—Perdóname, Mina —musitó el hombre, que se había quedado lívido—. No era mi intención mostrarme irrespetuoso. Honro a dios. Y a ti. —La contempló con adoración—. ¡Ojalá tenga la ocasión de demostrarlo!
La expresión de la joven se suavizó y sus ojos ambarinos, el único color en medio de la gris penumbra, brillaron.
—La tendrás, Paregin —respondió quedamente—. Te lo prometo.
Hizo volver grupas al caballo y regresó a la cabeza de la columna a galope, los cascos del animal lanzando barro al aire. Los hombres agacharon la cabeza para protegerse de la lluvia y se prepararon para reanudar la marcha.
—¡Mina! —llamó una voz a su espalda. Una figura corría hacia ella dando traspiés y resbalando.
La joven frenó a su montura y se volvió para ver qué pasaba.
—Es uno de los hombres de la retaguardia —informó Galdar.
—¡Mina! —El soldado llegó a su lado sin resuello—. ¡Dragones Azules! —jadeó—. Por el norte. —Miró hacia atrás, con el entrecejo fruncido—. ¡Lo juro, Mina! Los vi...
—¡Allí! —señaló el minotauro.
Cinco Dragones Azules surgieron entre las nubes, relucientes las escamas por la lluvia. La columna de hombres aminoró la marcha hasta detenerse; todos parecían alarmados.
Los reptiles eran criaturas inmensas, bellas y aterradoras. La lluvia brillaba en escamas tan azules como el hielo de un lago helado bajo un cielo invernal despejado. Cabalgaban sobre los vientos tormentosos sin temor, sostenidos por las enormes alas que apenas se movían. No le tenían miedo al relámpago zigzagueante, ya que ellos mismos expulsaban rayos por las fauces y podían derrumbar una torre o matar a un hombre que estuviese a gran distancia en el suelo.
Mina no dijo nada, no dio ninguna orden. Permaneció, impasible, sobre su caballo, que se asustó al divisar a los dragones. Los reptiles se aproximaron y entonces Galdar pudo distinguir jinetes vestidos con armaduras negras. Uno tras otro, en formación, los Dragones Azules descendieron para volar bajo sobre la columna de hombres. Los jinetes de los reptiles y sus monturas los observaron atentamente y luego los dragones batieron las alas y se remontaron hasta perderse de nuevo entre las nubes grises.
Aunque los reptiles se perdieron de vista, su presencia podía sentirse todavía estrujando los corazones y socavando el valor.
—¿Qué ocurre? —El capitán Samuval se acercó chapoteando en el barro. Al aparecer los dragones, sus hombres habían aprestado los arcos, listos para disparar—. ¿A qué viene todo esto?
—Espías de Targonne —gruñó Galdar—. A estas alturas debe de saber que has anulado su orden al general Dogah, cambiándola por otra tuya, Mina. Eso es traición. Te hará matar y descuartizar, y clavará tu cabeza en una pica.
—Entonces ¿por qué no nos han atacado? —demandó Samuval mientras observaba el cielo con expresión sombría—. Los dragones podrían habernos reducido a cenizas en un momento.
—Sí, pero ¿qué ganaría con ello? —contestó Mina—. No se beneficiaría con nuestra muerte, pero sí lo hará con nuestra victoria. Es corto de miras, avaricioso. Un hombre de su calaña no ha sido leal a nadie jamás y no puede creer que otra persona lo sea. Un hombre que sólo cree en el sonido de las monedas de acero apilándose unas sobre otras no puede entender la fe de otros. Al juzgar a los demás por su rasero, no comprende lo que está ocurriendo aquí y, en consecuencia, no sabe cómo manejar la situación. Le daré lo que desea. Nuestra victoria le hará ganar las riquezas de la nación silvanesti y el favor de Malystrix.
—¿Tan convencida estás de ganar, Mina? —preguntó Galdar—. No es que lo ponga en duda —se apresuró a añadir—. Pero ¿quinientos soldados contra toda la nación silvanesti? Y todavía tenemos que marchar a través de las tierras de los ogros.
