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Authors: John Norman

Los cazadores de Gor (19 page)

BOOK: Los cazadores de Gor
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—¿A dónde se dirigía el
Tesephone
?

—¡Por favor, no me hagas hablar! —exclamó.

Comencé a desatar las correas que la unían por el cuello a las demás muchachas.

—¡Por favor!

La cogí en brazos y comencé a acercarme al agua.

—¡No! —lloró—. ¡Hablaré! ¡Hablaré!

La sujeté por detrás, cogiéndola por los brazos. Nos quedamos de pie en el rio. El agua me llegaba por las caderas y a ella algo más arriba.

Vi a un tiburón girar en el agua y dirigirse hacia nosotros. Los tiburones de río no suelen acercarse a aguas tan poco profundas, pero aquel había estado alimentándose y estaba excitado. Comenzó a hacer círculos a nuestro alrededor. Mantuve a la muchacha entre él y yo.

—¿Hacia dónde iba el
Tesephone
?

Los círculos iban haciéndose más pequeños.

—¡Laura!

—¿Y después?

El tiburón se dirigió a la muchacha, lentamente, sinuoso. Pero su cola no aleteó como para asestar uno de sus rápidos golpes.

Dirigió su hocico hacia el muslo de la chica. Ella chilló y el tiburón dio media vuelta.

—¡Se unirá al
Rhoda
en Laura! —gritó.

El tiburón volvió a repetir el mismo gesto que anteriormente, golpeó la pierna de la esclava y se alejó. Hizo lo mismo dos veces más, pero la segunda ya la golpeó con el lomo y la aleta.

—Espero que la próxima vez te ataque —le dije.

—Tu barco y el
Rhoda
irán a Lydius, y de allí hacia el norte, hacia un punto de intercambio —sollozó—. ¡Ten piedad de una esclava!

El tiburón giró de nuevo. Le vi colocarse panza arriba, con la aleta bajo el agua.

—¿Para qué van allí?

—¡A buscar esclavos!

—¿Qué esclavos? —grité, sujetándola por los brazos—. ¡Contesta rápido! ¡Va a atacar!

—¡Marlenus de Ar y los que le acompañan!

Aparté a la muchacha detrás de mí y con el talón de mi sandalia, en el momento en que el tiburón se echaba sobre nosotros, le golpeé con todas mis fuerzas.

Conseguí detener el golpe, pero se revolvió con furia.

Tomé a la muchacha por el cabello, como se hace con las esclavas, y mientras el animal lo intentaba de nuevo, me acerqué rápidamente hacia la orilla.

Todo su cuerpo temblaba. Se estremecía y gemía.

La arrojé sobre la arena con las otras muchachas y volví a atarla a ellas por el cuello.

—Poneos de pie, erguidas y con las cabezas altas. Colocad las manos detrás de la espalda.

Recogí la seda con la que se cubrían y la eché por debajo de las correas que les sujetaban el cuello. Luego les sujeté las muñecas en la espalda.

—¿Cuántas de vosotras estáis acostumbradas a los bosques?

—Somos de ciudades —dijo la pelirroja.

Me acerqué a ella y puse mi mano sobre su cintura.

—El eslín —le dije— tiene unos colmillos muy afilados.

—¡No nos lleves a los bosques! —suplicó una.

—Os llevaré. Si hacéis exactamente lo que se os diga, seguramente sobreviviréis. Si no hacéis caso, no.

—Obedeceremos —dijo la primera muchacha.

Sonreí. Podría usar aquellas esclavas.

Tomé a la segunda muchacha por el cabello.

—¿Cuándo salieron los hombres de Tyros hacia el campamento de Marlenus? —le pregunté.

—Ayer por la mañana —me dijo.

Pensé que era posible que fuera cierto, por las pisadas que había en la arena. Estaba claro que no me daría tiempo de alertarle.

Sin embargo, Marlenus tenía guardas apostados. Era un experto cazador y un gran Ubar y guerrero. Además tenía unos cien hombres con él. Me sorprendió, sin embargo, que los hombres de Tyros se hubiesen atrevido a acercarse al campamento con tan solo unos ciento cincuenta hombres. Por lo general, los hombres de Marlenus son excepcionales en inteligencia y en el manejo de armas. Los guerreros de Ar se cuentan entre los mejores de Gor.

Me pregunté si realmente Marlenus necesitaba ser advertido, aunque pudiese llegar a tiempo de ponerle sobre aviso.

Incluso garantizando a los hombres de Tyros el elemento sorpresa y una superioridad numérica de cincuenta hombres, su empresa no estaba exenta de riesgos.

Arriesgaban mucho, a menos de que hubiera más cosas a tener en cuenta, cosas que yo ignorase.

Entonces comprendí de qué se trataba.

Los hombres de Tyros lo habían planeado cuidadosamente. Los admiré. Habrían tenido que quedar de acuerdo con alguien. Pero, ¿con quién iban a contar en los bosques?

Parecía que, por una vez en su vida, Marlenus no había calculado bien. Me había dicho que podía tomar cualquier ciudad tras cuyos muros fuera posible colocar un tarn de oro.

