Los Caballeros de Neraka (67 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—Una fuerza de caballeros negros ha conseguido penetrar el escudo, majestad. Están dentro de las fronteras de Silvanesti y marchan hacia Silvanost.

—¿Caballeros negros? —repitió Silvan sin salir de su asombro—. Pero, ¿cómo...? ¿Estás seguro?

—Sí, majestad —reiteró el Kirath—. Los vi yo mismo. Habíamos recibido informes de que un ejército de ogros se estaba agrupando al otro lado del escudo y fuimos a investigar. Fue entonces cuando descubrimos a esa fuerza de unos cuatrocientos humanos
dentro
del escudo. Los oficiales son esos a los que conocemos como Caballeros de Takhisis. Reconocimos sus armaduras. Una compañía de arqueros, probablemente mercenarios, marcha con ellos. También hay un minotauro, que es el segundo al mando.

—¿Y quién es su cabecilla? —inquirió Silvan.

—No hay tiempo para... —empezó Konnal.

—Quiero saber todos los detalles —lo interrumpió fríamente Silvan.

—Lo del cabecilla es muy extraño, majestad —informó el Kirath—. Se trata de una mujer humana. Ello en sí mismo no tiene nada de raro, pero sí que sea casi una chiquilla. No debe de tener más de dieciocho años, alguien muy joven incluso para la raza humana. Es una dama oficial y está al mando de la fuerza. Viste la armadura negra, y los soldados acatan sus órdenes sin dudar, mostrando gran respeto.

—Qué extraño —comentó Silvan, frunciendo el entrecejo—. Me cuesta creerlo. Estoy familiarizado con la estructura militar de los caballeros negros, que ahora se llaman a sí mismos Caballeros de Neraka. No sé de nadie tan joven que haya sido ascendido a caballero, y mucho menos a oficial. —Silvan volvió la mirada hacia Konnal—. ¿Qué planeáis hacer al respecto, general?

—Movilizaremos al ejército de inmediato, majestad —respondió, envarado, el susodicho—. Ya he dado las órdenes oportunas. Los Kirath vigilan el avance del enemigo a través de nuestra tierra. Saldremos a su encuentro, lo rechazaremos y lo destruiremos. Sólo son cuatrocientos, no cuentan con suministros ni tienen medios de obtenerlos. Están aislados. La batalla no durará mucho.

—¿Tenéis alguna experiencia en combatir contra los Caballeros de Neraka, general? —preguntó Silvan.

El semblante de Konnal se ensombreció y sus labios se apretaron.

—No, majestad, no la tengo.

—¿Tenéis alguna experiencia en combatir contra cualquier enemigo, aparte del originado por la pesadilla? —insistió Silvan.

Konnal estaba realmente furioso; tanto que se puso pálido, con excepción de los pómulos arrebolados. Se incorporó como impulsado por un resorte y golpeó con las manos en la mesa.

—Pequeño bas...

—¡General! —Glauco salió de su abstracción para intervenir a tiempo—. Es vuestro rey.

Konnal masculló algo que sonó como «Él no es
mi
rey», pero lo dijo tan bajo que apenas se entendieron sus palabras.

—Yo sí he luchado contra esos caballeros y sus fuerzas, general —prosiguió Silvan—. Mis padres lucharon contra los caballeros negros en los bosques de Qualinesti. Yo he combatido contra ogros y contra partidas de forajidos humanos. Y también me he enfrentado a elfos, como seguramente sabréis, general.

Los elfos a los que se refería habían sido asesinos enviados, antes de que se levantara el escudo, para matar a Porthios y a Alhana, declarados elfos oscuros, tal vez por orden del propio general.

—Aunque no luché personalmente —admitió Silvan, que se sentía obligado a ser sincero—, he presenciado muchas de esas batallas. Además, he tomado parte en reuniones en las que mis padres y sus oficiales planeaban su estrategia.

