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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (17 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—No del todo mal. —Brown murmuró una palabra de agradecimiento cuando Andrea le relevó del peso de la caja de explosivos, dejándola en el suelo cual si fuera una paja—. Es lo último del equipo. El capitán me mandó traerlo, y él se quedó, pues oímos voces a lo largo del acantilado. Quiso escuchar lo que dicen cuando vean que ha desaparecido Stevens. —Se dejó caer pesadamente sobre la caja de explosivos—. Quizás ello le dé una idea de lo que proyectan hacer los alemanes, si es que piensan hacer algo.

—Creo que hubiera sido mejor que te dejara a ti allí y que él trajera esa maldita caja —gruñó Miller. Su desilusión respecto a Mallory le hizo hablar más de lo que quería—. Está mucho mejor que tú, y me parece que es… —Se contuvo y se encogió de dolor al sentir clavársele los dedos de Andrea en el brazo como tenazas de acero.

—No es justo que hables así, amigo mío —le reprochó Andrea—. No olvides que Brown no sabe una palabra de alemán.

Miller se frotó con cuidado el brazo dolorido, moviendo la cabeza en señal de enojo consigo mismo.

—Soy un bocazas —dijo lamentándose—. Siempre dicen que hablo cuando no debo. Les ruego que me perdonen… ¿Qué otra cosa hay en el orden del día, señores?

—El capitán ha dicho que fuéramos directamente a las rocas por la derecha de la falda de esta colina. —Brown señaló con el pulgar una masa vaga y oscura que se elevaba monte arriba sobre ellos—. Nos alcanzará dentro de unos quince minutos. —Sonrió, cansadamente a Miller—. Y tenemos que dejar aquí esta caja y un macuto. Los llevará él.

—Discúlpeme —rogó Miller—. Me siento insignificante por haber hablado así. —Contempló a Stevens, inmóvil bajo los oscuros hules brillantes de humedad, y luego miró a Andrea—. Temo, Andrea…

—¡Claro, claro! —Andrea se inclinó rápidamente, envolvió al inconsciente muchacho y volvió a enderezarse con él, con tanta facilidad que parecía que los hules estuvieran vacíos.

—Yo iré delante —ofreció Miller—. Quizá pueda encontrarles un camino fácil. —Se echó al hombro el generador y los macutos, y se tambaleó ligeramente. No se había dado cuenta de su debilidad—. Eso al principio, claro —añadió corrigiéndose—. Porque luego tendrá usted que llevarnos a los dos.

Mallory había calculado muy mal el tiempo que tardaría en alcanzar a los otros. Había pasado ya más de una hora desde que Brown le dejara, y no había señal de los demás. Y llevando setenta libras a la espalda, tampoco podía adelantar gran cosa.

La culpa no era sólo suya. La patrulla alemana, a su regreso, pasada la primera sorpresa que les había producido la desaparición del cuerpo, había vuelto a inspeccionar la cima del acantilado metódicamente y con una lentitud desesperante. Mallory se quedó esperando, tenso, a que alguien sugiriera el descenso y examen de la chimenea —las señales de los clavos y estribos en la roca les hubiera delatado de un modo infalible—, pero no se hizo alusión a ello. Ya que el centinela había hallado la muerte en su caída, el descenso hubiera sido una tontería. Después de una búsqueda infructuosa, discutieron durante cierto tiempo lo que habrían de hacer, y por fin no hicieron nada. Dejaron un relevo de guardia, y el resto se alejó a lo largo del acantilado llevando el equipo de salvamento.

Los tres hombres que iban delante habían avanzado de modo sorprendente. Las condiciones del terreno eran ya mucho mejores. Los peñascos caídos al pie de la falda desaparecían totalmente unas cincuenta yardas más allá, dando paso a la maleza, a arbustos quebrados y a grava lavada por la lluvia. Podría ser que les hubiera adelantado, pero no parecía probable. En los intervalos entre chubascos de aguanieve —ahora era más parecida al pedrisco— podía escudriñar la loma, y no distinguió ningún movimiento. Sabía que Andrea no se detendría hasta llegar a lo que prometiera ser, por lo menos, el más simple cobijo, y hasta entonces, aquellas laderas lamidas por el viento no habían ofrecido ni remotamente nada que se le pareciese.

