconocí. No era como un momento antes, canosa, arrugada y vieja, sino joven como el día de mi boda...

Cerró los ojos y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

—El estruendo que oyeron abajo lo provocaste tú al romper... —dedujo Palin.

—¡Sí! —gritó la mujer, prietos los puños—. ¡Me faltaba tan poco para encontrarme con él, Palin! ¡Tan poco! Riverwind y yo nos habríamos reunido muy pronto. Me ha esperado pacientemente porque sabía que tenía importantes tareas que cumplir, pero mi trabajo ha concluido ya. Lo oía llamándome. Estaríamos juntos para siempre. Por fin iba a caminar de nuevo al lado de mi amado y ahora... ¡Ahora, esto!

—¿De verdad no tienes ni idea de cómo ha pasado? —vaciló Palin, frunciendo el entrecejo—. Tal vez un secreto anhelo de tu corazón. O alguna poción. O un artefacto mágico.

—En otras palabras, ¿que yo deseaba esto? —replicó Goldmoon con voz fría—. No, no lo deseaba. Me sentía satisfecha. Mi trabajo ha terminado. Existen otros con la fuerza y el empuje necesarios para continuarlo. Sólo quiero descansar de nuevo en brazos de mi esposo, Palin. Quiero caminar con él en la siguiente fase de existencia. Riverwind y yo solíamos hablar sobre ese nuevo paso en nuestro gran viaje. Me fue dado contemplarlo fugazmente durante el tiempo que estuve con Mishakal, cuando la diosa me entregó la Vara. No puedo describir la belleza de ese lugar lejano.

»
Estoy cansada. ¡Muy cansada! Tendré aspecto de joven, pero no me siento así, Palin. Este cuerpo es como un disfraz para un baile, una simple máscara, salvo que no puedo quitármela. ¡Lo he intentado en vano!

Goldmoon se llevó las manos a las mejillas y apretó. Su rostro mostraba arañazos secos y Tas comprendió, conmocionado, que en su desesperación la mujer había tratado de arrancarse la suave y tersa carne.

—Por dentro sigo siendo vieja, Palin —continuó con voz hueca y entrecortada—. He vivido el tiempo que me fue asignado. Mi esposo me ha precedido en ese viaje y mis amigos han muerto. Estoy sola. Oh, sí, ya sé. —Alzó la mano para acallar las objeciones del mago—. Sé que tengo amigos aquí, pero no son de mi época. Ellos no... No cantan las mismas canciones que yo.

Se volvió hacia Tas con una sonrisa dulce pero tan triste que los ojos del kender se llenaron de lágrimas.

—¿Es esto culpa mía, Goldmoon? —preguntó, acongojado—. ¡No era mi intención hacer que te sintieses desdichada! ¡De verdad!

—No, mi querido kender. —Goldmoon lo acarició para tranquilizarlo—. Tu presencia me ha proporcionado una alegría, y también me ha planteado un enigma. —Se volvió hacia Palin—. ¿Cómo es que se encuentra aquí? ¿Ha estado deambulando por el mundo estos últimos treinta y tantos años mientras los demás lo dábamos por muerto?

—Llegó la noche de la tormenta merced a un artefacto mágico, Goldmoon —explicó Palin en voz queda—. El ingenio para viajar en el tiempo. Un objeto que antaño perteneció a mi padre. ¿Recuerdas haber oído contar cómo viajó hacia el pasado con lady Crysania?

—Sí, lo recuerdo —dijo Goldmoon, ruborizada—. He de admitir que me costaba trabajo dar crédito a su historia. De no ser porque lady Crysania la corroboró...

—No tienes que disculparte —la interrumpió Palin—. También a mí me costaba trabajo creerlo, pero se me presentó la ocasión de hablar con Dalamar sobre ello hace años, antes de la Guerra de Caos. Y también lo comenté con Tanis el Semielfo. Ambos confirmaron la historia de mi padre. Además, leí las notas de Par-Salian en las que explicaba cómo llegó a la decisión de enviar a mi padre al pasado. Y tengo una amiga, la señora Jenna, que estaba presente en la Torre de la Alta Hechicería cuando mi padre le entregó el ingenio a Dalamar para que estuviera a buen recaudo. Puesto que lo había visto antes, Jenna lo reconoció. Y, por encima de todo, cuento con mi propia experiencia para demostrar que Tasslehoff llevaba consigo el artefacto mágico que mi padre utilizó para viajar a través del tiempo. Lo sé porque yo mismo lo he utilizado.

Goldmoon abrió los ojos de par en par. Aspiró suavemente, como un suspiro.

—¿Me estás diciendo que el kender ha llegado aquí desde el pasado? ¿Que ha viajado a través del tiempo? ¿Que

has viajado en el tiempo?

—Tasslehoff, cuéntale a Goldmoon lo que me relataste a mí sobre el funeral de mi padre. Me refiero al primero. Sé lo más breve y conciso posible.

