Los cazadores de mamuts (115 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–Talut –sollozó, abrazando al corpulento pelirrojo–, ¿nunca te dije que fue tu risa lo que me decidió a visitaros? Tenía tanto miedo de los Otros que estaba a punto de volver al valle al galope. Y entonces te oí reír...

–Pues vas a verme llorar dentro de un momento, Ayla. No quiero que te vayas.

–Yo ya estoy llorando –dijo Latie–. Tampoco quiero que te vayas. ¿Te acuerdas de la primera vez que me dejaste tocar a Corredor?

–Recuerdo el día en que Rydag montó a Whinney –agregó Nezzie–. Nunca le había visto tan feliz.

–Y también voy a echar de menos a los caballos –gimió Latie, abrazándose a la muchacha.

–Tal vez tengas un caballito propio algún día.

–Yo también añoraré a los caballos –dijo Rugie.

Ayla la alzó para besarla en la mejilla.

–Entonces quizá tengas tú también tu caballito –y de pronto exclamó–: ¡Oh, Nezzie! ¿Cómo puedo agradecerte todo lo que has hecho por mí? Perdí a mi madre cuando era muy pequeña, pero he tenido mucha suerte: he tenido a dos madres que la reemplazaron. Iza me cuidó cuando era niña, pero tú fuiste la madre que necesitaba para hacerme mujer.

–Toma –dijo Nezzie, entregándole un paquete, mientras se esforzaba por no deshacerse en llanto–. Es tu túnica nupcial. Quiero que la lleves para tu Unión con Jondalar. Él también es como un hijo para mí. Y tú eres mi hija.

Ayla volvió a abrazarla. Después levantó la vista hacia su enorme y atractivo hijo. Danug la estrechó sin reservas, haciéndole experimentar la virilidad de su fuerza y el calor de su cuerpo; en un chispazo momentáneo de atracción hacia ella, le susurró al oído:

–Ojalá hubieras sido mi pies-rojos.

Ella retrocedió sonriendo.

–¡Danug! ¡Qué hombre vas a ser! Ojalá pudiera ver cómo te conviertes en otro Talut.

–Tal vez, cuando sea mayor, haga un largo Viaje para ir a visitarte.

El siguiente fue Wymez. Ayla le abrazó buscando a Ranec con la mirada, pero no estaba allí.

–Lo siento, Wymez –dijo.

–También yo. Me habría gustado que siguieras con nosotros, ver los hijos que dieras a su hogar. Pero Jondalar es un buen hombre. Que la Madre os sonría durante vuestro Viaje.

Ayla cogió a Hartal de los brazos de Tronie, encantada con sus gorgoritos risueños, mientras Manuv levantaba a Nuvie para que la diera un beso.

–Está viva sólo por ti, Ayla; no lo olvidaré, y ella tampoco –dijo el anciano.

Ayla le dio un beso, y también a Tronie, y a Tornec.

Frebec sostuvo a Bectie en sus brazos para que Ayla pudiera despedirse de Fralie y de los dos varones. Luego abrazó a Crozie. Al principio, la anciana se mantuvo rígida y erguida, aunque la muchacha la sentía temblar. Por fin, Crozie la estrechó con fuerza. En sus ojos brillaban las lágrimas.

–No olvides cómo se hace el cuero blanco –recomendó.

–No lo olvidaré –prometió Ayla–, me llevo la túnica –con una sonrisa, agregó–: Pero tú, Crozie, recuerda que no debes jugar a los huesecillos con un miembro del Hogar del Mamut.

Crozie la miró, sorprendida, y estalló en una carcajada, mientras Ayla se volvía hacia Frebec, que estaba rascando a Lobo tras las orejas.

–Voy a echar de menos a este animal –dijo.

Ayla le dio un gran abrazo, diciendo:

–Y este otro animal también va a echarte de menos.

–También yo a ti, Ayla.

De repente, Ayla se encontró inmersa entre los miembros del Campamento del Uro, estrujada por los besos y abrazos de Barzec y de los niños. Allí estaba también Tarneg con su compañera. Deegie esperaba, un poco apartada, en compañía de Branag, y las dos jóvenes se fundieron en un abrazo y llorando a moco tendido.

–En cierto sentido, me cuesta más despedirme de ti que de nadie, Deegie –dijo Ayla–. Nunca tuve una amiga como tú: de mi edad y capaz de comprenderme.

–Lo sé, Ayla. No puedo creer que te vayas. Y ahora, ¿cómo sabremos quién será la primera en tener un bebé?

Ayla retrocedió un paso para observar con ojo crítico a Deegie. Luego sonrió.

–Serás tú. Ya lo has iniciado.

–¡Tenía la sospecha! ¿De veras lo crees?

–Sí, estoy segura.

Ayla advirtio que Vincavec estaba de pie junto a Tulie y le rozó apenas la mejilla tatuada.

–Me has sorprendido –dijo–. No sabía que él sería el elegido. Bueno, todos tenemos nuestras debilidades –y clavó en Tulie una mirada de resentimiento.

