Los cazadores de mamuts (59 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Jondalar esperó a que la respiración de Ayla le indicara que, por fin, se había dormido. Entonces se volvió quedamente entre las pieles, incorporándose sobre un codo, para llenarse los ojos de ella. Tenía la cabellera revuelta sobre las pieles, un brazo fuera y un pecho al descubierto. De ella emanaba un dulce calor, un vago aroma femenino. Sintió un estremecido deseo de tocarla, pero estaba seguro de que a ella no le gustaría que perturbara su sueño.

Tras su furinbunda reacción la noche en que Ayla estuvo con Ranec, Jondalar temía que ella ya no le quisiera. Cada vez que se rozaban por accidente, ella se echaba atrás. Más de una vez había pensado en acostarse en otra cama y hasta otro hogar, pero por incómodo que le resultara dormir a su lado, mucho peor sería dormir lejos de ella.

Un liviano rizo que cruzaba su rostro, se movía con cada respiración. Jondalar lo apartó con suavidad; luego se recostó cuidadosamente y pudo, por fin, relajarse. Cerró los ojos y se quedó dormido al compás de aquella respiración.

Ayla despertó con la sensación de que alguien la estaba mirando. Los fuegos habían sido reavivados y la luz del día entraba por los agujeros para el humo, parcialmente descubiertos. Al volver la cabeza, se encontró con los ojos oscuros e intensos de Ranec, que la contemplaba desde el Hogar del Zorro. Ella le sonrió, soñolienta, y su recompensa fue una enorme sonrisa encantada. Estaba convencida de que, a su lado, las pieles estarían vacías, pero aun así alargó la mano para asegurarse. Por fin echó a un lado los cobertores y se incorporó. Sabía que Ranec esperaría a que ella estuviera levantada y vestida antes de pasar a visitarla en el Hogar del Mamut.

Al principio se había sentido incómoda al saberse observada constantemente. En cierto modo, resultaba halagador y aquellas atenciones no ocultaban malicia alguna. Pero dentro del Clan se consideraba descortés mirar más allá de las piedras que limitaban el sector en que vivía otra familia. En la caverna del Clan no había más intimidad que en el albergue de los Mamutoi, pero las atenciones de Ranec le parecían como un entrometimiento en su intimidad y acentuaban las tensiones que ella provocaba. Siempre había alguien cerca. Durante el tiempo en que vivió con el Clan las cosas habían sucedido así, pero estas gentes tenían unas costumbres a las que ella no estaba aún habituada. A veces las diferencias eran mínimas, pero cuando se vivía en aquella promiscuidad, eran más evidentes. Quizá fuera que ella se había hecho más sensible. De vez en cuando sentía ganas de alejarse. Después de tres años de soledad en el valle, jamás habría imaginado que, en algún momento, desearía volver a estar sola, pero, a veces, echaba de menos la libertad de aquel aislamiento.

Ayla realizó apresuradamente sus tareas rutinarias de todas las mañanas; apenas tomó unos bocados de la comida sobrante de la noche anterior. Como los agujeros sólo se abrían cuando hacía buen tiempo, sintió deseos de salir con los caballos. Cuando apartó la cortina del anexo, vio allí a Jondalar y a Danug. Entonces se detuvo a pensarlo mejor.

El cuidado de los caballos, dentro o fuera del anexo, según las incidencias del tiempo, le permitía liberarse de la gente y tener un momento para sí. Pero también a Jondalar parecía gustarle estar con ellos. En estos casos, Ayla solía mantenerse a distancia, pues él se marchaba, invariablemente, para dejarla con los animales, murmurando algo sobre su deseo de no molestar. Y ella quería darle tiempo para que se dedicara a los caballos. No sólo establecía un vínculo entre los dos, sino que el cuidado compartido de los animales representaba algún tipo de comunicación entre ella y Jondalar, por limitada que fuera. El deseo de Jondalar de estar con ellos, su forma de tratarlos, daban a Ayla la impresión de que la compañía de los animales le era más necesaria que a ella.

