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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (16 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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El sargento les resolvió el problema. La segura competencia, la inhumana crueldad que hacía de la sub-oficialidad alemana la mejor del mundo, dio a Mallory la posibilidad que jamás esperó tener. Acababa el sargento de dar las órdenes, cuando el joven soldado le tocó en el brazo y señaló el borde del precipicio.

—¿Qué hacemos con el pobre Enrich, sargento? —preguntó—. No deberíamos… ¿no cree usted que debería quedarse con él uno de nosotros?

—¿Y qué ibas a hacer si te quedases con él? ¿Cogerle de la mano? —preguntó el sargento con acritud—. Si resbala y se cae, se ha caído, y nada más; y de nada servirá que nos quedemos aquí un centenar custodiándole. Vete ya, y no te olvides de los martillos, los clavos, los estribos y la cabria.

Los tres, hombres emprendieron la marcha, rápidamente, hacia el Este sin contestar una palabra. El sargento se aproximó al teléfono, transmitió un informe, y luego se fue en dirección opuesta, quizás a inspeccionar otro puesto cercano. Aun podía vérsele, como un borrón moviéndose en la oscuridad, cuando ya Mallory había susurrado a Brown y Miller que volvieran a ponerse de guardia. Y aún podían percibir el acompasado crujido de los firmes pasos del sargento en un distante sendero de gravilla cuando la cuerda, asegurada a la roca, cayó serpenteante por el borde del acantilado, deslizándose Andrea rápidamente por ella.

Hecho un ovillo, con la mejilla abierta y sangrando, cruelmente magullado, Stevens se hallaba aún inconsciente sobre el afilado lomo de la roca. Su respiración semejaba un estertor. La pierna derecha había quedado apoyada en la roca, en un ángulo inverosímil, hacia arriba y hacia fuera. Con la mayor suavidad posible, apoyado contra un lado de la chimenea y ayudado por Andrea, Mallory levantó y enderezó la pierna retorcida. Por dos veces, desde las profundidades de su estupor, Stevens se quejó agonizante; pero Mallory no tenía otro remedio que continuar haciendo, con los dientes apretados hasta dolerle las mandíbulas. Luego lentamente, con infinito cuidado, le enrolló la pernera. Durante un instante apretó los párpados con horror. La opaca blancura de la tibia destrozada asomando por un boquete de carne desgarrada, amoratada, hinchada, le producía náuseas.

—Fractura grave, Andrea. —Sus dedos exploraron con suavidad deslizándose por la destrozada pierna, bajo la caña de la bota alta, y se detuvieron de repente al tocar algo que cedía a su ligerísima presión—. ¡Oh, Dios mío! —murmuró—. Otra fractura por encima del tobillo. Este chico está muy mal, Andrea.

—Sí que lo está —afirmó Andrea seriamente—. ¿No podemos hacer nada por él aquí?

—Nada. Absolutamente nada. Tendremos que subirlo. —Mallory se enderezó y miró fríamente la perpendicular de la chimenea—. Aunque Dios sabe cómo…

—Yo lo subiré. —La voz de Andrea no sugería ninguna resolución desesperada o un conocimiento del esfuerzo casi increíble que aquello suponía. Era tan sólo la manifestación de su intención, la voz de un hombre que no dudaba en su habilidad de hacer lo que decía—. Si me ayudas a levantarlo y me lo atas a la espalda…

—¿Con la pierna rota, colgando de un trozo de piel y tendón? —protestó Mallory—. Stevens no puede aguantar mucho más. Si hacemos eso, morirá.

—Y morirá si no lo hacemos —murmuró Andrea.

Mallory permaneció mirando a Stevens durante un largo rato, y luego asintió con la cabeza.

—Morirá si no lo hacemos —repitió, cansado—. Sí, tenemos que hacerlo. —Se echó hacia fuera, se dejó deslizar una docena de pies por la cuerda, y metió un pie en la horquilla de la chimenea bajo el cuerpo de Stevens. Enrolló la cuerda a su cintura y miró hacia arriba.

