Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
—Ah, entonces también me lo llevaré a él, y a los otros.
Sarus y sus hombres rieron.
—¿Por qué te interesan los hombres llamados Rim y Arn? —preguntó Sarus.
—Son mis hombres —dije.
—¿Tus hombres?
—¡Le conozco! ¡Le conozco! —gritó Hura.
La miré.
—¡Es Bosko de Puerto Kar!
Se produjo una gran agitación entre los esclavos, detrás de los hombres de Tyros. Las muchachas encadenadas se postraron. Estaban amordazadas, pero podían oír. Que Bosko de Puerto Kar se hallara entre ellas produjo gran excitación. También oí, por detrás de ellas, el tintineo de las cadenas. Marlenus y los otros, cuyos tobillos aún no habían sido atados, intentaban arrodillarse. Oí dos veces el chasquido de un látigo, producido por un hombre de Tyros que corría entre ellos. Se produjo un gran silencio.
—¿Es cierto que eres Bosko de Puerto Kar? —preguntó Sarus.
—Sí, es cierto —respondí.
—No deberías haber venido.
—No opino lo mismo. No había ningún pasadizo que comunicase con el interior de la empalizada. Harían falta dos hombres para abrir la puerta con un tronco.
—Te buscábamos. Te queríamos a ti y a Marlenus de Ar.
—Es un honor para mí —dije.
—Estás loco —dijo Sarus. Me miró—. Es una suerte que tú mismo te hayas entregado a nosotros. No contábamos con semejante fortuna.
—No estoy aquí para rendirme —contesté.
—Tu estratagema ha fallado.
—¿Por qué? Tus aliados están inmovilizados —dije.
—Considérate nuestro prisionero, Bosko de Puerto Kar.
—Te ofrezco tu vida y la de tus hombres —dije—, si os marcháis ahora y abandonáis a las esclavas.
Sarus contempló a sus hombres y todos ellos rieron.
—Deberás rendirte —le dije.
Se miraron unos a otros.
Oí como los esclavos se levantaban entre las sombras. Nadie los azotó. Nadie les prestó atención. Entre las sombras, al fondo, iluminada por la hoguera, pude distinguir la figura de Marlenus de Ar. Detrás de él aparecieron Rim y Arn. Una cadena los unía por el cuello.
Miré a Marlenus a los ojos.
—¡Ríndete! —me dijo Sarus—. ¡Ríndete!
—No pienso hacerlo —contesté.
—No te queda otra oportunidad.
—Está loco —susurró uno de los hombres de Sarus.
—No deberías haber venido aquí —dijo Sarus.
—No lo creo así —contesté.
Me miró.
—¿Cuántos hombres tienes? —pregunté.
—Cincuenta y cinco.
—No siempre he sido un comerciante —le dije.
—No entiendo —dijo Sarus.
—Hubo un tiempo en que yo era un guerrero de Ko-ro-ba.
—Estás loco —dijo uno de los hombres.
—¡Marlenus! —grité—. Una vez, en la arena de un ruedo en Ar, luchamos como compañeros de espada.
—¡Es cierto! —contestó él.
—¡Silencio! —gritó Sarus.
—Y una vez vi quitarte el casco en el estadio de tarns y reclamar de nuevo el trono de Ar.
—¡Es verdad! —contestó.
—Dejadme escuchar de nuevo, ahora, el himno de Ar —pedí.
Los compases de la gran canción de las victorias de Ar brotaron de las gargantas del Ubar y también de las de los hombres de Ar situados detrás de él.
—¡Silencio! —ordenó Sarus.
Se volvió hacia mí, furioso. Vio que yo no empuñaba mi espada.
—¡No eres de Ar! —gritó.
—Sería mejor para ti que lo fuera —contesté.
—¡Estás loco! —dijo—. ¡Loco!
—Mi piedra del Hogar fue una vez la Piedra del Hogar de Ko-ro-ba. ¿Serás tú el primero, Sarus, en atacarme?
Ataqué.
Un hombre retrocedió.
