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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (13 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—¿Incluso en una noche como ésta, de fuertes vientos y lluvia, fría y negra como el interior de un cerdo… y en un acantilado como éste?

En la voz de Andrea no se advertía duda ni interrogación. Reflejaba más bien aquiescencia, la muda confirmación de un pensamiento también mudo. Habían trabajado tanto tiempo juntos, habían llegado a tal profundidad en su mutua comprensión, que entre ellos la palabra era casi superflua.

Mallory asintió, esperó a que Andrea clavara un estribo, enrolló su cuerda y ató el resto del gran ovillo de cordel que descendía unos cuatrocientos pies hasta el saliente donde los demás esperaban. Andrea se despojó entonces de las botas y los estribos, los ató a las cuerdas, envainó el fino cuchillo de doble filo en su funda, que llevaba pendiente del hombro, miró a Mallory y le indicó, con una señal, que se hallaba dispuesto.

Los primeros diez pies resultaron fáciles. Apoyando las palmas de las manos y la espalda contra un lado de la chimenea y los pies enfundados en calcetines contra la opuesta, Mallory subió por la chimenea hasta que el corte de las paredes se ensanchó, y le obligó a detenerse. Apoyando las piernas con fuerza contra la pared frontal, colocó un estribo en la parte más alta que podía alcanzar, se agarró a él con ambas manos, dejó caer las piernas y tanteó con un pie hasta encontrar una grieta donde apoyarse. Dos minutos más tarde, sus manos tocaban el terroso e inseguro borde del precipicio.

Sin hacer ruido, y con infinito cuidado, echó a un lado la tierra, la hierba y las diminutas piedrecitas, hasta que sus manos encontraron roca firme donde agarrarse, dobló la rodilla para encontrar un último apoyo para el pie, y luego asomó la cabeza por encima del borde, en un movimiento imperceptible por su lentitud y milimétrico en su cautela. Se detuvo tan pronto como sus ojos llegaron al nivel de la cima, escudriñó la desusada oscuridad, y todo su ser se redujo a ojos y oídos. Sin ninguna lógica y por primera vez en todo el aterrador ascenso, se dio cuenta del peligro que había corrido, de su completo desamparo, y se llamó estúpido por no haberle pedido a Miller su pistola con silenciador.

Bajo el alto horizonte de las lejanas colinas, la oscuridad era punto menos que absoluta: formas y ángulos, alturas y depresiones se resolvían en siluetas nebulosas, contornos y perfiles sombríos que emergían como a regañadientes de la oscuridad, insinuando un paisaje lleno de perturbadoras reminiscencias. Y de pronto, Mallory advirtió… La cima del acantilado que tenía ante los ojos era exacta a como la había dibujado y descrito Monsieur Vlachos: una estrecha y pelada franja de tierra paralela al acantilado, el grupo de enormes rocas detrás de ellos, y luego, más allá, los empinados planos inferiores de las montañas cuajadas de pedruscos y maleza. El primer golpe de suerte que tenían, pensó Mallory transportado de gozo. Pero, ¡qué golpe de suerte! El punto más alto de todos los puntos del acantilado de Navarone: el único lugar donde los alemanes no montaban guardia porque la ascensión resultaba imposible. Mallory sintió un alivio, un gran júbilo que recorría su cuerpo en ondas sucesivas. Lleno de júbilo estiró la pierna, y elevó medio cuerpo con los brazos rectos y las palmas apoyadas en el borde del acantilado. Y quedó helado en el acto, inmóvil por completo, petrificado como la sólida roca en la que apoyaba las manos, y se le vino el corazón a la boca.