—Y, sin embargo, los caballeros negros consiguieron apoderarse de Qualinesti a despecho de todos los esfuerzos de vuestro padre —apuntó Konnal, con los labios ligeramente curvados en un gesto despectivo.

—En efecto, señor —replicó seriamente Silvan—, y ésa es la razón por la que os advierto que no los subestiméis. Estoy de acuerdo con vuestra decisión, general. Enviaremos una fuerza para combatirlos. Me gustaría ver un mapa de la zona.

—Majestad —empezó, impaciente, Konnal, pero Silvanoshei ya extendía el mapa sobre el escritorio.

—¿Dónde se encuentran los caballeros negros? —preguntó.

El Kirath se adelantó y señaló con el dedo la localización de las tropas enemigas.

—Como podéis ver, majestad, al seguir el curso del Thon-Thalas penetraron el escudo aquí, en la frontera silvanesti, donde los dos se cruzan. Nuestros informes indican que avanzan pegados a la orilla del río, y no tenemos razones para pensar que se desviarán de esa ruta, ya que los conducirá directamente a Silvanost.

—Coincido con el Kirath en que seguramente no abandonarán el camino que discurre a lo largo del río —manifestó Silvan tras estudiar el mapa—. Hacerlo sería correr el riesgo de perderse en tierras agrestes desconocidas para ellos. Saben que han sido localizados, de modo que no hay razón para que se oculten y sí para avanzar lo más deprisa posible. Su única esperanza es atacarnos mientras, supuestamente, aún nos estamos tambaleando por la impresión de haberlos encontrado dentro de nuestras fronteras. —Miró significativamente a Konnal mientras decía esto último. El rostro del general parecía tallado en piedra, pero el elfo no dijo nada.

»
Sugiero que éste —Silvan puso el índice sobre el mapa— sería un punto excelente para entablar combate con ellos. El enemigo bajará de las colinas y se encontrará con nuestras fuerzas desplegadas en este valle. Quedarán atrapados entre el río por un lado y las colinas en el otro, lo que dificultará el despliegue de sus hombres. Mientras la infantería los ataca por el frente, una compañía de caballería puede rodearlos y caer sobre ellos por la retaguardia. Cerraremos gradualmente las fauces de nuestro ejército —movió el pulgar, que representaba a los soldados de a pie, hacia el índice, que representaba a la caballería, y formó un semicírculo—, y nos los tragaremos.

Silvan alzó la vista. Konnal contemplaba el mapa con el entrecejo fruncido y las manos enlazadas a la espalda.

—Es un buen plan, majestad —manifestó Glauco, que parecía impresionado.

—¿General? —demandó Silvan.

—Podría funcionar —admitió a regañadientes Konnal.

—Lo único que me preocupa es que los caballeros se oculten en el bosque —agregó Silvan—. Si hacen tal cosa, tendremos problemas para hacerlos salir.

—¡Bah! Los encontraremos —manifestó Konnal.

—Por lo visto vuestros hombres son incapaces de encontrar a un inmenso Dragón Verde, general —replicó Silvan—. Han buscado a Cyan Bloodbane durante treinta años, sin resultado. Si este ejército de humanos se dispersara, podríamos pasarnos un siglo intentando dar con ellos.

Glauco se echó a reír, ganándose por ello una mirada funesta del general.

—No le veo la gracia —espetó Konnal—. ¿Cómo pudo esa fuerza del Mal penetrar a través de tu precioso escudo, Glauco? ¿Me puedes contestar a eso?

—Os aseguro, general, que no lo sé —respondió el hechicero, cuyo semblante volvió a denotar preocupación—. Todavía no. Aquí ha entrado en juego algo que provoca el fallo de la magia. Puedo olerlo.

—Pues yo lo único que huelo es el hedor de los humanos —replicó secamente Konnal.

—Sugiero que intentemos capturar con vida a esa extraña muchacha que los dirige. Me gustaría mucho hablar con ella, ya lo creo que sí —añadió Glauco, ceñudo.