Puesto que «breve» y «conciso» eran términos que no existían en el vocabulario kender, el relato de Tasslehoff resultó considerablemente extenso y complejo, saliéndose de la trama central varias veces y perdiéndose por completo en una ocasión en una maraña de palabras de la que sacaron al kender con infinita paciencia. Sin embargo, Goldmoon, que se había sentado a su lado entre los cojines, escuchó con gran atención y sin pronunciar palabra.

Cuando Tas contó que Riverwind y ella habían asistido al primer funeral de Caramon, él canoso y algo encorvado, el orgulloso jefe de las tribus unidas de las Llanuras, acompañados por su hijo y sus hijas, sus nietos y bisnietos, las lágrimas de Goldmoon fluyeron de nuevo. Lloró en silencio, no obstante, y no apartó ni un instante su mirada embelesada del kender.

Tasslehoff hizo un alto, principalmente porque le falló la voz. Le dieron un vaso de agua y lo obligaron a recostarse en los cojines.

—Bien ¿qué te parece la historia, Primera Maestra? —preguntó Palin.

—Un tiempo en el que Riverwind
no
moría —musitó Goldmoon—. Un tiempo en el que nos hacíamos viejos juntos. ¿Es posible?

—Usé el ingenio —dijo Palin—. Viajé al pasado con la esperanza de descubrir el momento en el que cambiamos un futuro por otro. Confiaba hallarlo con la idea de poder efectuar un cambio.

—Eso sería muy peligroso —adujo la mujer con un tono cortante.

—Sí, bueno, aunque poco importa que lo sea o no —repuso el mago—. No encontré pasado alguno.

—¿Qué quieres decir?

—Regresé en el tiempo —explicó Palin—. Vi el final de la Guerra de Caos y presencié la marcha de los dioses. Pero cuando miré más allá, cuando intenté vislumbrar los acontecimientos que habían sucedido antes de ese momento, no vi nada excepto una vasta y vacía negrura, como si me asomara a un inmenso pozo.

—¿Qué significa eso? —preguntó Goldmoon.

—Lo ignoro, Primera Maestra. —Palin miró al kender—. Lo que sí sé es esto: hace muchos años, Tasslehoff Burrfoot murió. O, al menos, se suponía que debía morir y, como verás, se encuentra sentado aquí, vivito y coleando.

—Y por esa razón querías enviarlo al pasado para que muriese —musitó Goldmoon mientras contemplaba pesarosa a Tas.

—Tal vez me equivoque. Tal vez eso no cambie nada. Soy el primero en admitir que lo de viajar al pasado escapa a mi comprensión —manifestó el mago, compungido—. Sólo una persona de nuestra Orden podría sacarnos de la duda, y es Dalamar, pero nadie sabe si está vivo o muerto ni dónde encontrarlo si es que sigue con vida.

—¡Dalamar! —La expresión de Goldmoon se ensombreció—. Cuando me enteré de su desaparición y de la destrucción de la Torre de la Alta Hechicería recuerdo que pensé que era maravilloso que al menos saliese algo bueno de la maldad de estos tiempos que vivimos. Sé que otros lo apreciaban y confiaban en él. Tanis, por ejemplo, y tu padre. Sin embargo, cada vez que lo encontraba, lo veía caminando entre sombras y, lo que es más, le gustaba la oscuridad. Se envolvía en ella, ocultando sus actos. Creo que tenía embaucados a Tanis y a tu padre y, en lo que a mí respecta, espero que haya abandonado este mundo. Por mal que estén las cosas, sería mucho peor si él se hallara aquí. Confío en que no tengas nada que ver con él si por casualidad volviese a aparecer —añadió secamente.

—No parece muy probable que Dalamar tome parte en esto —replicó Palin con impaciencia—. Si no está muerto, se encuentra allí donde difícilmente podremos hallarlo. Ahora que he hablado contigo, Primera Maestra, lo que me parece realmente singular es que todos estos extraños acontecimientos hayan ocurrido la noche de la tormenta.

—Había una voz en esa tormenta —manifestó Goldmoon, temblorosa—. Me llenó de terror a pesar de que no pude entender qué decía. —De nuevo miró al kender—. La cuestión es ¿qué vamos a hacer?

—Eso depende de Tas —contestó Palin—. El destino del mundo está en manos de un kender. —Su expresión no podía ser más sombría.

Tasslehoff se puso de pie con actitud digna.

—Pensaré en ello seriamente —anunció—. No es una decisión fácil. He de considerar un montón de cosas. Pero antes de que me retire para meditarlo y de que ayude a Acertijo a trazar el mapa del laberinto de setos, cosa que prometí que haría antes de marcharme, quiero decir una cosa. Si desde el principio los demás hubieseis dejado el destino del mundo en manos de los kenders, probablemente no os encontraríais metidos en este lío.

Tras dejar aquella espina clavada en el pecho de Palin, Tasslehoff Burrfoot salió de la habitación.

24

Duérmete amor, que todo duerme.

Había pasado más de una semana desde que Mina recibiera la orden de marchar contra Silvanesti. Durante ese tiempo, Silvanoshei había sido coronado soberano del reino silvanesti que se desmoronaba bajo su escudo protector, ignorante de la calamidad que se avecinaba.