Al fin, Mallory tropezó, en el sentido literal de la palabra, con ambas cosas, hombres y cobijo. Estaba dando fin al paso de una roca estrecha, longitudinal; acababa de atravesar su afilado lomo, cuando oyó un murmullo de voces por debajo de él y vio el débil resplandor de una luz detrás de la loma que descendía desde un saliente de roca en un pequeño barranco que tenía a sus pies.

Miller se sobresaltó violentamente y se volvió al sentir una mano en el hombro. Ya tenía la pistola fuera del bolsillo antes de darse cuenta de quién se trataba. Cuando se aseguró de que era Mallory, se hundió de nuevo en el cobijo de roca que tenía detrás.

—¡Vamos, vamos, pistolero! —exclamó Mallory. Se desprendió con alivio del peso que llevaba sobre los hombros, y miró a Andrea, que sonreía tranquilamente frente a él—. ¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

—Nuestro amigo. —Andrea trató de sonreír—. Le dije que se daría cuenta de tu llegada cuando le tocases en el hombro. Y me parece que no me había creído.

—Ya podía usted haber tosido por lo menos —dijo Miller a la defensiva—. Estoy nervioso, jefe —añadió en tono quejumbroso—. No tengo los nervios como los tenía hace cuarenta y ocho horas.

Mallory le miró incrédulo. Se disponía a hablar, pero cerró la boca al percibir la pálida mancha de una cara apoyada en un macuto. Bajo la blanca gasa de una frente vendada, los ojos de Stevens le miraban con fijeza. Mallory adelantó un paso e hincó una rodilla en tierra.

—¡Al fin has vuelto en ti! —Sonrió y Stevens le devolvió la sonrisa. Sus labios estaban aún más pálidos que la cara. Estaban lívidos—. ¿Qué tal te encuentras, Andy?

—No muy mal, señor. De veras que no. —Los ojos inyectados en sangre eran oscuros, y reflejaban el dolor. Bajó los párpados, miró distraídamente la pierna vendada y volvió a levantar la vista sonriendo, indeciso, a Mallory—. ¡No sabe usted cuánto lo lamento, señor! ¡Cometí una estupidez!

—Ninguna estupidez —le contestó Mallory con mucho énfasis—. Fue una locura criminal. —Sabía que les miraba todo el mundo, pero también sabía que Stevens sólo le miraba a él—. Una locura criminal, imperdonable —continuó lentamente—, y yo soy el culpable de ella. Sabía que habías perdido mucha sangre en el barco, pero ignoraba que tuvieras esos desgarrones en la frente. Debí averiguarlo. —Su sonrisa pareció más bien una mueca—. Debiste oír lo que estos dos tipos insubordinados me dijeron cuando llegamos a la cima… Y tenían razón. Jamás debí pedirte que cerraras la marcha tal como te encontrabas. Fue una locura. —Volvió a sonreír—. Debimos subirte como un fardo, como el equipo montañero de Miller y Brown… No comprendo cómo pudiste subir en ese estado… Estoy seguro de que nunca lo sabrás. —Se inclinó y tocó la rodilla sana de Stevens—. Perdóname, Andy. Te aseguro que ignoraba que te encontraras tan mal.

Stevens se revolvió incómodo, pero la palidez de muerte de sus mejillas de pronunciados pómulos se tiñó de desconcertado placer.

—Por favor, señor —rogó—. No diga usted eso. Tenía que ser así. —Hizo una mueca y cerró los párpados con fuerza, respiró con trabajo a través de los apretados dientes, taladrado por una punzada de dolor de la deshecha pierna. Luego volvió a fijar los ojos en Mallory—. Y no merezco que se me alabe la escalada —prosiguió, hablando con rapidez—. Casi no me acuerdo de nada.

Mallory le miró sin hablar, con las cejas enarcadas inquisitivamente.

—Me moría de miedo a cada paso que daba —dijo Stevens con sencillez. No se dio cuenta de que estaba diciendo una cosa que hubiera preferido morir antes que confesar—. En mí vida he sentido tanto miedo.

