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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (36 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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Sabían buscar el sentido a las cosas mejor que la mayoría.

Sintió que Miller le tiraba del tobillo, se sobresaltó, y se revolvió rápidamente. El americano señalaba con la mano al lado opuesto, y Mallory se volvió para ver a Andrea que a su vez le hacía señales desde una compuerta que se había abierto al extremo más lejano. Había permanecido tan abstraído en sus pensamientos, y el gigantesco griego era tan felino en sus movimientos, que no se dio cuenta de su llegada. Mallory hizo un impaciente movimiento de cabeza, enojado por su distracción, tomó la batería de las manos de Miller, le susurró que fuera a buscar a los otros, y comenzó a avanzar por el terrado lo más silenciosamente que pudo. El peso muerto y vertical de la batería era asombroso. Parecía pesar una tonelada, pero Andrea la recogió, la pasó por encima del reborde de la trampa y, metiéndosela debajo del brazo, descendió ligeramente las escaleras hasta llegar a un diminuto pasillo, como si no pesara nada.

Después salió por la puerta del balcón que daba al puerto envuelto en la oscuridad, a casi cien pies en vertical. Mallory, que le seguía de cerca, le tocó en el hombro cuando dejó la batería en el suelo.

—¿Hay algún obstáculo? —preguntó en voz baja.

—Ninguno, Keith. —Andrea se enderezó—. La casa está vacía. Me sorprendió tanto, que la recorrí un par de veces para cerciorarme.

—¡Magnífico! ¡Estupendo! Supongo que estarán buscándonos por todas partes. Sería interesante saber lo que dirían si supieran que estamos sentados en su propia antesala.

—No lo creerían —dijo Andrea sin vacilar—. Es el último lugar donde se les ocurriría buscarnos.

—¡Jamás he deseado tanto que estés en lo cierto! —murmuró Mallory con fervor. Se acercó a la barandilla enrejada que rodeaba el balcón, escudriñó las tinieblas y se estremeció. Una caída desde allí sería larga, muy larga; y hacía mucho frío. Aquella lluvia vertical helaba hasta los huesos. Se echó hacia atrás y sacudió la barandilla.

—¿Te parece que será bastante fuerte? —susurró. —No lo sé, Keith. —Andrea se encogió de hombros—. Así lo espero.

—Así lo espero —repitió Mallory como un eco—. La verdad es que no importa. No hay otro sistema—. Volvió a inclinarse por encima de la barandilla y torció la cabeza a la derecha y hacia arriba. En la lluviosa penumbra de la noche podía distinguir la más oscura boca de la cueva en que se hallaban emplazados los dos grandes cañones, a unos cuarenta pies de donde él se hallaba y, por lo menos, a treinta más de altura, sobre un acantilado vertical. En cuanto a la accesibilidad, la boca de la cueva podía haber estado igualmente en la luna.

Se echó hacia atrás y se volvió al oír a Brown que salía cojeando al balcón.

—Ve a la parte delantera de la casa y quédate allí. Junto a la ventana. Deja la puerta cerrada, pero sin correr el pestillo. Si vienen visitas, que entren.

—Darles con un garrote, clavarles un cuchillo, pero ni un disparo —murmuró Brown—. ¿Es así, jefe?

—Así es, Casey.

—Déjelo de mi cuenta, jefe —dijo Brown con determinación. Y desapareció cojeando.

Mallory se volvió hacia Andrea.

—Yo tengo veintitrés minutos.

—Yo también. Las nueve menos veintitrés.

—¡Buena suerte! —murmuró Mallory. Miró a Miller sonriente—. Vamos, Dusty. Hora de salir.