—Por supuesto que ganaremos, Galdar —contestó la joven—. El Único así lo ha decretado.
Hija de la batalla, hija de la guerra, hija de la muerte, Mina siguió adelante y los hombres la siguieron bajo la incesante lluvia.
Las tropas de la mujer marcharon en dirección sur, a lo largo del río Thon-Thalas. Por fin dejó de llover, el sol apareció de nuevo y los hombres recibieron el cambio de buen grado, aunque tuvieron que pagar por el calor y la ropa seca doblando el número de patrullas ya que para entonces se encontraban en pleno territorio de ogros.
Éstos se hallaban ahora amenazados desde el sur por los elfos renegados y la Legión de Acero, y desde el norte por los que antaño fueran sus aliados. Conscientes de su incapacidad para desalojar a los Caballeros de Neraka en el norte, los ogros habían trasladado sus ejércitos desde ese frente al del sur, concentrando los ataques contra la Legión de Acero, a la que consideraban el enemigo más débil y, por consiguiente, el más fácil de derrotar.
Mina enviaba exploradores a diario; los batidores de larga distancia regresaron para informar de que un gran ejército de ogros se estaba reuniendo alrededor de la fortaleza de la Legión de Acero, cercana a la frontera de Silvanesti. Las tropas humanas y un ejército elfo, el cual se creía que se hallaba a las órdenes de la elfa oscura Alhana Starbreeze, estaban dentro de la fortificación, dispuestos a rechazar el ataque de los ogros. La batalla no había comenzado aún. Los ogros esperaban algo, tal vez más tropas o buenos augurios.
La joven recibió los informes de los exploradores por la mañana, antes de emprender la marcha de ese día. Los hombres recogían sus equipos, protestando como siempre pero con mejor ánimo desde que había dejado de llover. Los Dragones Azules que los seguían mantenían las distancias. De vez en cuando alguien vislumbraba fugazmente la sombra de unas alas o el destello del sol en escamas azules, pero los reptiles no se aproximaron más. Los soldados tomaron su magro desayuno y esperaron la orden de partir.
—Traéis buenas noticias, caballeros —les dijo Mina a los batidores—, pero no hay que bajar la guardia. ¿A qué distancia estamos del escudo, Galdar?
—Según los exploradores, a dos días de marcha, Mina.
Los ojos ambarinos de la muchacha miraron más allá del minotauro, más allá del ejército, de los árboles y el río, del propio cielo, o eso le pareció a él.
—Se nos convoca, Galdar. Noto una gran urgencia. Hemos de llegar a la frontera de Silvanesti esta misma noche.
El minotauro se quedó boquiabierto. Era leal a su comandante. Habría dado la vida por ella y lo habría considerado un privilegio. Sus estrategias no eran ortodoxas, pero habían resultado muy eficaces. Sin embargo, había cosas que ni siquiera ella era capaz de hacer. O su dios.
—No podemos, Mina —manifestó llanamente—. Los hombres hacen marchas de diez horas diarias, están agotados. Además, las carretas de suministro no pueden avanzar más deprisa. Míralos. —Hizo un gesto con la mano. Dirigidos por el jefe de intendencia, los hombres se afanaban en sacar una de las carretas que se había quedado atascada en el barro durante la noche—. No estarán preparados para partir hasta dentro de una hora, como poco. Pides lo imposible, Mina.
La llamada frenética de un cuerno hendió el aire, a sus espaldas.
La columna de tropas se extendía a lo largo de la calzada que se desplegaba sobre una colina, alrededor de un recodo, seguía por el valle y ascendía por otro cerro. Los hombres se pusieron de pie al oír el toque y volvieron la vista hacia la parte posterior de la columna. Los que se ocupaban de desatascar la carreta cesaron de trabajar.