—¡Matadle! —gritó Sarus.
Ataqué de nuevo, deslizándome hacia un lado. El que me había atacado cayó, resbalando sobre sus manos y rodillas, asustado. No sabía que su herida era mortal. Había desafiado a uno de Ko-ro-ba. Me volví. Ataqué a dos más, que también cayeron. Me giré de nuevo y volví a atacar, con movimientos rápidos y delicados, de modo que la espada no quedara atrapada.
—¡Matadle! —gritó Sarus.
Ataqué dos veces más. Sentí cómo una espada rasgaba mi túnica, y cómo la sangre brotaba de mi cintura. De nuevo me moví. Oí el veloz sonido de las hojas de una ballesta, el silbido de la reyerta. Alguien gritó detrás de mí. Debía acercarme a la hoguera. Ataqué dos veces más. Había otra ballesta cargada. Creí que sabía dónde estaba. Me moví de modo que uno de los hombres de Tyros quedara entre mí y la ballesta.
—¡Hazte a un lado! —gritó un hombre.
Aparté de mi pecho el filo del hombre de Tyros. No lo derribé.
Sentí que me rasgaban la manga izquierda. La sangre resbalaba por mi brazo.
El grito de guerra de Ko-ro-ba brotó de mi garganta. Ataqué de nuevo y luego, golpeando con el pie, dispersé los tizones de la hoguera, sumergiendo la empalizada en la oscuridad. Las mujeres de Hura, atadas, desnudas, entre los hombres y las espadas, gritaron.
—¡Matadle! —oí gritar a Sarus.
—¡Libéranos! ¡Libéranos! —suplicaba Hura.
—¡Fuego! ¡Antorchas! —gritaba Sarus.
Por algo me había puesto la túnica de Tyros. Me moví entre ellos, como uno más. Y allí por donde pasaba, los hombres caían abatidos.
—¿Dónde está? —gritó uno de mis enemigos
—¡Alzad las antorchas! —gritaba Sarus.
Tapándole la boca, clavé mi espada en el cuerpo del hombre que llevaba la segunda ballesta. Debería haberse dado cuenta de que su papel era importante, y en consecuencia debería haber cambiado de posición en la oscuridad. ¿No sabía que yo iría a por él?
En la oscuridad, en medio de los gritos, me dirigí hacia las esclavas postradas y encadenadas, cerca de la parte posterior de la empalizada.
Sheera yacía a un lado de la hilera. En un instante, con ayuda de mi cuchillo, la liberé. Con rapidez me desplacé a lo largo de la línea de mujeres encadenadas. Estaban alineadas alternadamente, de la manera habitual en que se hacía. Los tobillos de una sujetos al cuello de la siguiente. Cara y Tina ya no estaban allí. Busqué a la muchacha que debería ocupar ahora el noveno lugar. Sentí los retorcidos y atados tobillos de la octava mujer, su apagado quejido, su cuerpo luchando contra sus cadenas. Luego mi mano se posó sobre la cabeza de la novena muchacha. Sentí bajo mis dedos la cabeza y cabello de una mujer y, en su oreja, un gran aro de oro. Liberé a Verna.
La luz de una antorcha me iluminó, desde no más de un metro.
—¡Está aquí! —oí gritar.
La antorcha cayó en la oscuridad, derribada por mi cuchillo.
—¡Antorchas! ¡Avivad el fuego! —ordenó Sarus.
Me desplacé. Otro hombre cayó, y otro más.
—¡Lo tengo! ¡Lo he abatido! —gritó un hombre.
Pero no era a mí a quien había abatido.
Ataqué de nuevo. Otro hombre de Tyros retrocedió ante mí, tropezando, cayendo sobre las encadenadas esclavas.
Golpeé a otro.
Dos antorchas fueron alzadas.
Su luz me permitió ver hombres de Tyros empuñando sus armas, espalda con espalda, con ojos enfurecidos.
Detrás de ellos, en orden, arrodilladas, estaban Hura y sus mujeres. Algunas gritaban.