—¿Listo, Andrea? —preguntó con voz suave.

—Listo. —Andrea se detuvo, cogió a Stevens por las axilas y levantó el cuerpo lentamente, mientras Mallory empujaba por debajo. Dos o tres veces emitió el chico un hondo quejido, salido de las profundidades de su torturada garganta, quejidos que hacían que Mallory apretara los dientes con fuerza. Y luego, la pierna retorcida, colgante, abandonó el apoyo de la mano de Mallory y quedó en el brazo de Andrea, mientras la cara, sangrando, azotada por la lluvia, rodaba grotescamente hacia atrás, como una cara muerta, abandonada, con la tristeza de una muñeca rota.

Pocos segundos después, ya Mallory se hallaba junto a ellos, atando expertamente las muñecas de Stevens. Mientras enrollaba y apretaba la cuerda con sus manos entumecidas maldecía en voz baja; maldecía suave, amarga, continuamente, pero no se daba cuenta de ello. Sólo se daba cuenta de aquella cabeza rota que se bamboleaba estúpidamente contra su hombro; de la sangre que, diluida por la lluvia, cubría aquella cara vuelta; de sus cabellos sobre la sien desgarrada, que emergían oscuramente rubios al perder el tinte negro. ¡Qué indecencia de tinte! Jensen le oiría cuatro palabras sobre aquello, pensaba Mallory con indignación. Y de pronto, se dio cuenta de sus propios pensamientos y volvió a maldecir, aún más indignado esta vez, a su propia persona por los inútiles pensamientos que le asaltaban.

Con ambos brazos libres —los de Stevens, atados por las muñecas, los llevaba alrededor de su cuello, y el cuerpo inanimado atado al suyo propio—, Andrea tardó menos de treinta segundos en llegar a la cima. Si el peso que llevaba a la espalda —ciento sesenta libras de peso muerto— estorbaba en algo la rapidez y potencia de escalo, a Mallory no le resultaba aparente.

La resistencia de aquel hombre era fantástica. Una vez, y sólo una vez, al pasar Andrea el borde del acantilado hacia tierra firme, la pierna rota de Stevens se enganchó en la roca, y la inmensa tortura, atravesando la piadosa concha de la insensibilidad, arrancó un breve grito de dolor de los labios de Stevens, un ronco murmullo tanto más horrible por la muda agonía. Y ya Andrea se hallaba de pie, y Mallory tras de él cortando rápidamente las cuerdas que lo ataban al herido.

—¡A las rocas, Andrea! —susurró Mallory—. Espéranos en el primer espacio despejado que encuentres.

Andrea asintió lentamente sin levantar la cabeza, inclinada sobre el chico que llevaba en brazos, como un hombre hundido en graves pensamientos, o escuchando, sin darse cuenta, igual que Mallory, el agudo gemido del viento. Y no había nada más, sólo las quejas que surgían y morían y el frío de la lluvia que se iba espesando en helada aguanieve. Se estremeció, sin saber por qué, y volvió a escuchar; luego se sacudió furiosamente, se volvió hacia el acantilado y comenzó a enrollar la cuerda. La tenía toda arriba, a sus pies, enredada y empapada, cuando se acordó del estribo que había quedado clavado al pie de la chimenea y de los centenares de pies de cuerda que de él colgaban.

Se encontraba demasiado extenuado, helado y deprimido para sentirse exasperado consigo mismo. La vista de Stevens y el conocer el estado del chico le había afectado más de lo que creía. Malhumorado, echó la cuerda por el borde del precipicio nuevamente, se deslizó chimenea abajo, desató la segunda cuerda y tiró el estribo al mar. Menos de diez minutos más tarde, con las cuerdas mojadas enrolladas al hombro, llevó a Miller y a Brown hacia el oscuro y confuso montón de rocas.