Galdar había corrido durante tres días para llegar a Khur y entregar las órdenes de Mina al general Dogah, y empleó otros tres en viajar desde la ciudad hacia el sur siguiendo la ruta que la joven le había mostrado en el mapa, ansioso de reunirse con ella y sus tropas. Encontrarlas no era difícil, ya que había huellas de su paso a lo largo del camino: rodadas de carretas, pisadas, equipo abandonado. Si para él resultaba tan fácil, también lo sería para los ogros.

El minotauro marchaba ahora con la cabeza gacha, avanzando pesadamente entre el barro mientras la lluvia le resbalaba por los ojos y el hocico. Llevaba lloviendo dos días, desde que se reunió con la compañía, y no tenía visos de parar. No era un suave chaparrón de verano, sino un fuerte aguacero que helaba el alma y arrojaba una sombra de pesimismo sobre el corazón.

Los hombres estaban empapados, congelados y abatidos. La senda resultaba casi intransitable por el barro, que era tan resbaladizo que ningún hombre se sostenía en pie o tan pegajoso que se adhería a las botas con fuerza y había que hacer enormes esfuerzos para no dejarlas atrapadas en él. Las carretas cargadas a tope se atascaban al menos tres veces al día, obligando a los hombres a meter palos debajo de las ruedas y sacarlas a empujones. En esos percances, se requería la fuerza de Galdar; al minotauro le dolían la espalda y los hombros por el esfuerzo, ya que a menudo tenía que levantar en vilo la carreta para liberar las ruedas.

Los soldados empezaron a odiar la lluvia, a verla como el enemigo, no a los ogros. Su repiqueteo sobre los yelmos de los hombres sonaba como si alguien estuviese golpeando constantemente una olla de estaño, como rezongó uno de ellos. Al capitán Samuval y a sus arqueros les preocupaba que las flechas no volaran correctamente de tan mojadas que estaban las plumas de los penachos.

Mina exigía a las tropas que estuviesen en pie y en marcha con el amanecer, dando por supuesto que el sol había salido, ya que no lo habían visto en los últimos días. Caminaban hasta que la penumbra del crepúsculo era tan intensa que los oficiales temían que los conductores de las carretas se salieran de la calzada. La leña estaba tan mojada que ni siquiera los más experimentados en encender fuego eran capaces de hacerla arder. La comida sabía a barro; dormían sobre el lodo, con el fango como almohada y la lluvia como manta. A la mañana siguiente se levantaban y volvían a emprender la marcha. La marcha hacia la gloria con Mina. Así lo creían firmemente todos. Lo sabían.

Según los místicos, los soldados no tendrían la menor oportunidad de penetrar el escudo mágico; se encontrarían atrapados entre el yunque de la barrera ante ellos y el martillo de los ogros a su espalda. Perecerían ignominiosamente. Los soldados se mofaban de los pronósticos de los místicos. Mina levantaría el escudo; era capaz de derribarlo con sólo tocarlo. Creían en ella, así que la seguían. Ni un solo hombre desertó durante aquella larga y ardua marcha.

Protestaban —y lo hacían amargamente— por el barro, la lluvia, la pésima comida y la falta de descanso. Sus rezongos fueron subiendo de tono y Mina no pudo evitar escucharlos.

—Lo que quiero saber es esto —dijo uno de los hombres en voz alta para que se oyera por encima del chapoteo de las botas en el barro—. Si el dios al que seguimos quiere que ganemos, entonces ¿por qué el Innominable no nos envía buen tiempo y una calzada seca?

Galdar caminaba en su puesto habitual, al lado de Mina, y alzó la vista hacia ella. La joven había hecho caso omiso de los rezongos oídos en otras ocasiones, pero ésta era la primera vez que uno de los hombres ponía en tela de juicio a su dios.

Mina sofrenó su caballo y lo hizo dar media vuelta. Galopó a lo largo de la columna buscando al soldado que había hablado. Ninguno de los compañeros lo señaló, pero la mujer lo encontró y fijó en él sus ambarinos ojos.

—Suboficial Paregin, ¿no es así? —dijo.

—Sí, Mina —contestó, desafiante.

—Recibiste un flechazo en el pecho. Estabas moribundo y te devolví la vida —instó la joven, furiosa como nunca antes la habían visto.

Galdar se estremeció al recordar de repente la aterradora tormenta de la que surgió. Paregin se puso rojo de vergüenza, masculló algo mientras agachaba la vista, incapaz de mirarla.

—Escúchame bien, suboficial —continuó Mina en tono frío y seco—. Si marchásemos con buen tiempo, bajo un sol abrasador, no serían gotas de lluvia las que atravesarían tu armadura, sino lanzas de ogros. La penumbra es una cortina que nos oculta a la vista de nuestro enemigo. La lluvia borra todo rastro de nuestro paso. No cuestiones la sabiduría de dios, Paregin, sobre todo habida cuenta de que, según has demostrado, la tuya brilla por su ausencia.

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