Una de aquellas rocas se había movido. A unas siete u ocho yardas de distancia una sombra se había ido enderezando, despegándose con cautela de las rocas, y avanzaba lentamente hacia el borde del precipicio. Y entonces la sombra dejó de ser un objeto neutro. Ya no cabía error alguno: las altas botas, el largo capote bajo la capa impermeable, el casco ajustado, eran objetos demasiado familiares para que pudiera confundirse. ¡Maldito Vlachos! ¡Maldito Jensen! ¡Malditos los que todo lo sabían, tranquilamente sentados en casa, los ases de la Inteligencia que le daban a uno falsa información mandándole a una muerte segura! Y al mismo tiempo se maldijo a sí mismo por su descuido, porque había estado esperando aquello desde un principio.

Durante los dos o tres primeros segundos, Mallory se había quedado rígido, inmóvil, paralizado de cuerpo y alma. Ya el guarda había dado cuatro o cinco pasos, con su fusil preparado, y con la cabeza vuelta hacia un lado al intentar aislar, entre el fuerte gemido del viento y el profundo y distante rumor del mar, el sonido que había despertado sus sospechas. Pero a Mallory se le había pasado ya el primer susto, y su mente entró rápidamente en acción. Acabar de subir a la cima del acantilado, hubiera sido suicida. Había muchas probabilidades de que el guarda le oyese y le disparase a boca de jarro. Y él no disponía de armas, ni después de la agotadora escalada, de fuerza necesaria para defenderse del ataque de un hombre armado y descansado. Tendría que volver a descender. Pero había que hacerlo lentamente, pulgada a pulgada. Mallory sabía que, por la noche, la mirada de soslayo es aún más aguda que la directa, y el guarda podía percibir cualquier movimiento con el rabillo del ojo. Luego, sólo tendría que volver la cabeza y habría llegado su fin. A pesar de la oscuridad, Mallory se dio cuenta de que no podía confundir el bulto de su silueta sobre la recortada línea del borde del acantilado.

Controlando sus movimientos hasta lo imposible, procurando que su respiración fuera inaudible, con una silenciosa plegaria en los labios, Mallory se deslizó por el borde del precipicio. El guarda continuaba avanzando hacia un punto situado a cinco yardas del lugar donde estaba Mallory, pero seguía con la cara vuelta de lado, el oído al viento. Y Mallory ya se hallaba oculto por el acantilado, manteniéndose con las puntas de los dedos en el borde. El voluminoso cuerpo de Andrea se hallaba a su lado.

—¿Qué ocurre? ¿Hay alguien ahí? —preguntó pegando su boca al oído de Mallory.

—Un centinela —murmuró éste. Sus brazos comenzaban a dolerle por el esfuerzo continuado—. Oyó algo y nos está buscando.

De pronto se apartó de Andrea y se aplastó contra el acantilado. Advirtió vagamente que Andrea le imitaba. Un haz de luz, molesto y cegador después de tanta oscuridad, había atravesado las tinieblas sobre el borde del precipicio, y se movía lentamente. El alemán había sacado su linterna y examinaba metódicamente el borde del acantilado. Guiándose por el ángulo que trazaba el haz, Mallory juzgó que caminaba a unos dos pies de distancia del borde. Y era muy lógico que no estuviera dispuesto a que un par de manos le cogieran por los tobillos y le lanzara al vacío, muriendo destrozado en las rocas y arrecifes que había cuatrocientos pies de profundidad.

Inexorablemente, el haz de luz se iba acercando. Incluso describiendo aquel ángulo era forzoso que les descubriera. Con inquietante certeza, Mallory se dio cuenta de que el alemán no se sentía simplemente receloso:
sabía
que había alguien allí, y no dejaría de buscar hasta encontrarlo. Y no podían hacer para evitarlo absolutamente nada… La cabeza de Andrea se le acercó de nuevo.

—Una piedra —murmuró—. Tírala detrás de él.

Con sumo cuidado al principio, y más rápidamente después, Mallory arañó la superficie en busca de una piedra: pero sólo encontraba tierra, tierra, raíces y gravilla. ¡No había nada, ni siquiera del tamaño de una canica! Notó que Andrea ponía algo en su mano, cerró los dedos y oprimió el pulido metal de un estribo Y aun en aquel momento con el haz indagador a unos pasos de distancia, Mallory sintió una repentina furia contra sí mismo. Le quedaban un par de estribos en su cinturón, y se había olvidado de ellos por completo.