Mallory movió la cabeza lentamente de lado a lado; su barbudo mentón raspaba la palma de la mano en que lo apoyaba. Parecía sorprendido de verdad. Luego fijó la vista en Stevens.

—Ahora ya sé que eres un novato en estos asuntos, Andy. —Volvió a sonreír—. ¿Crees que no hice más que reír y cantar mientras subía por la chimenea? ¿Crees que no tenía miedo? —Encendió un cigarrillo y miró al teniente a través de una nube de humo—. Pues no, no lo tenía. Porque «miedo» no es la palabra adecuada. ¡Terror! ¡Estaba aterrado! Y también lo estaba Andrea. Sabemos demasiado para ignorar el miedo.

—¡Andrea! —Stevens rió, y en seguida emitió un grito al originarle el movimiento un horrible dolor en la pierna. Durante un momento, Mallory creyó que se había desmayado, pero casi al instante volvió a hablar, apagada su voz por el dolor—. ¡Andrea… miedo…! ¡No lo creo!

—Andrea
tenía
miedo. —La voz del griego sonó suave—. Andrea
tiene
miedo. Andrea siempre tiene miedo. Por eso ha vivido tantos años. —Fijó los ojos en sus manos—. Por eso han muerto tantos. No tenían tanto miedo como yo. No temían todo lo que el hombre puede temer. Siempre olvidaron tener miedo de algo, salvaguardarse. Pero Andrea tiene miedo de todo… y nunca olvida nada. A eso se reduce la cosa.

Andrea miró a Stevens y sonrió.

—En el mundo no hay hombres valientes ni hombres cobardes, hijo mío. Sólo hay valientes. Nacer, vivir, morir ya requiere suficiente valentía de por sí, y más que suficiente. Todos somos valientes y todos somos cobardes. Y aquel a quien el mundo llama valiente, es valiente y tiene miedo corno todos los demás. Sólo que él es valiente durante cinco minutos más, o sea, el tiempo que tarda un hombre enfermo, desangrándose y con miedo, en escalar un acantilado.

Stevens no dijo nada. Tenía la cabeza reclinada sobre el pecho, y la cara oculta. Rara vez se había sentido tan feliz, tan en paz consigo mismo. Sabía que no era posible ocultar nada a hombres como Andrea y Mallory, pero ignoraba que no importaría. Le pareció que debía decir algo, pero no podía pensar qué y se sentía terriblemente cansado. Sabía, en lo profundo de su ser, que Andrea decía la verdad, aunque no toda. Y se hallaba demasiado extenuado para que ello pudiera importarle, para tratar de descifrar la cosa.

Miller aclaró su garganta ruidosamente.

—No se hable más del asunto, teniente —dijo con firmeza—. Tiene que permanecer acostado y dormir cuanto pueda.

Stevens le miró, y luego miró a Mallory con extrañeza.

—Haz lo que te ha dicho, Andy —dijo Mallory sonriendo—. Te está curando tu cirujanoy consejero médico. Él te curó la pierna.

—¡Ah! —exclamó—. No lo sabía. Gracias, Dusty. ¿Resultó muy difícil?

Miller agitó la mano como quitándole importancia.

—Para un hombre de mi experiencia, no. Una sencilla fractura —dijo mintiendo con gran facilidad—. Por poco dejo que lo haga otro cualquiera… Ayúdele a acostarse, ¿quiere, Andrea?

Con un movimiento de cabeza Miller le indicó a Mallory que saliera y, ya fuera, le dijo:

—Jefe… Tenemos que calentar esto, necesitamos ropa seca para este chico. Sólo tiene cuarenta pulsaciones; la temperatura es de 41° Pierde terreno continuamente.

—Ya lo sé, ya lo sé —dijo Mallory preocupado—. Y no hay ninguna esperanza de poder conseguir combustible en esta maldita montaña. Veamos qué ropa seca podemos reunir entre todos.

Levantó la lona y entró. Stevens estaba despierto aún, y Brown y Andrea se hallaba uno a cada lado de él. Miller se hallaba a sus pies.

—Vamos a pasar aquí toda la noche —anunció Mallory—, así que pongámonos lo más cómodos posible. Desde luego —confesó— estamos demasiado cerca del acantilado para sentirnos cómodos, pero los alemanes ignoran nuestra presencia, y nos hallamos fuera de la vista de la costa. Acomodémonos, pues, en este lugar lo mejor que podamos.