Por fin entró en el hogar de los caballos. Tal vez, en presencia de Danug, Jondalar no tuviera tanta prisa en retirarse. Al acercarse ella le vio retroceder y se apresuró a decir algo para entablar conversación.

–¿Ya has pensado cómo enseñar a Corredor, Jondalar? –preguntó al tiempo que sonreía a Danug a manera de saludo.

–¿Enseñarle qué? –preguntó él, algo desconcertado.

–Enseñarle a dejar que montes en él.

Jondalar había estado pensando en el tema. En realidad, acababa de hacer un comentario sobre el particular a Danug, en un tono que pretendía fuera indiferente. No quería revelar su fuerte deseo de montar en el animal; sobre todo cuando se sentía anulado por su incapacidad de asimilar la atracción que Ayla sentía por Ranec, se imaginaba galopando por las estepas a lomos de Corredor, libre como el viento. Aun así, no estaba seguro de tener derecho a ello. Tal vez ella preferiría que fuera Ranec quien montara al potrillo de Whinney.

–Lo he pensado, pero no sé si..., cómo comenzar –dijo Jondalar un tanto dubitativo.

–Creo que podrías seguir haciendo lo que iniciamos en el valle: acostumbrarle a sostener un peso en el lomo, a llevar cargas. Pero no sé cómo podrías enseñarle a ir donde quieres. Sigue la soga, pero ¿cómo va a seguir la soga cuando estés sobre su lomo?

Ayla hablaba deprisa, haciendo sugerencias que se le ocurrían sobre la marcha para atraer su interés. Danug observaba a ambos, lamentando no poder decir algo que contribuyera a arreglar súbitamente la situación, no sólo entre ellos, sino para todo el mundo. Cuando la muchacha dejó de hablar se estableció un incómodo silencio. El jovencito se apresuró a llenar el vacío.

–Tal vez podría sostener la soga desde atrás, cuando está sentado en el lomo, en vez de sujetarse a las crines –sugirió.

De pronto, como si alguien hubiera golpeado un trozo de pedernal con pirita ferrosa dentro de un espacio oscuro, Jondalar pudo visualizar exactamente lo que Danug había dicho. En vez de retroceder, como si estuviera dispuesto a salir corriendo a la menor oportunidad, cerró los ojos y arrugó la frente, concentrado.

–¡Oye, eso podría funcionar! –exclamó. Inmerso en el entusiasmo que le sugería la idea, olvidó momentáneamente su incertidumbre con respecto al futuro–. Tal vez podría sujetar algo a su ronzal y sostenerlo desde atrás. Un cordón fuerte... o una correa... o dos, tal vez.

–Tengo algunas correas estrechas –dijo Ayla, advirtiendo que parecía menos tenso. Gozaba al ver su interés por adiestrar al joven potro y le interesaba ver los resultados–. Voy a buscarlas. Están dentro.

Jondalar siguió tras ella por la arcada interior, hacia el Hogar del Mamut, pero, de pronto, se detuvo. Ranec, que estaba conversando con Deegie y Tronie, acababa de dedicar a Ayla la más seductora de sus sonrisas. Jondalar sintió que se le revolvía el estómago; cerró los ojos, con los dientes apretados, y retrocedió hacia la abertura. Ayla giró en redondo para darle un rollo de cuero flexible, cortado en una tira estrecha.

–Es fuerte –dijo–. Lo hice el invierno pasado –clavó la vista en aquellos ojos azules, atormentados, que revelaban dolor, confusión, indecisión–, antes de que vinieras a mi valle, Jondalar. Antes de que el Espíritu del Gran León Cavernario te eligiera y te condujera hasta allí.