Echó el brazo hacia atrás, hacia delante después, y con un gesto convulsivo lanzó la clavija a través de la oscuridad. Transcurrió un segundo, y otro, y por un momento creyó que había fallado. El haz de luz se hallaba ya a unas pulgadas de los hombros de Andrea, cuando el ruido metálico de la clavija al caer sobre una roca llegó como una bendición a sus oídos. El haz permaneció unos instantes indeciso, perforando la oscuridad sin dirección fija. Después se volvió repentinamente hacia las rocas de la izquierda, y oyeron los pasos del centinela que se alejaba corriendo, resbalando y tropezando en su precipitación. El cañón del fusil brillaba azulado a la luz de la linterna. Apenas había corrido diez yardas cuando ya Andrea se hallaba de pie en el borde del acantilado como un gran gato negro, y corría silenciosamente buscando el cobijo de la roca más próxima. Se ocultó como un fantasma detrás de ella y se desvaneció, una sombra más entre las sombras.

En aquel instante el centinela se hallaba a unas veinte yardas de distancia, e iba pasando medrosamente de roca en roca el haz de su linterna cuando Andrea golpeó por dos veces el peñasco con su cuchillo. El centinela giró con rapidez, y la linterna iluminó la hilera de rocas. Luego empezó a correr hacia atrás, la falda de su capote flotando grotescamente al aire. La linterna se movía alocadamente, y Mallory pudo distinguir una cara pálida, tensa, unos ojos muy abiertos y temerosos, en franco contraste con el imponente casco de acero que los coronaba. Sólo Dios sabe qué aterradores pensamientos pasarían por su confusa imaginación, pensó Mallory: ruidos en la cima del acantilado, sonido metálico a ambos lados en las rocas, la larga vigilancia poblada de fantasmas, medroso y solitario, en un acantilado desierto y en una noche tempestuosa y oscura en un país hostil. De pronto, Mallory sintió compasión por aquel hombre, un hombre como él, amado por alguna mujer, por algún hermano, por algún hijo, que se limitaba a cumplir la sucia y peligrosa misión que le había sido encomendada; compasión por su soledad, por su ansiedad, por sus temores, por la certeza de que antes de que pudiera respirar tres veces más, caería muerto… Lentamente, calculando el tiempo y la distancia, Mallory levantó la cabeza.

—¡Socorro! —gritó—. ¡Socorro! ¡Me caigo!

El soldado se detuvo en su carrera con un pie en el aire, y giró en redondo, a menos de cinco pies de distancia de la roca que ocultaba a Andrea. Durante un segundo su lámpara se movió indecisa hasta detenerse en la cabeza de Mallory. Durante otro segundo, el soldado permaneció completamente inmóvil. Después el fusil que llevaba en la mano derecha se alzó, y con la izquierda lo cogió por el cañón. Y en el mismo instante, emitió un gruñido, respiró convulso, y el sordo ruido de la empuñadura del cuchillo de Andrea al chocar contra sus costillas llegó claramente a los oídos de Mallory, sobrepasando el rumor del viento.

Mallory miró al muerto con fijeza, luego la cara impasible de Andrea mientras éste limpiaba la hoja de su cuchillo con el capote del alemán, se ponía de pie y envainaba el arma.

—¡Vaya, Keith! —Andrea reservaba el tratamiento de «capitán» para cuando había testigos—. He aquí por qué nuestro joven teniente se consume en temores allá abajo.

—Ése es el motivo —convino Mallory—. Yo lo sabía… o casi lo sabía. Y tú también, Andrea. Demasiadas coincidencias… La investigación del caique alemán, nuestras dificultades con la torre-vigía… y ahora esto. —Mallory renegó por lo bajo, amargamente—. Es el fin de nuestro amigo el capitán Briggs, de Castelrosso. Le ajustarán las cuentas antes de un mes. Jensen se ocupará de eso.