—¡Libéranos! —gritaba Hura.
—¡Liberad a las mujeres! ¡Liberadlas! —ordenó Sarus.
Las necesitaba.
Vi correr a dos hombres de Tyros, en dirección a la puerta de la valla. Comenzaron a golpearla con un tronco.
—¡Quietos!— gritó Sarus.
Los hombres no le hicieron caso. Cuatro más se sumaron a ellos.
Un hombre de Tyros vestido de amarillo apuntó hacia mí, de repente, con una lanza. Ignoro si sabía o no que era su enemigo.
Me giré.
La punta de la lanza pasó rozándome. El hombre había quedado ahora a mi alcance.
Otro hombre sostenía una antorcha cerca de la puerta.
—¡Abridla!— ordenó.
Cuatro hombres empujaron el tronco, alzándolo.
—¡Deprisa!— ordenó el hombre de la antorcha.
—¡Quietos, cobardes!— gritó Sarus—. ¡Deteneos!
No le prestaron atención. Otros hombres comenzaron a correr hacia la puerta.
Clavé mi espada al suelo y tomé una lanza. Recogí de nuevo mi espada y me desplacé a un lado, mezclándome con las sombras.
Los hombres retrocedían desde la puerta. Uno de ellos se sujetó al tronco, para atarlo en su sitio. El tronco no pudo deslizarse a través de las abrazaderas de piel.
—¡Sarus ha matado a su propio hombre! —gritó el que sostenía la antorcha.
Los hombres de la valla se volvieron, enfurecidos. Algunos de ellos empuñaron sus armas.
—¡No he sido yo, locos! —gritó Sarus—. ¡El enemigo! ¡El enemigo!
—¡Atacad! —ordenó el de la antorcha.
Cuatro de los hombres de la cerca, intentando protegerse, se enfrentaron a otros hombres de Tyros.
Vi a Hura moverse con agilidad, una vez liberada por un hombre de Tyros.
Me desplacé alrededor del interior de la empalizada. Un hombre de Tyros se hallaba de espaldas a mí. Le golpeé, dejándolo al pie del muro.
Tenía que vigilar la puerta.
Unos seis hombres de Tyros, cerca del centro de la empalizada, a unos quince metros de la puerta, luchaban entre sí.
Dos de ellos cayeron.
—¡No luchéis! ¡Localizad al enemigo! —gritó Sarus.
Los hombres seguían peleándose. Ahora eran nueve o diez. Estaban fuera de sí, atemorizados.
—¡No luchéis! —gritó Sarus.
Dos hombres cayeron.
Mira, ya libre, se hizo a un lado. Otra mujer pantera estaba siendo liberada.
Una de ellas encontró sus armas.
Una forma surgió entre las sombras, tropezó y se cayó. Era Sheera.
En la puerta, dos hombres examinaban la lanza que mantenía atrapado a un compañero. Otros cuatro se acercaron. El hombre que sostenía la antorcha en la puerta contemplaba la lucha en el centro de la empalizada.
Los dos hombres que examinaban la lanza consiguieron extraerla del tronco, y el cuerpo fue depositado a un lado.
Se giraron y me vieron.
Abatí a dos de ellos. El de la antorcha se volvió hacia la puerta. La antorcha cayó.
La valla quedó de nuevo a oscuras.
—¡Tomad vuestras armas! —gritó Hura.
En medio de la empalizada se encendieron dos antorchas. Coloqué mi espada delante de la puerta y dándole la vuelta al cuerpo que allí yacía, intenté hacerme con la lanza.
—¡Las cuerdas de nuestros arcos han sido cortadas! —exclamó una mujer pantera.
Oí la risa de Verna, y la vi con un cuchillo en sus manos. Desapareció entre las sombras.
—¡Huyamos! —gritó una de las mujeres pantera.
—¡Permaneced donde estáis! —gritó Hura—. ¡No sabemos dónde está!
—¡Tomad los cuchillos! —gritó otra mujer.
Los buscaron entre las pieles.
—¡Han desaparecido!