Él cogió el rollo y salió apresuradamente. No podía permanecer allí. Cada vez que el tallista iba al Hogar del Mamut, él se veía obligado a salir, no podía estar cerca cuando el hombre de piel oscura estaba con Ayla, y eso ocurría con mucha frecuencia últimamente. Les observaba desde lejos cuando los jóvenes del Campamento se reunían en el área ceremonial para trabajar más cómodamente, intercambiar ideas y métodos. Les escuchaba practicar música, cantar, hacer bromas, reír. Y cada vez que oía la risa de Ayla acoplada a la de Ranec, el mero sonido le arrancaba un gesto de dolor.

Dejó el rollo de correas cerca del ronzal de Corredor, cogió su pelliza de la percha y salió al exterior, saludando a Danug con una inexpresiva sonrisa. Con las manos metidas en los mitones que colgaban de las mangas, subió hacia las estepas.

El fuerte viento impulsaba una masa gris por el cielo; era lo normal en aquella estación. El sol lucía de vez en cuando entre las nubes rasgadas, aunque con poca incidencia sobre la temperatura, muy por debajo del punto de congelación. La capa de nieve era delgada. El aire seco absorbía la humedad de los pulmones, convirtiéndola en nubes de vapor. No pasaría mucho tiempo fuera, pero el frío le calmaba su insistente exigencia de poner la supervivencia por encima de cualquier otra consideración. No sabía por qué Ranec le inspiraba un rechazo tan fuerte. Se debía, en parte, a su temor a tener que abandonar a Ayla, en parte también a que su imaginación se los representaba juntos. Al mismo tiempo tenía una fuerte sensación de culpabilidad, pues no se decidía a aceptar a Ayla sin reservas. Había en él algo que le inducía a creer que Ranec la merecía más que él. Pero una cosa, cuanto menos, parecía segura: Ayla deseaba que él, no Ranec, adiestrara a Corredor.

Danug vio que Jondalar comenzaba a subir la cuesta y volvió a entrar a paso lento. Corredor relinchó y sacudió la cabeza al verle pasar. Danug miró al caballo con una sonrisa. Para entonces a casi todo el mundo le gustaba tener allí a los animales; los acariciaban y les hablaban, aunque no con tanta familiaridad como Ayla. Parecía ya algo natural tener a los caballos en el nuevo albergue. Qué fácil era olvidar el asombro que sintieron cuando los vieron por primera vez. Al cruzar la segunda arcada, vio a Ayla de pie, junto a su plataforma-cama.

Tras un momento de indecisión se acercó a ella.

–Fue a caminar por la estepa –dijo a la muchacha–. No es buena idea salir cuando el tiempo está frío y ventoso, pero el día no es tan malo como otras veces.

–¿Tratas de decirme que Jondalar está bien, Danug?

Ayla le sonreía. Se sintió estúpido por un momento. Por supuesto que Jondalar estaba bien; había viajado mucho y era muy capaz de cuidarse solo.

–Gracias –dijo ella– por tu ayuda y por deseo de ayudarnos.

Y le tocó la mano. La tenía fresca, pero el contacto hizo que el muchacho sintiera calor. Experimentó esa tensión especial que en él despertaba, pero en un plano más profundo; sintió entonces que ella le ofrecía otra cosa: su amistad.

–Creo que voy a salir a revisar mis trampas –balbuceó.

–Prueba así, Ayla –dijo Deegie.

Con mucha destreza, perforó un agujero en el borde del cuero, con un hueso pequeño, duro y sólido, de la pata de un zorro ártico, naturalmente afilado, cuya punta había sido endurecida puliéndola con arenisca. Luego puso un trozo de tendón sobre el agujero y, con la punta del punzón, lo pasó al otro lado. Prendió con los dedos el extremo, por el lado opuesto, y tiró de él. Hizo otro agujero en el sitio correspondiente del otro cuero que estaba cosiendo y repitió la operación.

Ayla cogió los dos trozos que usaban para practicar. Con un cuadrado de dura piel de mamut a la manera de dedal, empujó el hueso afilado, haciendo una pequeña perforación. Luego trató de empujar el tendón a través del agujero y de pasarlo al otro lado, pero no lograba dominar la técnica y acabó totalmente frustrada una vez más.