Un explorador remontó la colina cabalgando a galope tendido. Las tropas se apartaron de la calzada para dejarle paso. Al parecer, preguntó a voces algo mientras galopaba, ya que muchos hombres señalaron hacia el frente. El explorador clavó espuelas para azuzar su montura.
Mina se situó en el centro de la calzada, esperando su llegada. Al localizarla, el explorador sofrenó su montura tan bruscamente que el animal se paró sobre las patas traseras.
—¡Mina! —El explorador se hallaba sin resuello—. ¡Ogros! ¡En las colinas que hay detrás de nosotros! ¡Se acercan muy deprisa!
—¿Cuántos son? —preguntó ella.
—Es difícil calcularlo, ya que avanzan desplegados, no en columna ni en ningún otro tipo de formación. Pero son muchos. Un centenar o más. Descienden de los cerros.
—Probablemente se trata de una partida merodeadora —gruñó Galdar—. Se habrán enterado de la gran batalla en el sur y han salido para reclamar su parte en el botín.
—No tardarán en agruparse cuando descubran nuestro rastro —pronosticó el capitán Samuval—. Y lo harán en cuanto lleguen al río.
—Pues al parecer ya han llegado —dijo Galdar.
Gritos rechinantes de rabia y júbilo resonaron entre los cerros. El destemplado toque de cuernos hendió el aire. Unos cuantos ogros los habían descubierto y llamaban a su compañeros a la batalla.
El informe del explorador se propagó con la rapidez de un fuego descontrolado a lo largo de la columna. Los soldados se incorporaron precipitadamente, desaparecidas la fatiga y la debilidad como hojas secas en las llamas. Los ogros eran enemigos terribles. Corpulentos, feroces y salvajes, un ejército de aquellos seres, dirigido por magos de su especie, operaba con una buena noción de estrategia y táctica, pero no así un grupo de merodeadores.
Esas partidas de ogros no tenían líderes. Expulsados de su propia y brutal sociedad, resultaban extremadamente peligrosos y caerían como alimañas incluso sobre sus propios congéneres. No se molestaban en organizar ataques en formación, sino que se lanzaban a la carga en el momento de tener a la vista al enemigo, confiando en su fuerza bruta y su ferocidad para superar al adversario.
Los ogros eran combatientes temerarios y, debido a su gruesa y velluda piel, no resultaba fácil matarlos. El dolor los volvía locos y los empujaba a una mayor ferocidad. Los grupos merodeadores no conocían la palabra «piedad» y hacían mofa del término «rendición», con respecto tanto a ellos mismos como al enemigo. Hacían pocos prisioneros, con el único propósito de tener diversión al caer la noche.
Un ejército disciplinado, bien armado y organizado podía rechazar un ataque de ogros. Al no contar con un cabecilla que los dirigiese, no era difícil conducirlos a trampas y a la derrota merced a sagaces estratagemas. No eran buenos arqueros, puesto que carecían de paciencia para hacer las prácticas de tiro que dicha disciplina requería. Manejaban enormes espadones y hachas, que utilizaban para despedazar a sus adversarios, o arrojaban lanzas, que con sus fuertes brazos alcanzaban grandes distancias y con mortífera precisión.
Al oír los salvajes gritos de los ogros y los toques de los cuernos, los oficiales de Mina empezaron a impartir órdenes a voces. Los caballeros hicieron volver grupas a sus monturas, dispuestos a galopar al encuentro del enemigo. Los encargados de las carretas manejaron los látigos y los caballos de tiro resoplaron por el esfuerzo al tirar de los vehículos.
—¡Adelantad esas carretas! —bramó Galdar—. Los soldados de infantería que formen una línea a través del camino, hasta la orilla del río. Capitán Samuval, que tus hombres tomen posiciones detrás de...
—No —dijo Mina y, a pesar de que no levantó la voz, el monosílabo resonó como un clarinazo que interrumpió en seco la actividad de los hombres. El clamor y el jaleo cesaron y los soldados se volvieron para mirarla—. No vamos a luchar contra los ogros. Huiremos de ellos.