Cinco minutos más tarde, Mallory y Miller se hallaban sentados en una taberna situada al sur de la plaza. A pesar de la chillona pintura azul con que el tabernero había cubierto todo cuanto estaba a la vista —paredes, mesas, sillas, estantes (azul y rojo para las tabernas y verde para las confiterías, era la regla casi invariable en todas las islas)—, la taberna estaba mal alumbrada, casi tan oscura como los austeros, graves y bigotudos héroes de las Guerras de la Independencia, cuyos negros y llameantes ojos les miraban fijamente desde la media docena de desvaídas litografías esparcidas por las paredes. Entre cada par de retratos había un vistoso anuncio en color de la cerveza «Fix». El efecto de la decoración era indescriptible, y Mallory se estremeció aterrado al pensar en el aspecto que hubiera presentado si el tabernero hubiera podido disponer de una iluminación más potente que las dos lámparas de petróleo colocadas sobre el mostrador.

Así y todo, la penumbra les favorecía. Sus oscuras ropas, sus trenzadas chaquetillas,
tsantas
y botas, parecían bastante auténticas, y los turbantes con su fleco negro, que Louki les había procurado de manera misteriosa, encajaban a la perfección en una taberna en la que todos los isleños —unos ocho en total— no llevaban otra cosa en la cabeza. Sus ropas eran lo suficientemente auténticas para aguantar la revista del tabernero; pero, en realidad, no se podía esperar que los taberneros conocieran a todos los hombres en un pueblo de cinco mil habitantes, y un patriota griego, como había declarado Louki no dejaría exteriorizar la más ligera sospecha mientras hubiese soldados alemanes por allí. Y había alemanes: cuatro, sentados en una mesa cerca del mostrador. Éste era el principal motivo por el que Mallory agradecía la semioscuridad en que se hallaban. No es que hubiera motivo para que él y Dusty Miller debieran temerles físicamente. Louki los había descartado despectivamente como un montón de viejas —escribientes del cuartel general, presumió Mallory—, que iban a la taberna todas las noches. Pero no ganaban nada con asomar el rostro más de lo necesario.

Miller encendió uno da aquellos penetrantes y malolientes cigarrillos del país mientras arrugaba la nariz con disgusto.

—Aquí hay un olor indecente, jefe.

—Apaga tu cigarrillo —sugirió Mallory.

—No me creerá, pero lo que yo huelo es muchísimo peor que el cigarrillo.

—Será haxix —aclamó Mallory—. La maldición de todos estos puertos isleños. —Señaló un rincón oscuro con la cabeza—. Aquellos chicos que están allí lo fumarán ya todas las noches de su vida. Sólo viven para eso.

—¿Y tienen que armar tanto ruido cuando lo fuman? —preguntó Miller enojado—. ¡Debería verlos Toscanini!

Mallory se fijó en el pequeño grupo del rincón, chicos apiñados alrededor de un joven que tocaba un
bouzouko
—una especie de mandolina de largo mástil— cantando las tristes, nostálgicas canciones
rembetika
de los fumadores de haxix del Pireo. Suponía, al oírla, que aquella música poseía cierta melancolía, cierta atracción oriental, pero en aquel momento le irritaba los nervios. Había que estar en posesión de cierto humor crepuscular, sosegado, para apreciarla. Y en toda su vida se había sentido menos sosegado.

—Me parece que es bastante feo —confesó—. Pero al menos nos permite hablar, lo que no podríamos hacer si se hubiesen largado a su casa.

—Pues yo me alegraría de que se largasen —dijo Miller malhumorado—. De buena gana me callaría yo también. —Picó de mala gana la
mete
(una mezcla de aceitunas picadas, hígado, queso y manzana) de un plato que tenía delante. Como buen americano y acostumbrado ya al whisky del país o
bourbon
, desaprobaba por completo la costumbre griega de comer mientras bebían. De pronto alzó la vista y aplastó un cigarrillo sobre la mesa—. ¡Por Dios, jefe! ¿Cuánto va a durar aún?

