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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (34 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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Mallory le miró sorprendido, pensó en el terrible cansancio de sus propias piernas y asintió con la cabeza, aunque a regañadientes. Miller no era hombre que se quejara, de no estar a punto de desfallecer.

—De acuerdo, Dusty. No creo que un par de minutos de retraso nos perjudiquen. —Tradujo sus palabras al griego y abrió la marcha, con Miller pisándole los talones y lamentándose de la edad que se le echaba encima. Una vez dentro, Mallory buscó a tientas el inevitable banco de madera, se sentó gustoso en él en cuanto lo encontró, encendió un cigarrillo y alzó los ojos extrañado. Miller permanecía aún de pie e iba dando vueltas alrededor de la choza y golpeando en las paredes.

—¿Por qué no te sientas? —preguntó Mallory irritado—. Es por eso por lo que quisiste entrar aquí, ¿no?

—En realidad, no, jefe. —Su acento sureño era muy marcado—. Ha sido un truco para que consintiera en entrar. Hay tres cosas muy especiales que quiero enseñarle.

—Muy especiales. ¿Qué diablos quieres decir?

—Tenga paciencia, capitán Mallory —pidió Miller—. Tenga unos minutos de paciencia. No le estoy haciendo perder el tiempo. Le doy mi palabra, capitán Mallory.

—Muy bien —asintió Mallory confundido, sin que se resintiera su confianza en Miller—. Como quieras. Pero no tardes.

—Gracias, jefe. —Aquel forzado prólogo era demasiado para Miller—. No tardaré. Aquí tiene que haber una lámpara o velas. Dijo usted que los isleños nunca dejan una casa abandonada sin ellas.

—Y ha resultado una superstición muy útil para nosotros. —Mallory se agachó y miró debajo del banco con su linterna. Al instante se enderezó diciendo—: Aquí hay dos o tres velas.

—Necesito luz, jefe. No hay ventanas, ya lo he comprobado.

—Enciende una y yo saldré a ver si se filtra algún rayo de luz. —Mallory no tenía ni la más ligera idea de cuáles podían ser las intenciones del americano. Comprendió que Miller no quería que le preguntase nada, y hacía gala de una seguridad tan tranquila que excluía toda pregunta. Mallory volvió a entrar—. De fuera no se ve absolutamente nada —informó.

—Estupendo. Gracias, jefe— Miller encendió otra vela, se despojó del macuto que llevaba a la espalda, lo colocó en el banco y permaneció unos instantes en pie.

Mallory consultó su reloj y luego miró a Miller.

—Ibas a enseñarme algo —apuntó.

—Sí, es verdad. Tres cosas, le dije. —Hurgó en el macuto y extrajo de él una cajita negra que no era mayor que una caja de cerillas.

Mallory la miró con curiosidad.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—Una espoleta de reloj. —Miller comenzó a destornillar el panel posterior—. Detesto estas cosas. Siempre me hacen sentirme como uno de esos malditos bolcheviques de capa negra, con el bigote a lo Louki, y llevando en la mano una negra bala de cañón con la mecha encendida. Pero funciona. —Ya había quitado la parte posterior de la caja y estaba examinando el mecanismo a la luz de la linterna—. El reloj está bien, pero el brazo de contacto está doblado hacia atrás. Este chisme podría estar haciendo tictac hasta el día del Juicio sin hacer estallar ni un petardo.

—Pero ¿cómo demonios…?

—Prueba número B. —Miller pareció no haberle oído. Abrió la caja de detonadores, levantó un fulminante de su lecho de fieltro y algodón-lana y lo examinó cuidadosamente a la luz de la linterna. Luego volvió a mirar a Mallory, diciendo—: Fulminato de mercurio, jefe. Sólo setenta y siete granos, pero es lo suficiente para arrancarle los dedos a uno. Además, es muy inestable, y el golpecito más ligero lo hace estallar. —Lo dejó caer al suelo, y Mallory se echó involuntariamente hacia atrás al aplastarla el americano de un fuerte taconazo.

Pero no se produjo la más ligera explosión.