Andrea asintió.

—¿Crees que dejó a Nicolai en libertad?

—¿Quién iba a saber que pensábamos desembarcar aquí? ¿Quién iba a delatarnos, a avisar que íbamos a pasar por donde pasamos? —Mallory hizo una pausa, desechó el asunto de su pensamiento y cogió a Andrea por el brazo—. Los alemanes están en todo. Aunque no ignoran que es casi imposible desembarcar en una noche como ésta, tendrán una docena de centinelas apostados a lo largo del acantilado. —Sin darse cuenta Mallory había bajado el tono de su voz—. Pero nunca enviarían a un hombre a luchar contra cinco. Por tanto…

—Habrá señales —acabó de decir Andrea por él—. Deben de tener algún medio de avisar a los demás. Bengalas quizá…

—No, eso no —dijo Mallory—. Delataría su posición. El teléfono. Tiene que haber un teléfono. ¿Recuerdas cuántos miles de teléfonos tenían por todas partes en Creta?

Andrea asintió, cogió la linterna del muerto, hizo pantalla con su enorme mano, y empezó a buscar. Al cabo de un minuto ya estaba de vuelta.

—Tienen teléfono —anunció en voz baja—. Allí está, bajo las rocas.

—No podemos hacer nada por remediarlo —dijo Mallory—. Si llaman tendré que contestar o vendrán corriendo a ver qué pasa. El cielo haga que no tengan un santo y seña. Son capaces.

Se alejó unos pasos, pero se detuvo de pronto y dijo:

—Pero de un momento a otro tendrá que presentarse alguien. Un relevo, un sargento de guardia o algo parecido. Es muy posible que este tipo tuviera que informar cada hora. Tiene que venir alguien… y creo que será pronto. ¡Dios Santo, Andrea, tendremos que apresurarnos!

—¿Y este pobre diablo? —preguntó Andrea señalando al encogido bulto del alemán.

—Tíralo al agua —ordenó Mallory con gesto de disgusto—. Ahora ya nada puede importarle, y nosotros no podemos dejar rastro alguno. Creerán que se ha caído al precipicio. La tierra del borde es muy traidora… Mira si lleva documentación. Nunca se sabe lo útil que puede resultar.

—Nada más útil que las botas que lleva. —Andrea señaló las laderas llenas de pedruscos y maleza—. No podrás ir muy lejos con calcetines por esos vericuetos.

Cinco minutos después, Mallory tiró tres veces del cordel que se perdía hacia abajo, en la profunda oscuridad. Del saliente de la roca, respondieron con tres tirones más, y el cordel desapareció por el borde, llevando consigo la cuerda con alma de acero que Mallory iba soltando del rollo colocado en la cima del acantilado.

Lo primero que subió fue la caja de explosivos. La cuerda, con su contrapeso, fue bajando desde el borde, y aunque habían almohadillado la caja por todas partes con macutos y bolsas de dormir, fuertemente atados, la fuerza del viento, que la hacía mover como un péndulo, le hacía golpear con estrépito, una y otra vez, contra el acantilado. Pero no había tiempo para los detalles, para esperar que el vaivén del péndulo disminuyera después de cada tirón de la cuerda. Atado a una cuerda enrollada alrededor de un gran peñasco, Andrea se inclinó sobre el borde del precipicio y comenzó a subir aquel peso muerto de setenta libras como el que saca una trucha del agua. En menos de tres minutos, la caja de explosivos descansaba a su lado. Y cinco minutos después ascendía el generador, los fusiles y las pistolas, envueltos en un par de bolsas de dormir, y su ligera tienda de campaña de dos caras —blanca por un lado y camuflada de pardo y verde por la otra— se hallaba junto a los explosivos.

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