Mallory le miró y luego apartó la vista. Sabía cómo se sentía Dusty Miller. Como él. Tenso, a punto, con todos los nervios preparados para rendir al máximo. ¡Dependían tantas cosas de los próximos minutos!: Que todas sus fatigas y trabajos quedaran justificados; que los hombres de Kheros vivieran o murieran; que Andy Stevens hubiera vivido y muerto en vano. Mallory volvió a mirar a Miller, sus nerviosas manos, las pronunciadas arrugas alrededor de sus ojos, los labios apretados, blancos en las comisuras. Vio todas estas señales de tensión, tomó nota mental de ellas y las descartó. Exceptuando a Andrea, hubiera elegido al taciturno americano por compañero aquella noche, entre todos los hombres que había conocido en su vida. Quizá tampoco exceptuase a Andrea. «El más eficaz saboteador del sur de Europa», le había llamado el capitán Jensen en Alejandría. Miller había ido muy lejos de Alejandría, y sólo para aquello. Aquella noche era la noche de Miller.

Mallory consultó su reloj.

—Faltan quince minutos para la queda —dijo en voz baja—. El globo sube dentro de doce minutos. Nos faltan cuatro para entrar en acción.

Miller asintió con un movimiento de cabeza, pero no dijo nada. Volvió a llenar su vaso con el jarro que había encima de la mesa y encendió un cigarrillo. Mallory podía ver un nervio inquieto palpitar encima de la sien y se preguntaba cuántos nervios vería Miller palpitar en su rostro. Se preguntaba también cómo se desenvolvería el cojo Casey Brown en la casa que acababan de abandonar. Bajo muchos aspectos tenía a su cargo la tarea de más responsabilidad y en el momento crítico tendría que dejar la puerta abandonada y volver al balcón. Un patinazo y… Vio que Miller le miraba de un modo extraño y sus labios dibujaron una mueca. Tenía que salir bien, no había otro remedio. Pensó en lo que sucedería sin lugar a dudas si fallaba, y apartó ese pensamiento de su mente. No era momento adecuado para estar pensando en aquellas cosas.

Se preguntaba si los otros dos estarían en sus puestos sin que les molestaran. Deberían estar. Hacía tiempo que la patrulla que registraba había pasado por la parte alta del pueblo, pero nadie sabía lo que podía fallar, y con cuánta facilidad. Mallory volvió a consultar su reloj. Jamás un minutero se había movido tan despacio. Encendió un último cigarrillo, se escanció un último vaso de vino, y escuchó, sin oírla, la extraña y aguda melodía de la
rembetika
que cantaban en el rincón. Luego, la canción de los fumadores de haxix se esfumó quejumbrosamente, los vasos quedaron vacíos, y Mallory se puso en pie.

—El tiempo trae todas las cosas —murmuró—. En marcha.

Se dirigió tranquilamente hacia la salida, dando las buenas noches al tabernero. Al llegar a la puerta se detuvo y empezó a registrarse los bolsillos como si hubiera perdido algo. No hacía viento y llovía, llovía con fuerza, y las lanzas de la lluvia rebotaban en el empedrado a varias pulgadas de altura. A derecha e izquierda, hasta donde su vista podía alcanzar, la calle estaba desierta. Satisfecho, Mallory se volvió soltando una maldición, arrugando la frente en señal de desesperación, y echó a andar de nuevo hacia la mesa que acababa de abandonar, con la mano derecha hundida en él amplio bolsillo interior de su chaqueta. Vio, sin que lo pareciera, que Dusty Miller empujaba su silla hacia atrás y se ponía de pie. Y en aquel momento Mallory se detuvo, su rostro se despejó, y sus manos cesaron de buscar. Estaba exactamente a tres pies de la mesa ocupada por los cuatro alemanes.

—¡Quedaos quietos! —Habló en alemán, en voz baja, pero tan firme, tan amenazadora como el revólver del 45 que apareció en su mano derecha—. Somos dos hombres desesperados. Si os movéis, os mataremos.