—Estoy de acuerdo con Glauco, general. —Silvan se volvió hacia Konnal—. Daréis las órdenes oportunas para conseguir capturarla. Y haced los preparativos necesarios para que yo acompañe al ejército.

—Eso ni pensarlo —dijo tajantemente el general.

—Iré —insistió Silvan en actitud imperiosa mientras sostenía la mirada de Konnal, retándolo a que desafiara su autoridad—. Haréis los arreglos oportunos, señor. ¿Queréis que me esconda debajo de la cama mientras mi pueblo lucha para defender sus hogares?

Konnal reflexionó unos instantes y después hizo una fría reverencia al rey.

—De acuerdo, si vuestra majestad insiste, me ocuparé de ello.

Silvan giró sobre sus talones y salió de la habitación a buen paso. Kiryn lanzó una mirada pensativa a Glauco y luego siguió al rey. Los guardias cerraron las puertas cuando hubieron salido y ocuparon sus posiciones.

—Me gustaría saber por qué habéis cambiado de opinión, general —musitó el hechicero en voz queda.

—Hay riesgo en las batallas —respondió Konnal, encogiéndose de hombros—. Nadie sabe cómo pueden terminar ni quién puede caer víctima del enemigo. Si su majestad sufriese algún percance...

—Haríais un mártir de él —se adelantó Glauco—, como ocurrió con sus padres. Se os echaría la culpa, no lo dudéis. No deberíais permitirle que fuera. —El mago hablaba muy serio, encerrándose en sí mismo una vez más—. Tengo el presentimiento de que si lo hace ocurrirá algo horrible.

—¡Ya ha ocurrido algo horrible, por si no te has dado cuenta! —espetó, furioso, Konnal—. ¡Tu magia está fallando, Glauco! ¡Como la de todos los demás! ¡Admítelo!

—Es vuestro miedo el que habla, amigo mío, no vos —adujo el mago—. Lo comprendo, y os perdono por poner en duda mi capacidad mágica. Sí, por esta vez os perdonaré. —Su voz se suavizó—. Pensad bien lo que he dicho. Intentaré por todos los medios persuadir a su majestad de que no vaya a la guerra. Si fracaso, dejad que vaya, pero mantenedlo a salvo.

—¡Márchate! —instó duramente Konnal—. No necesito que un hechicero me diga lo que tengo que hacer.

—Me iré, pero recordad esto, general: me necesitáis. Estoy entre Silvanesti y el mundo. Si me dais de lado, descartáis toda esperanza. Soy el único que puede salvaros.

Konnal no pronunció palabra ni levantó la vista.

27

El roce de la muerte

Aquella tarde, mientras Silvanoshei se preparaba para su primera batalla, Goldmoon también se preparaba como si la esperara un combate. Por primera vez después de muchas semanas, la mujer pidió que le llevaran un espejo a sus habitaciones. Por primera vez después de la tormenta, cogió el espejo y se miró en él.

Goldmoon había sido presumida de joven. Poseedora de una peculiar belleza, era la única de su tribu con el cabello claro, como un tapiz tejido con hilos de rayos de sol y luz de luna. En su condición de Hija de Chieftain, fue mimada, consentida; una malcriada muy pagada de sí misma. Pasaba largas horas contemplando su reflejo en el cuenco de agua. Los jóvenes guerreros de la tribu la adoraban, llegaban a las manos por una sonrisa suya. Todos excepto uno.

Un día se miró en los ojos de un paria, un joven pastor muy alto llamado Riverwind, y se vio en el espejo que era su mirada. Contempló su vanidad, su egoísmo. Vio que en sus ojos era fea, y se sintió avergonzada y desesperada. Goldmoon deseó ser hermosa para él, por él.

Y así llegó a parecérselo, pero sólo después de que ambos hubieron pasado por muchas penalidades y pruebas, sólo después de haberse enfrentado a la muerte sin miedo, abrazados el uno al otro. Le había sido entregada la Vara de Cristal Azul, el poder de traer de nuevo al mundo el amor curativo de los dioses.