—Tampoco funciona, ¿eh, jefe? Le apuesto ciento contra uno a que todos los demás están vacíos también. Sacó una cajetilla de cigarrillos, encendió uno y se quedó mirando cómo el humo iba y venía y giraba por encima de la luz de las velas, y volvió a meter la cajetilla en el bolsillo.

—Todavía tienes que enseñarme la tercera cosa —dijo Mallory tranquilamente.

—Sí, iba a enseñarle otra cosa. —La voz sonaba amable, y Mallory sintió de pronto un escalofrío—. Iba a enseñarle un espía, un traidor, el más rastrero, el más perverso traidor que he conocido. —Sacó la mano del bolsillo donde había guardado los cigarrillos, y en la palma de su mano apareció la pistola con el silenciador. El cañón apuntaba el corazón de Panayis. Y con voz cada vez más suave, prosiguió—: Judas Iscariote no era peor que nuestro amigo, jefe… Quítate la chaqueta, Panayis.

—¿Qué rayos estás haciendo? ¿Estás loco? —Mallory dio un paso adelante medio enfadado, medio asombrado, pero hubo de detenerse al tropezar con el brazo de Miller, rígido como una barra de hierro—. ¿Qué tontería es ésta? ¡Si no entiende el inglés!

—No, ¿verdad? Entonces, ¿por qué se lanzó al exterior cuando oyó decir a Casey en la cueva que había oído ruido fuera? ¿Por qué fue el primero en abandonar el algarrobal esta tarde si no entendió la orden de usted? Quítate la chaqueta, Judas, o te perforo el brazo. Te doy tres segundos.

Mallory intentó agarrar a Miller y echarle al suelo, pero se detuvo al ver la mirada de Panayis, sus dientes al descubierto, y el ansia de asesinar pintada en sus ojos negros como el carbón. Jamás había visto Mallory semejante maldad reflejada en un rostro humano. Maldad que dio paso, bruscamente, a una mueca de dolor e incredulidad al aplastarse una bala en su brazo, debajo del hombro.

—Dos segundos, y sigo con el otro brazo —advirtió Miller secamente. Pero ya Panayis se quitaba la chaqueta, mientras sus ojos negros de bestia seguían fijos en la cara de Miller. Mallory miró al griego, se estremeció sin querer, y volvió sus ojos hacia Miller. Indiferencia, pensó. Era la única palabra que podía describir la mirada del americano. Indiferencia. Sin que pudiera saber por qué, Mallory se sintió más helado que nunca.

—¡Vuélvete de espalda! —ordenó Miller. Su pistola no osciló ni un ápice.

Panayis se volvió lentamente. Miller se le acercó, le cogió la camisa por el cuello y se la arrancó del cuerpo de un brusco tirón.

—¡Vaya, vaya, vaya! ¿Quién iba a pensarlo? —preguntó Miller irónico—. ¡Cuántas sorpresas, una detrás de otra! ¿Recuerda usted que éste fue el tipo al que los alemanes azotaron públicamente en Creta? ¿Al que vapulearon hasta que se le vio el blanco de las costillas? Tiene la espalda en un estado deplorable, ¿no le parece?

Mallory miraba sin decir nada. Confuso ante la sorpresa, su mente giraba como un calidoscopio. Sus pensamientos pugnaban por ajustarse a las nuevas circunstancias. Ni una cicatriz, ni la más leve mancha marcaba la morena tersura de la piel.

—Un milagro de curación —murmuró Miller—. Sólo una mente maligna, malvada y retorcida como la mía podía pensar que el tipo había sido agente alemán en Creta, conocido por los aliados como colaboracionista, que perdió su utilidad para con los alemanes y fue enviado a Navarone en una lancha rápida bajo la protección de la noche. ¡Azotado! ¡De isla en isla en un botecito de remos! ¡Qué sarta de mentiras! —Miller hizo una pausa y sus labios dibujaron una mueca—. ¿Cuántas monedas de plata habrá cobrado en Creta antes que lo descubrieran?