Iba andando tras las muchachas, tras la cuarta, la delgada morena de tez blanca a la que había aterrorizado en el río.

—No te vuelvas —le dije. Saqué mi cuchillo de eslín, pero haciendo ruido para que pudiese oírlo. La muchacha se puso a temblar.

—Por favor, amo.

—Una esclava debe decírselo todo a su amo —le recordé.

—Sí, amo.

—¿Qué va a ocurrir en el bosque, en el campamento de Marlenus?

—¡Un ataque!

—De los hombres de Tyros —le dije—, ¿y quién? —Tiré de sus cabellos hacia atrás, exponiendo más su garganta y haciéndole sentir sobre ella la hoja del cuchillo.

—¡Mujeres pantera! —murmuró. ¡Son más de cien! ¡Las muchachas del grupo de Hura!

Sabía que aquella sería su respuesta.

No retiré el cuchillo de su garganta.

—¿Por qué no me lo has dicho antes? —le pregunté.

—¡Tenía miedo! —lloró—. ¡Estaba asustada! ¡Los hombres de Tyros podían matarme! ¡Las mujeres pantera podían matarme!

—¿A quién temes más? ¿A los hombres de Tyros, a las mujeres pantera o a tu amo?

—¡Te temo más a ti, amo!

Aparté el cuchillo de su garganta y ella casi se desmayó.

Me coloqué de manera que pudiera verme.

—¿Cómo te llamas?

—Ilene.

Era un nombre de la Tierra.

—¿Eres del planeta Tierra? —le pregunté.

Me miró.

—Sí. Fui apresada por mercaderes de esclavas que me trajeron a Gor.

—¿Dónde vivías?

—En Denver, Colorado.

—Me has dado mucha información. No sería bueno para ti caer en las manos de Tyros o de Hura.

—No, amo.

—Por lo tanto, me obedecerás con prontitud y diligencia en cuanto te ordene —le advertí.

—Sí, amo.

—Sin embargo —le recordé—, no has sido completamente sincera conmigo, y por lo tanto tendrás que ser castigada. Te venderé en Puerto Kar.

Entonces sin decir nada más, me alejé de la playa para internarme en el bosque.

Llevaba conmigo mi espada, el cuchillo de eslín, mi arco y un carcaj con flechas. No les dije a las muchachas que me siguieran.

Podían quedarse donde estaban, desnudas y atadas, unidas por los cuellos, para ser presa de panteras o eslines si les apetecía. Habían servido a mis enemigos. No me sentía demasiado satisfecho de ellas. Me preocupaba poco su supervivencia y seguridad y lo puse de manifiesto.

—¡Espera, amo!

No me detuve, sino que continué mi camino hacia el interior del bosque.

Las oí detrás de mí, llorando y tratando de seguir mis pasos.

14. MUESTRO MI DESCONTENTO

En el campamento de Marlenus la puerta de entrada se movía con el viento. Los postes que formaban la empalizada habían sido destrozados o quemados en algunos lugares. Las tiendas habían desaparecido. En algunos lugares quedaban trozos de lona quemada, indicando que la tienda de campaña había ardido. Había cajas y escombros por todas partes. También cenizas. Me fijé en que las zonas de la empalizada que estaban quemadas lo estaban por dentro, lo cual evidenciaba que los atacantes habían prendido fuego desde el interior. No había señales de que las puertas de entrada hubieran sido forzadas o rotas.

Estudié las huellas, en los lugares donde estaban claras. Alrededor de algunos restos de cenizas, que seguramente habrían sido hogueras, había habido algún festejo, pues encontré botellas vacías. Las botellas eran del propio Marlenus, traídas de Ar. Yo sabía que cuando se encontraba fuera de Ar no bebía vinos desconocidos.

No resultaba muy difícil deducir lo ocurrido. Como Marlenus no iba a permanecer mucho tiempo en el bosque habrían celebrado una fiesta. Con toda seguridad Hura y sus mujeres pantera debieron de ser las invitadas de honor. Los hombres de Marlenus, para celebrar el éxito de su expedición y la gloria de su Ubar debieron abusar de la bebida, como es costumbre entre los guerreros.

Cuando la fiesta llegó al máximo, una docena de las mujeres de Hura se hicieron cargo de los centinelas de la puerta, que seguramente estarían también bebidos; así pudieron dejar la puerta abierta sin problemas. Siguiendo una señal prefijada las mujeres pantera cayeron sobre los hombres de Marlenus. Con su complot de dentro del campamento y la ayuda recibida desde fuera barrieron cuanto hallaron en su camino.

Algunos de los cuerpos fuera de la empalizada habían sido arrastrados y recibido el ataque de los eslines y otros depredadores. Los nombres de Ar se habían empleado a fondo. Sin embargo, sólo habían caído cuarenta, incluyendo algunos que aparentemente habían sido heridos y a quienes les habían cortado la garganta. Veinticinco de los caídos vestían el amarillo de Tyros.

El ataque había cogido, al parecer, a todo el campamento por sorpresa, y había sido devastador y de un éxito total.