Los soldados permanecieron inmóviles en sus asientos durante unos segundos. Excepto el asombro que se reflejaba en sus ojos desorbitados, sus rostros no expresaban nada. Y luego los ojos del que estaba sentado más cerca del mostrador parpadearon rápidamente. Su hombro se contrajo y se oyó un gruñido de dolor al estrellarse en su brazo una bala del calibre 32. La suave detonación de la bala disparada por la pistola con silenciador de Miller no pudo ser oída más allá de la puerta.

—Lo siento, jefe —dijo disculpándose Miller—. Quizá padezca del baile de san Vito. —Miró con interés el rostro descompuesto por el dolor y la sangre que brotaba oscura por entre los dedos que aprisionaban fuertemente la herida—. Pero me parece que ya está curado.

—Ya está curado —dijo Mallory ceñudo. Se volvió hacia el tabernero, un hombre melancólico, alto, de cara flaca y mostacho de mandarín que colgaba tristemente a ambos lados de la boca, y se dirigió a él en el rápido dialecto de las islas—. ¿Hablan el griego estos hombres?

El tabernero negó con la cabeza. Sereno por completo, sin sentirse impresionado en modo alguno, parecía considerar los atracos en su taberna como cosa corriente.

—¡Eso, no! —dijo despectivamente—. Algo de inglés, sí, me parece. Pero nuestro idioma, no. Eso sí lo sé.

—Bien. Soy oficial de la Inteligencia Británica. ¿Tiene un lugar donde pueda esconder a estos hombres?

—No debió usted hacer eso —protestó el tabernero con suavidad—. Me costará la vida.

—No lo crea. —Mallory saltó por encima del mostrador, y apuntó con la pistola al estómago del tabernero. Nadie hubiera podido dudar que aquel hombre era violentamente amenazado; nadie que no hubiera visto el guiño que Mallory le había hecho—. Voy a atarle con ellos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo. Hay una trampa al extremo del mostrador. Una escalera que conduce al sótano.

—No pido más. La encontraré por casualidad. —Mallory le dio un fuerte y convincente empujón que le hizo tambalearse, saltó el mostrador hacia fuera, y se dirigió a los cantores de
rembetika
.

—Idos a casa —ordenó rápidamente—. De todos modos, ya va a sonar el toque de queda. Salid por detrás y recordad…, no habéis visto nada. ¿Entendéis?

—Entendemos. —El que contestó fue el joven tocador de
bouzouko
. Señaló con el pulgar a sus compañeros y sonrió—. Son mala gente, pero griegos de veras. ¿Podemos ayudarles?

—¡No! —contesto Mallory con énfasis—. Pensad en vuestras familias. Estos soldados os han reconocido. Deben conoceros bien. Os veis aquí todas las noches, ¿no?

El joven asintió.

—Idos, entonces. Gracias, de todos modos.

Un minuto más tarde, en el sótano escasamente alumbrado por una vela, Miller ordenó al soldado que tenía más cerca, el que más se le parecía en estatura y corpulencia:

—Quítate el uniforme.

—¡Cerdo inglés! —gruñó el alemán.

—¡Inglés, no! —protestó Miller—. Te doy treinta segundos para que te quites la guerrera y el pantalón.

El soldado le maldijo con rabia, pero no hizo el menor movimiento para obedecer. Miller suspiró. Aquel alemán era valiente, pero se le acababa la hora. Apuntó a la mano del soldado y apretó el gatillo. Volvió a sonar el suave chasquido y el soldado se quedó mirando estúpidamente el orificio que apareció en el pulpejo de su mano izquierda.

—No hay que estropear los uniformes bonitos, ¿verdad? —preguntó Miller con tranquilidad. Alzó la pistola hasta que el soldado se quedó mirando el cañón—. La próxima bala te dará entre los ojos. —Sus palabras expresaban una completa convicción—. No tardaré mucho en desnudarte yo, me parece.

BOOK: Los cañones de Navarone
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