Encontraron a Stevens echado a sotavento de un enorme peñasco, a menos de cien yardas tierra adentro, en un reducido claro que tendría la extensión de una mesa de billar. Una tela encerada, impermeable, separaba su cuerpo de la tierra empapada cubierta de gravilla, y un capote de camuflaje cubría la mayor parte del cuerpo. Hacía ya un frío horrible, pero el peñasco rompía la fuerza del viento y abrigaba al muchacho de la caída de aguanieve. Andrea alzó la vista al aparecer los tres hombres, que depositaron su cuerpo en el suelo. Mallory pudo ver que Andrea había enrollado la pernera por encima de la rodilla del muchacho y cortado la fuerte bota, descalzándosela de la destrozada pierna.

—¡Santo Dios! —Las palabras, pronunciadas involuntariamente por Miller, eran mitad juramento, mitad plegaria. Aun en la densa penumbra la destrozada pierna tenía un aspecto horrible. Hincó una rodilla en tierra, y se inclinó para mirarla—. ¡Qué horror! —murmuró lentamente. Levantó la cabeza y miró por encima del hombro—. Tenemos que hacer algo con esa pierna, jefe, y no hay tiempo que perder. Ese chico es un buen candidato para el osario.

—Ya lo sé. Tenemos que salvarlo, Dusty, tenemos que salvarlo. —De repente, aquella necesidad se había convertido en algo urgente, apremiante, para Mallory. Se puso de rodillas junto al herido—. Vamos a examinarlo —agregó.

Miller lo apartó, impaciente.

—Déjemelo a mí, jefe. —Había tal seguridad, tan repentina autoridad en su voz, que Mallory enmudeció—. El botiquín, ¡pronto…! Y desmonte la tienda.

—¿Estás seguro de que puedes hacerlo? —No es que Mallory dudara de él en realidad. Sólo sentía gratitud, un profundo alivio, pero creyó que debía decir algo—. ¿Cómo vas a…?

—Oiga, jefe —dijo Miller suavemente—. Durante teda mi vida sólo he hecho tres cosas: trabajar en minas, túneles y explosivos. Son cosas peligrosas, jefe. He visto centenares de brazos y piernas rotos, y casi todos los arreglé yo. —Sonrió irónicamente en la oscuridad—. En esas ocasiones el jefe era yo… Sólo era uno de mis privilegios, hay que decirlo.

—Muy bien, pues —dijo Mallory dándole una palmada en el hombro—. En tus manos queda, Dusty. ¡Pero la tienda! —Miró involuntariamente por encima del hombro hacia el acantilado—. Es decir…

—No me entendió usted, jefe. —Firmes y precisas, con la delicada seguridad del hombre que ha invertido toda su vida entre peligrosos explosivos, las manos de Miller trabajaban con un manojo de hilas y desinfectantes—. No estaba pensando en levantar un hospital de sangre. Pero necesitamos los palos de la tienda para entablillarle la pierna.

—Claro, claro. Los palos. Jamás se me ocurrió usarlos como tablillas, y no estaba pensando en otra cosa que en…

—No tiene importancia, jefe. —Miller había abierto el botiquín y, con ayuda de una linterna, estaba escogiendo todo lo necesario—. Lo primero es la morfina, pues, si no, el choque matará al chico. Y luego, un sitio donde guarecerse, calor, ropa seca…

—¡Calor! ¡Ropa seca! —le interrumpió Mallory incrédulo. Bajó la vista al cuerpo inanimado del muchacho, y recordó que Stevens había sido el causante de la pérdida de la estufa y de todo el combustible. Sus labios dibujaron una amarga sonrisa. El chico era su propio verdugo…—. ¿Dónde demonios vas a encontrar eso? —preguntó al cabo.

—No lo sé, jefe —contestó Miller sencillamente—. Pero hay que encontrarlo. Y no sólo para disminuir el choque. Teniendo la pierna así, y empapado como está, puede contraer pulmonía. Y hay que ponerle toda la sulfamida que pueda caber en ese maldito boquete que tiene en la pierna. Un toque de infección en el estado en que el chico se encuentra y… —Su voz se apagó en el silencio.