–¡Creo que no aprenderé jamás, Deegie! –gimió.

–Sólo tienes que practicar, Ayla. Yo lo estoy haciendo desde que era niña y me resulta fácil, naturalmente. Pero ya aprenderás si insistes. Es igual que hacer pequeños tajos con una punta de pedernal y pasar correas finas, como cuando haces ropas de trabajo. Y con eso no tienes muchos problemas.

–Pero resulta mucho más difícil con tendón y agujeros pequeños. No puedo pasar esos tendones. ¡Me siento tan torpe! No sé cómo hace Tronie para coser cuentas y plumas de ese modo –dijo Ayla, mirando a Fralie que estaba haciendo girar un cilindro de marfil, largo y fino, en la hendidura de un bloque de gres–. Yo esperaba que me enseñara, para decorar la túnica blanca cuando la termine. Pero ni siquiera sé si seré capaz de coserla como quiero.

–Lo harás, Ayla –dijo Tronie–. Tú puedes hacer todo lo que te propongas.

–¡Salvo cantar! –precisó Deegie.

Todas rieron, excepto Ayla. Aunque hablaba con voz grave y agradable, cantar no era uno de sus dones naturales. Tenía una variedad tonal limitada, suficiente para la discreta monotonía de los cánticos, y tenía buen oído. Detectaba cualquier desafinación y silbaba bien, pero el dominio de la voz estaba fuera de su alcance. El virtuosismo de Barzec, por ejemplo, la dejaba maravillada. Podría estar escuchándole el día entero, si él hubiera consentido en cantar durante tanto tiempo. También Fralie tenía una voz clara, alta y dulce, que Ayla escuchaba con deleite. En realidad, casi todos los miembros del Campamento del León sabían cantar. Ayla, no.

Todos bromeaban sobre su modo de cantar y sobre su voz, incluyendo comentarios sobre su acento, aunque se trataba, más bien, de su modo peculiar de pronunciación. Ella se reía tanto como cualquier otro. No sabía cantar y lo reconocía. Aunque bromeaban con respecto a su voz, a nivel individual alababan su forma de hablar. Se sentían halagados de que hubiera dominado su idioma con tanta fluidez en tan poco tiempo. Y las bromas hacían que se sintiese integrada en el grupo.

Todo el mundo tenía algún rasgo o singularidad que los demás aprovechaban como pretexto para la diversión: la corpulencia de Talut, el color de piel de Ranec, la fuerza de Tulie. Sólo Frebec se ofendía; entonces las bromas a costa de su susceptibilidad se hacían a sus espaldas, en el lenguaje de las señas. El Campamento del León también había aprendido con fluidez el lenguaje del Clan, sin siquiera darse cuenta, si bien en una versión modificada. En consecuencia, Ayla no era la única que experimentaba la cordialidad de dicha integración, pues también Rydag participaba en las diversiones.

Ayla le miró de refilón. Estaba sentado en una esterilla, con Hartal en el regazo; mantenía distraído al inquieto bebé con un montón de huesos, casi todos vértebras de venado, para que no gateara tras su madre y desparramara las cuentas que ella engarzaba junto con Fralie. Rydag era hábil con los bebés. Tenía paciencia para jugar con ellos y entretenerles todo el tiempo que fuera necesario.

Él le sonrió.

–No eres la única que no sabe cantar, Ayla –dijo, por medio de señas.

Ella le devolvió la sonrisa, pensando que también era verdad. Rydag no sabía cantar, ni hablar, ni correr y jugar. Ni vivir con plenitud. A pesar de sus remedios, no sabía por cuánto tiempo estaría con vida. El niño podría morirse aquel mismo día o sobrevivir aún varios años. Sólo cabía amarle día a día, con la esperanza de poder seguir amándole al siguiente.

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