—Jefe… —Miller empezó a hablar, pero se quedó nuevamente silencioso. Mallory le miró sorprendido. Vio que Brown y Stevens cambiaban una mirada indecisa que luego expresó duda, y la comprensión se reflejó en sus ojos. Una repentina ansiedad, la certeza absoluta de que algo iba mal, asaltó a Mallory de golpe.

—¿Qué ocurre? —preguntó con acento cortante.

—Tenemos que darle una mala noticia, jefe —contestó Miller dando un rodeo—. Debimos decírselo inmediatamente. Quizá pensáramos que cualquiera de los otros se lo había dicho ya… ¿Recuerda el centinela que usted y Andrea echaron por el borde?

Mallory asintió sombrío. Sabía lo que venía.

—Se cayó en el arrecife que está a unos treinta pies al fondo del acantilado —continuó Miller—. Poco debió quedar de él, me figuro, pero lo que quedó está empotrado entre dos rocas. Y bien empotrado.

—Ya entiendo —murmuró Mallory—. Me he estado preguntando toda la noche cómo pudiste mojarte tanto llevando un capote impermeable.

—Lo intenté cuatro veces, jefe —afirmó Miller tranquilamente—. Los demás me sostenían atado con una cuerda. —Se encogió de hombros—. Ni por asomo. Las malditas olas me lanzaban contra el acantilado una y otra vez.

—Dentro de tres o cuatro horas tendremos luz —murmuró Mallory—. Dentro de cuatro horas se sabrá que estamos en la isla. Verán el cadáver en cuanto amanezca y mandarán un bote para ver de quién se trata.

—¿Y eso qué importa, señor? —sugirió Stevens—. En realidad, pudo haberse caído.

Mallory apartó la lona y escudriñó la oscuridad. Hacía un frío terrible y comenzaban a caer copos de nieve. Dejó caer la lona de nuevo.

—Cinco minutos —dijo pensativo—. Nos iremos dentro de cinco minutos. —Miró a Stevens y sonrió débilmente—. También nosotros nos olvidamos de la cosas. Debimos decíroslo. Andrea le hundió el cuchillo en el corazón.

Las horas que siguieron parecieron arrancadas de la más tenebrosa pesadilla. Horas interminables, torturantes, durante las que no cesaron de tropezar, caer y volver a levantarse. Se sentían agotados de cansancio, les dolían todos los músculos del cuerpo, y avanzaban desesperadamente, hundiéndose en la nieve, bastante espesa ya, acuciados por el hambre y la sed. Habían vuelto sobre sus pasos dirigiéndose al nord-noroeste a través del lomo de la montaña. Lo más seguro era que los alemanes creyeran que se habían dirigido hacia el norte, en busca del centro de la isla. Sin brújula, ni estrellas, ni luna que les guiasen, Mallory no disponía de nada que pudiera orientarles excepto la ladera de la montaña y el recuerdo del mapa que Vlachos les había enseñado en Alejandría. Pero, poco a poco, empezó a convencerse de que ya habían pasado la montaña y se encaminaban por una estrecha garganta hacía el interior.

La nieve era su enemigo mortal. Espesa, mojada, ligera, se revolvía a su alrededor en una cortina gris que lo cubría todo. Se introducía por el cuello y las botas, se metía insidiosamente debajo de las ropas y por sus mangas, les tapaba los ojos, las orejas y la boca, pinchaba y dejaba insensibles los rostros descubiertos, y convertía las manos desnudas en carámbanos, entumeciéndolas, y dejándolas inútiles. Todos sufrían, sufrían horrorosamente, pero Stevens el que más. Había vuelto a perder el conocimiento a los pocos minutos de abandonar la cueva, y, vestido con ropas que se adherían mojadas a su cuerpo, carecía incluso del calor generado por la actividad física. Dos veces se había detenido Andrea para tomarle el pulso, convencido de que el chico había muerto. Pero no sentía nada, pues sus manos habían perdido el tacto y sólo podía hacer cabalas y seguir avanzando, dando tumbos.

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