No encontré el cuerpo de Marlenus entre los caídos, por lo tanto deduje que Marlenus y unos ochenta y cinco de sus hombres habían sido apresados.

Nueve de mis hombres estaban con Marlenus. No los encontré entre los muertos. Pensé que, lógicamente, también estarían presos. Dado que también Rim estaría entre ellos, calculé que Sarus de Tyros, el jefe de mis enemigos, debía haber apresado unos noventa y seis hombres. También tendría en su poder a un grupo de mujeres, Sheera, Cara, Tina y Grenna, que habían sido apresadas en mi campamento; Verna y sus mujeres pantera, que estaban en el de Marlenus, y las mujeres que pudiera tener éste en su poder.

Supuse que los hombres de Tyros debían de ser ahora alrededor de ciento veinticinco.

Salí de allí a primera hora de la tarde.

Al salir pude oír a un eslín que roía uno de los cuerpos que había al otro lado de la empalizada.

Suponía que los hombres de Tyros tendrían prisa por llegar al mar.

Pero también esperaba que las mujeres pantera quisieran, antes, llevar a cabo sus ceremonias.

Calculé que aquélla sería la noche reservada a los crueles ritos de las mujeres pantera.

Regresé al lugar donde había dejado a las cuatro esclavas de paga atadas.

Las había atado por parejas en un sitio algo oculto, dejándolas de pie, espalda con espalda. Improvisé unas mordazas para evitar que gritasen.

Miré a llene. Era hermosa. Retiré su mordaza y la besé. Me miró sorprendida. No tenía tiempo para usarla. Volví a colocarle la mordaza y la até bien.

Era de noche.

Me puse de pie sobre una fuerte rama, apoyándome en el tronco de un árbol, a unos doce metros de altura.

Desde allí podía vigilar todo el claro.

Era el lugar que se usaría en el círculo de conquista de Hura.

También era el lugar que servía de campamento nocturno a los hombres de Tyros.

Había varias hogueras enormes en el claro. Entre ellas, colocados en unos postes, estaban los hombres de Marlenus. Un hombre de Tyros tenía un tambor con el que iba marcando un ritmo preparatorio.

Las mujeres pantera, orgullosamente vestidas con sus pieles y adornadas con oro, iban y venían por el lugar con sus ligeras lanzas. Podía distinguir también el amarillo de los hombres de Tyros. Los reflejos de las llamas, entrecruzándose con las sombras oscuras, iluminaban los troncos de los árboles circundantes y sus ramas y hojas más bajas.

Vi en el interior del círculo a Hura y Mira de pie, conversando juntas. Podía haberlas atravesado con flechas pero no lo hice. Tenía otros planes para ellas.

A un lado vi a Sarus, Capitán del
Rhoda
, jefe de los hombres de Tyros. Se quitó el casco y secó el sudor de su frente. Era una noche calurosa.

Cuatro hombres de Tyros se acercaron portando un brasero con carbones encendidos. Lo transportaban suspendido de cuatro barras y con guantes puestos. Del brasero sobresalía el asa del hierro usado para marcar esclavos.

De las sombras surgió, encadenado, un hombre grande y fuerte, que se resistía a que le llevasen hasta allí. Le echaron sobre la hierba, boca arriba, y lo colocaron entre cuatro estacas; cuando intentó levantarse, lo golpearon para que se echase hacia atrás. Colocaron sus tobillos y sus muñecas dentro de anillas, después de haberle separado ampliamente brazos y piernas. Además de las anillas, le ataron con fuerza a las estacas. Se resistió, pero no pudo hacer nada.

Era Marlenus de Ar.

El ritmo del hombre que tocaba el tambor se aceleró. Distinguí las sombras de las tiendas más allá del claro.

Las mujeres pantera y los hombres de Tyros se apresuraron a penetrar en el círculo, algunos de ellos todavía comiendo algo.

El brasero se encontraba a menos de dos metros de Marlenus de Ar. Removieron sus carbones y uno de los hombres tomó el hierro candente con el que se marcaba a los esclavos. Pero volvió a echarlo al fuego pues aún no estaba lo bastante caliente.

Esperé, agazapado sobre la rama. Estudié a los hombres y las mujeres del campamento. ¿Cuántos serían? ¿Quiénes creía yo que eran los más peligrosos? ¿Qué muchachas llevaban la cabeza más alta y cuáles sujetaban la lanza bien?

Miré las lunas. Estaban situadas bien por encima de los árboles.

Mis muchachas, las cuatro esclavas de paga, habían quedado a más de un pasang de distancia, atadas y amordazadas. No las necesitaría aquella noche.

El hombre de Tyros tomó de nuevo el hierro.

Lo alzó y se oyó un grito de placer. Estaba listo. Podían usarlo para marcar al esclavo.

Sarus de Tyros hizo una señal para apartar a sus hombres y dejar solo al del hierro. Se apartaron hasta el borde del claro, donde se sentaron con las piernas cruzadas. Todas las mujeres de Hura estaban en el círculo.

Siguiendo una indicación de Hura, el hombre arrojó el hierro al interior del brasero otra vez, esperando que ella le indicase cuándo usarlo. El hombre del tambor guardaba silencio.

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