Goldmoon y Riverwind tuvieron hijos. Trabajaron para unificar las beligerantes tribus de las Llanuras. Fueron felices con su vida, sus hijos, sus amigos, los compañeros de su viaje. Habían esperado hacerse viejos y llegar juntos al descanso final, abandonar este plano de existencia y pasar al siguiente, fuera cual fuese. No tenían miedo, pues estarían el uno junto al otro.

No había ocurrido así.

Cuando los dioses se marcharon a raíz de la Guerra de Caos, Goldmoon lloró su ausencia. No fue uno de los que clamaron contra ellos y les recriminaron. Comprendía su sacrificio o, al menos, eso creía. Los dioses habían partido para que Caos se marchara y el mundo viviera en paz. No lo entendía, pero tenía fe en los dioses, y por ello hizo cuanto estuvo en sus manos para contrarrestar la cólera y la amargura que envenenaban a tantos.

En el fondo de su corazón creía que, algún día, los dioses regresarían. Esa esperanza menguó con la aparición de los monstruosos dragones que llevaron el terror y la muerte a Ansalon, y desapareció por completo cuando le comunicaron la noticia de que su amado Riverwind y una de sus hijas habían perecido a manos de la infame hembra Roja, Malys. Goldmoon deseó morir también, y estaba decidida a quitarse la vida, pero entonces el espíritu de Riverwind se le apareció.

Le dijo que debía seguir adelante, que debía continuar luchando para mantener viva la esperanza en el mundo. Si ella lo abandonaba, vencería la oscuridad.

Deseó no hacerle caso, pero al final se rindió.

Y había sido recompensada, ya que le fue otorgado el don de la curación por segunda vez. No era un don conferido por los dioses, sino un poder místico del corazón que ni siquiera ella comprendía. Dio a conocer a otros ese don, y se unieron para construir la Ciudadela de la Luz a fin de enseñar a todo el mundo cómo utilizar el poder.

Goldmoon había envejecido en la Ciudadela; había visto el espíritu de su esposo, de nuevo un joven y apuesto guerrero. Aunque él dominaba su impaciencia, la mujer sabía que estaba ansioso por partir y que sólo esperaba a que ella acabara su viaje en este mundo.

Goldmoon alzó el espejo y contempló su rostro.

Las arrugas de la vejez habían desaparecido; su piel era tersa. Las mejillas, antes hundidas, estaban llenas de nuevo, con la tez rosácea. Sus ojos no habían perdido luminosidad en ningún momento, resplandeciendo por el brillo de un coraje y una esperanza indomables, de manera que a sus fieles seguidores siempre les pareció joven. Sus labios, pálidos y consumidos, volvían a ser rojos y turgentes. Aunque su cabello había encanecido, se había conservado espeso y lustroso. Llevó una mano hacia el pelo y sus dedos tocaron mechones dorados y plateados; pero tenía un tacto extraño. Más áspero de lo que recordaba, sin la suavidad de antes.

De repente comprendió por qué detestaba aquel regalo no deseado, no solicitado. El rostro reflejado en el espejo no era el suyo; el que recordaba era otro. Éste era la imagen de la idea que alguien tenía de su cara. Los rasgos resultaban perfectos, y ella nunca los había tenido perfectos.

Lo mismo ocurría con su cuerpo: joven, vigoroso, fuerte, con cintura esbelta y senos turgentes; tampoco era el cuerpo que recordaba. Este cuerpo era perfecto: sin molestias, sin dolores, ni siquiera una uña rota o un roce en un pie.

Su viejo espíritu no encajaba en aquel cuerpo joven. Su alma había alcanzado la ligereza, la liviandad necesaria para alzar el vuelo hacia la eternidad, contenta de dejar atrás las preocupaciones y tribulaciones mundanas. Ahora su alma se encontraba enjaulada en una prisión de carne, huesos y sangre, una prisión que le imponía sus exigencias. No entendía cómo ni por qué, no encontraba explicación para ello. Lo único que sabía era que el rostro del espejo la aterraba.

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