—¡Pero hombre, por Dios, no querrás condenar a un hombre sin estar seguro! —protestó Mallory. Pero estaba muy lejos de sentir la vehemencia que en sus palabras expresaba. ¿Cuántos supervivientes habría entre los aliados si…?

—No está convencido aún, ¿eh? —Miller señaló negligentemente a Panayis con la pistola—. Súbete la pernera izquierda, Iscariote. Te doy otros dos segundos.

Panayis hizo lo que le mandaba. Sus negros y venenosos ojos no dejaban de mirar a los de Miller. Enrolló la oscura pernera hasta la rodilla.

—¡Más arriba! ¡Así se hace, jovencito! —le dijo Miller animándote—. Y ahora quítate el vendaje… por completo. —Pasaron unos segundos y Miller movió la cabeza tristemente—. ¡Qué herida, qué herida más horrible, jefe!

—Comienzo a comprender —dijo Mallory pensativamente. La oscura y maculada pierna no tenía ni un rasguño—. ¿Por qué rayos…?

—Muy sencillo. Por lo menos, cuatro razones. El joven es un cerdo traidor y rastrero. Ni una serpiente de cascabel se le acercaría a una milla de distancia, Pero es un traidor listo. Fingió que tenía una herida en la pierna para poder quedarse en la cueva del Parque del Diablo cuando fuimos a contener a los alemanes del
Alpenkorps
para que no subieran el declive inferior del algarrobal.

—¿Por qué? ¿Tenía miedo de que le hirieran?

Miller negó con la cabeza, impaciente.

—Al jovencito no le asusta nada. Se quedó rezagado para escribir un papelito. Después se valió de lo de la pierna para quedarse atrás y dejar el papel donde pudieran verlo. Eso tuvo que ser antes. El papel decía seguramente que saldríamos por tal o cual sitio, y que mandaran un comité de recepción a darnos la bienvenida. Y lo mandaron, recuerde usted: el coche que robamos para llegar al pueblo era de ellos… Ésa fue la primera vez que empecé a tener sospechas de nuestro joven amiguito. Se rezagó, y corrió para alcanzarnos…, demasiado de prisa para un hombre con una pierna herida. Pero cuando me di verdadera cuenta de quién era fue al abrir el macuto en la plaza este anochecer.

—Sólo has mencionado dos razones —apuntó Mallory.

—Ahora llego a las otras. Número tres…, podría rezagarse cuando el comité de recepción empezase el jaleo… Iscariote no iba a arriesgarse a estirar la pata antes de cobrar su sueldo. Y número cuatro…, ¿recuerda usted aquella emocionante escena cuando le rogó que le permitiera quedarse al final de la cueva que daba al valle? ¿Iba a interpretar su escena de Horacio en el puente?

—Para enseñarles qué cueva debían escoger, supongo.

—Exacto. Después de aquello, andaba el tipo desesperado. Todavía no estaba seguro, pero me invadían sospechas, jefe. No me imaginaba qué otro truco pondría en práctica después. Así que le sacudí duro cuando la última patrulla subió al valle.

—Ya entiendo —dijo Mallory—. Lo veo claro. —Miró duramente a Miller—. Debiste decírmelo. No tenías derecho…

—Se lo iba a decir, jefe; pero no tuve ocasión. El tipo este no se apartaba de mí. Había empezado a decírselo hace media hora, cuando comenzaron los balazos.

Mallory asintió, comprendiendo.

—¿Cómo lo descubriste, Dusty?

—La madera de enebro —contestó Miller—. Recuerdo que nos descubrieron por ella, según dijo Turzig. Habían olido la madera de enebro.

—Y era verdad. Estábamos quemando enebro.

—Sí, sí, ya sé. Pero Turzig dijo que lo había olido en el monte Kostos… y el viento sopló precisamente de allí durante todo el día.

—¡Dios mío! —murmuró Mallory—. ¡Claro, claro! Y a mí se me escapó el detalle por completo.