—¡Y también nuestras lanzas!
Con la respiración entrecortada, permanecí en la puerta, en medio de la oscuridad.
—¡Deteneos! ¡Deteneos en nombre de Chenbar! —gritó Sarus.
Los hombres de Tyros, con la mirada enfurecida, retrocedieron.
Supe entonces lo que significaba en Tyros el nombre de Chenbar.
—¡Permaneced unos junto a otros! ¡Formad un círculo! —ordenó Sarus.
—¡No tenemos armas! ¡Dejadnos entrar en vuestro círculo! —gritó Hura.
Las muchachas miraban a su alrededor, presas del terror. No tenían armas. Estaban desnudas. Sus muñecas conservaban aún las marcas de la fibra de atar.
Estaban indefensas. Y sabían que yo estaba allí, en algún lugar, dentro de la cerca, sin ser visto, con un cuchillo de acero.
Quizá me encontrara muy cerca de ellas.
¿Surgiría de repente, desde la oscuridad, para atacarlas?
—¡Por favor, dejadnos entrar en el círculo! —gritó Hura.
—¡Callaos! —ordenó Sarus, mirando alrededor, examinando la oscuridad. Se sentía un poco inquieto por las mujeres, en especial debido a que sus armas habían sido destrozadas, o habían desaparecido.
—¡Sois hombres! —gritó Hura—. ¡Nosotras sólo somos mujeres! ¡Y, como mujeres, imploramos tu protección! —dijo arrodillándose.
—¡Orgullosa Hura! —dijo Sarus.
—¡Por favor Sarus!
—¡Dentro del círculo! —ordenó Sarus.
Agradecidas las mujeres, sin armas y desnudas, indefensas, penetraron en el círculo.
—¡Bosko de Puerto Kar! —gritaba Sarus—. ¡Bosko de Puerto Kar!
Por supuesto no le contesté.
Me preguntaba en qué lugar de la empalizada estaban Sheera y Verna.
—¡Has sido valiente! —dijo Sarus—. Pero ahora estamos en formación. No puedes sorprendernos. Pronto tendremos más antorchas, y reavivaremos el fuego. Entonces podremos localizarte. No podrás escapar.
El silencio fue la única respuesta.
—¡Ya no te tememos! Podemos mostrarnos compasivos. Estamos dispuestos a pactar.
No respondí.
—Podrás tener todas las mujeres. Todas.
—Eslín —gritó Hura.
—Y, además, podrás quedarte a todos los esclavos, incluidos tus hombres, excepto Marlenus, Ubar de Ar.
El silencio proseguía.
—¡Con él no podemos comprometernos! —gritó Sarus—. ¿Puedes oírme? ¿Aceptas las condiciones?
No dije nada.
—¡Se ha ido! ¡Ha huido! —dijo uno de los hombres.
—¡Mantened la formación! —ordenó Sarus—. Recoged madera.
—¡No! ¡No!— gritó uno de los hombres.
No quería abandonar el círculo.
—Hay madera dentro del círculo —dijo Hura.
—Recogedla —dijo Sarus.
Obedientes, las mujeres, a la luz de la antorcha, recogieron la madera, casi toda ella restos de la primitiva hoguera que yo había destruido.
En la oscuridad, sin hacer ruido, rondé por el interior de la empalizada. Un hombre del círculo se apartó de él, recogió una antorcha que había en el suelo, y la encendió.
—¡Estás ahí! —exclamó la voz de Rim.
Me sobresalté.
—¡No rompáis la formación! —gritó Sarus.
Pero ya dos hombres ansiosos, con sus armas preparadas, habían corrido hacia Rim.
—¡No está aquí! —exclamó uno de los hombres.
Estaba equivocado.
El filo de mi cuchillo golpeó dos veces.
Oí gritar a una mujer. Luego se echó a llorar.
—¡Está aquí!
—¡Mantened la formación! —gritó Sarus.
Deberían haber comprendido que las esclavas habían sido atadas y amordazadas y que las mujeres de Hura se hallaban dentro de su propio círculo.