—Nos perseguirán, Mina —protestó Samuval—. No conseguiremos dejarlos atrás. ¡Tenemos que quedarnos y luchar!
—Conductores de carreras —llamó la joven, que hizo caso omiso del capitán—, soltad los tiros de caballos.
—¡Pero, Mina, no podemos dejar las provisiones! —se sumó Galdar a la protesta de Samuval.
—Las carretas nos retrasan —contestó la joven—. En cambio, haremos que frenen a los ogros.
Galdar la miró de hito en hito. Al principio no comprendió, pero después vio su plan.
—Podría funcionar —dijo mientras meditaba la estrategia de su comandante.
—Funcionará —intervino Samuval, exultante—. Arrojaremos las carretas a los ogros como se echaría comida a una manada de lobos hambrientos que te pisa los talones.
—Infantería, formación en columna de a dos. Preparados para partir —ordenó Mina a los soldados de a pie—. Correréis, pero no en desbandada. Y seguiréis corriendo hasta que no tengáis fuerza para dar un paso, y entonces correréis más deprisa.
—Quizá los dragones acudan en nuestra ayuda —comentó Samuval a la par que lanzaba una ojeada al cielo—. Si es que todavía siguen ahí.
—Siguen —gruñó Galdar—, pero no vendrán a rescatarnos. Si se nos extermina en territorio ogro, Targonne se ahorrará el trabajo de ejecutarnos.
—Nadie va a exterminarnos —manifestó, tajante, Mina—. ¡Llamad al suboficial Paregin!
—¡Aquí estoy, Mina! —El oficial se abrió paso entre sus hombres, que se situaban rápidamente en posición.
—Paregin, ¿me eres leal?
—Sí, Mina —aseveró sin vacilación.
—Te salvé la vida —dijo la joven. Los gritos y aullidos de los ogros sonaban cada vez más cerca y los hombres miraron hacia atrás con inquietud—. En consecuencia, tu vida me pertenece.
—Sí, Mina.
—Suboficial Paregin, tú y tus hombres os quedaréis aquí para defender las carretas. Contendréis a los ogros todo el tiempo posible para darnos tiempo a los demás a escapar.
El hombre tragó saliva.
—Sí, Mina —contestó, pero pronunció las palabras sin emitir sonido alguno.
—Rezaré por ti, Paregin —musitó la mujer, y le tendió la mano—. Y por todos aquellos que se quedan contigo. El Único os bendice y acepta vuestro sacrificio. Tomad posiciones.
El oficial asió su mano y la besó con reverencia, como sumido en un éxtasis. Cuando regresó a las líneas, habló a sus hombres en tono exaltado, como si les hubiese concedido un gran galardón. Galdar no les quitó ojo para asegurarse de que los hombres de Paregin lo obedecían y no intentaban escabullirse ante una orden que era una condena a muerte. Los soldados obedecieron, algunos con aire aturdido y otros, sombrío, pero todos ellos con gesto resuelto. Se situaron alrededor de las carretas de suministro que estaban llenas de barriles de carne y cerveza, sacos de harina, el equipo del herrero, espadas, escudos y armaduras, tiendas y cuerdas.
—Los ogros pensarán que Yule se ha adelantado —comentó Samuval.
Galdar asintió en silencio. Recordaba lo ocurrido en el tajo de Beckard, y a Mina ordenándole que mandara cargar más suministros de los necesarios. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal e hizo que se le pusiera de punta la pelambre. ¿Acaso lo sabía desde el principio? ¿Se le habría dado a conocer que ocurriría esto? ¿Lo había presagiado todo? ¿Estaba determinado el fin de cada uno de ellos? ¿Había señalado a Paregin para morir el día que le salvó la vida? Galdar sintió un momento de pánico. De repente deseó cortar con todo y echar a correr sólo para demostrarse a sí mismo que podía hacerlo, que seguía siendo dueño de su propio destino, que no estaba atrapado como un insecto en el ámbar de aquellos ojos.