—Pero Otto y Fritz sabían que estábamos. ¿Cómo? Turzig no posee el don de la visión sobrenatural, como tampoco lo poseo yo. No es adivino. Por lo tanto, se lo avisaron… y se lo avisó nuestro jovencito. ¿Recuerda que le dije que había hablado con algunos de sus amigos en Margaritha, cuando fuimos a buscar víveres? —Miller escupió con asco—. Me engañó como a un tonto. ¿Amigos? ¡Qué poco podía imaginarme entonces cuánta razón tenía! ¡Claro que eran sus amigos! ¡Sus amigos… los alemanes! Y los víveres que dice que robó en la cocina del comandante…, ¡claro que los sacó de la cocina! ¡Se lo entregaron con sólo pedirlos…! Y el viejo Skoda le dio incluso su maleta para llevárnoslos.

—Pero ¿y el alemán que mató al volver a la aldea?

—Claro que lo mató. —Había en la voz de Miller una certeza llena de cansancio—. ¿Qué podía importarle a este asesino otro cadáver? Probablemente tropezó con él en la oscuridad y tuvo que matarle. Para dar ambiente nada más. Louki estaba con él, recuerde usted, y no podía correr el peligro de que Louki sospechara. De todos modos, le hubiera echado la culpa a Louki. No es un ser humano… ¿Recuerda usted cuando lo empujaron para meterlo en la habitación de Skoda en Margaritha, juntamente con Louki, mientras le sangraba una herida de la cabeza?

Mallory asintió.

—Era una estupenda marca de
ketchup
. Es posible que también haya salido de la cocina del comandante —aclaró Miller con amargura—. Si a Skoda le hubiera fallado todo, siempre le quedaba el recurso de este chivato. No comprendo por qué no le preguntó a Louki dónde teníamos la trilita.

—Al parecer, no sabía que Louki estuviera enterado.

—Es posible. Pero hay una cosa que este canalla sabía. Utilizar un espejo. Seguramente lo utilizó para señalar nuestra posición desde el algarrobal. No había otro medio de hacerlo, jefe. Y esta mañana, ignoro la hora, debe de haberse hecho con mi mochila para eliminar el fulminante, descomponer la espoleta de reloj y los detonadores. Lástima que al manejar los fulminantes no le hayan destrozado las manos. Sólo Dios sabe dónde aprendió a manejar los malditos artefactos.

—En Creta —afirmó Mallory—. Ya se preocuparían los alemanes de ello. El espía incapaz de sabotear no les sirve.

—Y se portó muy bien con ellos —comentó Miller con voz suave—. Pero que muy bien. Van a echar de menos a su compatriota. No me cabe la menor duda de que Iscariote es un tipo bastante listo.

—Lo era. Porque esta mañana dejó de serlo. No lo fue lo bastante para darse cuenta de que, por lo menos, uno de nosotros entraría en sospechas…

—Probablemente lo fue —le interrumpió Miller—. Lo que pasa es que le informaron mal. Yo creo que Louki salió ileso. Me figuro que el jovencito le convenció de que le dejara ocupar su puesto (Louki siempre le tuvo un poco de miedo) y luego se acercó a la entrada de la fortaleza para decir a sus amigos que mandasen una patrulla de las buenas a Vygos para liquidar a los otros, y les pidió que disparasen unos tiros. Ya sabemos que el tipo sabe crear ambiente. Luego volvió otra vez a la plaza y subió al tejado para dar la señal a sus amigos cuando saliéramos. Pero se olvidó de una cosa: de que nos íbamos a encontrar en el terrado, y no dentro de la casa. Apuesto lo que quiera a que tiene una linterna en el bolsillo.

Mallory cogió la chaqueta de Panayis y la registró brevemente.

—La tiene —dijo.

—Entonces, no cabe duda. —Miller encendió otro cigarrillo, contempló cómo ardía la cerilla hasta casi quemarle los dedos, y alzó la vista hacia Panayis—. ¿Qué te hace sentir la proximidad de la muerte, Panayis? ¿Sentirte como debieron sentirse todos los infelices antes de morir; todos los que murieron en Creta, en los desembarcos, en Navarone por mar y aire, y que murieron porque creyeron que eras de los suyos? ¿Cómo sienta eso, Panayis?

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