Mallory se puso en pie.

—Reconozco que tú eres el jefe. —Había imitado el acento de su tierra, y Miller levantó la vista y sonrió sorprendido. Luego su sonrisa se trocó en una cansada mueca, y volvió a mirar al herido. Mallory podía oír con claridad el castañetear de los dientes de Miller al inclinarse sobre Stevens, y presintió, más que advirtió, que no cesaba de temblar con violencia, pero ausente de todo debido a la completa concentración a que le obligaba el trabajo que tenía entre manos. Mallory recordó que las ropas de Miller estaban empapadas por completo, y se preguntó, y no por primera vez, cómo podía haber llegado Miller a aquel estado cubriéndole como le cubría un impermeable.

—Hazle la cura. Yo buscaré un lugar adecuado.

Sin embargo, estaba muy lejos de poseer la confianza que su voz indicaba. Pero en los planos de las colinas que se alzaban detrás de él tenía que existir la posibilidad de encontrar un abrigo en la roca, o quizás una cueva, Al menos podría encontrar algo a la luz del día. Pero en aquella oscuridad sólo cabía confiar en la suerte.

Mallory vio que Casey Brown, con su cara gris debido al cansancio y al mareo —las secuelas de la intoxicación ocasionada por el monóxido de carbono tardan en desaparecer—, se había levantado con paso inseguro y se dirigía a una abertura entre las rocas.

—¿Adonde vas, jefe?

—A buscar el resto de las cosas, señor.

—¿Crees que podrás traerlas? —Mallory le examinó de cerca—. Me parece que no te encuentras muy bien.

—A mí también me lo parece —contestó Brown francamente, mirando a Mallory—. Pero, con todos los respetos, señor, creo que hace rato que usted no se ha mirado al espejo.

—Tienes razón —confesó Mallory—. Bueno, entonces, vamos. Iré contigo.

Durante los diez minutos siguientes reinó el silencio en el pequeñísimo claro. Un silencio roto sólo por los murmullos de Miller y Andrea mientras trataban de arreglar la destrozada pierna, y por los quejidos del herido, que se revolvía y luchaba en su oscuro abismo de dolor. Después, la morfina empezó a hacer efecto, disminuyó la resistencia y al fin cesó por completo. Miller pudo entonces trabajar con más rapidez, sin temor a la interrupción. Andrea había colocado sobre ellos un hule que cumplía una doble misión: les protegía del aguanieve que de vez en cuando les azotaba, y ocultaba la diminuta luz de la linterna que sostenía con su mano libre.

La pierna quedó entablillada del mejor modo posible, y Miller se puso de pie, estirando su dolorida espalda.

—¡Gracias a Dios que ya está hecho! —exclamó, cansado, señalando a Stevens—. Yo me siento tan mal como el aspecto de este chico. —De pronto se quedó rígido y estiró un brazo con un ademán de advertencia—. Oigo ruido, Andrea —murmuró.

Andrea se rió.

—Es Brown que vuelve, amigo mío. Hace más de un minuto que le oigo venir.

—¿Cómo sabe que es Brown? —preguntó Miller.

Se sentía ligeramente enojado consigo mismo y volvió a guardar la pistola en el bolsillo.

—Brown sabe andar entre las rocas —explicó Andrea suavemente—, pero está cansado. Sin embargo, el capitán Mallory… —Se encogió de hombros—. La gente me llama el «gato gigante», pero entre montañas y rocas es más gato que yo. Es un fantasma, y así es como le llamaban nuestros compañeros en Creta. Sólo sabes que ha llegado cuando te toca el hombro.

Miller se estremeció bajo un repentino ramalazo de aguanieve.

—Ojalá ustedes no anduvieran tan silenciosamente —dijo en son de queja y levantando la vista cuando Brown apareció al volver de una roca. Andaba con gran lentitud, con la marcha desigual y vacilante del hombre agotado—. ¡Eh, Casey! ¿Qué tal van las cosas?

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