Vincavec estaba muy disgustado por haber enfocado tan mal la situación. No había contado en absoluto con el rubio extranjero, y estaba un tanto enfadado con Tulie. La jefa había aceptado sus piezas de ámbar sabiendo que difícilmente podría él conseguir lo que deseaba. Aunque él la había instado a recibirlas, sus comentarios daban a entender que ella las había aceptado porque sentía debilidad por el ámbar, pero que no era honrada en sus negocios. Como las piezas eran, ostensiblemente, un regalo, Tulie no podía devolvérselas, y Vincavec se cobraba con sus indirectas.

La jefa le echó una mirada de reojo antes de acercarse a Ayla. Una vez segura de que el hombre tatuado la observaba, dio a la joven un sincero y cálido abrazo.

–Tengo un regalo para ti, y estoy segura de que todos estarán de acuerdo en que es un regalo perfecto: tú lo lucirás mejor que nadie –y dejó caer en la mano de Ayla dos bellos trozos de ámbar, exactamente iguales–. Harán juego con tu túnica nupcial. Podrías ponértelas en las orejas.

–¡Oh, Tulie, es demasiado! –protestó Ayla–. ¡Son bellísimas!

–No es demasiado, Ayla. Estaban destinadas a ti –replicó Tulie, mirando a Vincavec con aire triunfal.

Ayla notó que Barzec también sonreía y que Nezzie hacía gestos de asentimiento.

También a Jondalar le resultaba difícil abandonar el Campamento del León. Los Mamutoi le habían hecho sentirse a gusto entre ellos, se habían ganado su cariño. Sus adioses estuvieron bañados en lágrimas. La última persona con quien habló fue Mamut. Mientras se abrazaban, frotándose las mejillas, Ayla se acercó a ellos.

–Quiero darte las gracias –dijo Jondalar–. Estoy seguro de que sabías desde el principio que yo debía aprender una lección dura –el viejo chamán asintió–. He aprendido mucho de ti y de los Mamutoi. He aprendido a distinguir lo importante de lo superficial, y la profundidad de mi amor por Ayla. Ya no tengo reservas. Estaré a su lado contra mis peores enemigos y contra mis mejores amigos.

–Te diré algo más que debes saber, Jondalar –declaró Mamut–. Desde un principio supe que el destino de Ayla estaba a tu lado. Cuando la erupción del volcán adiviné que se marcharía contigo. Pero recuerda esto: el destino de Ayla es mucho más grandioso de lo que nadie puede creer. La Madre la ha escogido; en su vida habrá muchos desafíos, y también en la tuya. Ella necesitará de tu protección, de la fuerza que tu amor ha desarrollado. Por eso debías aprender la lección. Eso ha fortalecido tu amor. Nunca es fácil ser escogido, pero también hay en ello grandes beneficios. Cuida de ella, Jondalar. Ya sabes que, cuando está preocupada por los demás, se olvida de sí misma.

Jondalar lo prometió, mientras Ayla abrazaba al anciano, que sonreía, con los ojos empañados de lágrimas.

–Ojalá Rydag estuviera aquí –suspiró Ayla–. Le echo tanto de menos... También yo he aprendido algunas lecciones. Quería ir a buscar a mi hijo, pero Rydag me enseñó que debía dejar que Durc viviera su propia vida. ¿Cómo podré agradecértelo todo, Mamut?

–No hace falta ningún agradecimiento, Ayla. Nuestros caminos estaban destinados a cruzarse. Te he estado esperando sin saberlo. Y me has dado grandes alegrías, hija mía. No estaba escrito que volvieras en busca de Durc: él fue tu regalo para el Clan. Los hijos son siempre un regocijo, pero también un dolor, y es bueno dejar que sigan su propio camino. Hasta Mut dejará que Sus hijos sigan su propio camino algún día. Pero temo por nosotros si alguna vez nos olvidamos de Ella. Si olvidamos respetar a nuestra Gran Madre Tierra, Ella nos retirará Sus bendiciones y dejará de proveer por nosotros.

Ayla y Jondalar montaron a caballo y agitaron las manos, en un último adiós. Casi todos los acampados habían acudido a desearles buen Viaje. En el momento de emprender la marcha, Ayla aún buscaba a una determinada persona. Pero Ranec ya se había despedido y no soportaba la idea de hacerlo otra vez en público.

Por fin le vio, cuando ya iniciaban el descenso de la cuesta. Estaba solo, lejos de todos los demás. Con el ánimo muy apesadumbrado, Ayla se detuvo para saludarle, agitando la mano.

Él también levantó una mano a manera de saludo; en la otra apretaba contra su pecho un trozo de marfil, tallado en forma de mujer trascendida en pájaro. Y en cada curva, en cada línea grabada había puesto, con amor, las esperanzas de su alma estética y sensible. Lo había hecho para Ayla, a fin de conquistarla para su hogar, así como deseaba conquistarla para su corazón con sus ojos risueños y su ingenio chispeante.

Mientras aquel artista, de gran talento, de risa encantadora, seguía con los ojos a la mujer amada, ninguna sonrisa animaba su rostro. Y sus risueños ojos negros estaban llenos de lágrimas.

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