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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (108 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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Ya no era un rincón de serena belleza. Los bramidos de los animales resonaban contra los muros helados, atronando los oídos y alterando los nervios. Ayla sintió una tensión casi insoportable, en parte miedo, en parte entusiasmo. Se sobrepuso al miedo y colocó la primera lanza en el lanzavenablos.

La matriarca había avanzado hacia el extremo más alejado, buscando una salida por donde conducir al rebaño, pero allí esperaba Brecie, encaramada a un bloque de hielo. La vieja hembra levantó la trompa y bramó su rabia y su frustración, en el momento en que la jefa del Campamento del Arce arrojaba una lanza contra su garganta abierta. El bramido se quebró en un gorgoteo de líquido que brotó de sus fauces salpicando la fría blancura del hielo con sangre caliente.

Un joven miembro del Campamento de Brecie arrojó una segunda lanza. La punta de pedernal atravesó el duro cuero, para alojarse profundamente en el abdomen. Siguió otra, que también hizo blanco en su vientre, desgarrándole una amplia franja por el peso del venablo. El mamut hembra bramó áspera y reiteradamente de dolor, mientras de la herida asomaban grisáceos revoltijos de intestinos. Las patas traseras se le enredaron en sus propias vísceras que se desparramaron por el suelo. Alguien arrojó otra lanza contra la malhadada bestia, pero rebotó contra una costilla. La siguiente se abrió paso entre dos costillas.

La vieja hembra cayó de rodillas, hizo un intento de levantarse y se derrumbó de costado. La trompa se elevó una vez más, en un esfuerzo por bramar una última advertencia a sus compañeros, pero cayó a tierra, lenta, casi graciosamente. Brecie tocó con una lanza la cabeza de aquella hembra valiente, elogiando su valerosa lucha, y agradeció a la Gran Madre el sacrificio que permitía sobrevivir a los Hijos de la Tierra.

Brecie no era la única que, erguida junto a aquella valiente mamut, manifestaba su gratitud a la Madre. Los cazadores habían formado grupos improvisados para lanzar ataques múltiples contra el animal que habían elegido. Las lanzas arrojadizas les permitían mantenerse lejos del mamut escogido, pero también era preciso cuidarse de los que otros cazadores atacaban a poca distancia. La sangre de los heridos y moribundos reblandeció el hielo de la tierra, antes de congelarse en estrías y regueros resbaladizos que representaban un serio obstáculo para andar. El helado cañón era una auténtica marabunta en la que se mezclaban gritos de cazadores y alaridos de mamuts, todo ello amplificado al retumbar contra las paredes centelleantes.

Después de observar la escena unos segundos, Ayla se dirigió hacia un joven macho cuyos colmillos, aunque largos y curvos, aún eran útiles como armas. Ajustó en el lanzavenablos la pesada lanza, tratando de apuntar bien. Recordó las advertencias de Brecie en cuanto a que el estómago era uno de los sitios más vulnerables del mamut, apuntó cuidadosamente al blanco y despidió el arma letal al otro lado del cañón.

El arma, veloz y certera, se hundió en su cavidad abdominal. Pero Ayla, contando con la fuerza del arma y sin la compañía de otros cazadores dispuestos a ayudarla, habría debido de apuntar hacia un sitio más vital. Aquella herida no mataba en el acto. El macho estaba mortalmente herido, pero el dolor le enfureció, dándole ánimos para volverse contra su atacante. Bramó desafiante, bajó la cabeza y se lanzó contra la joven.

La única ventaja de Ayla era la larga distancia desde donde había apuntado. La muchacha dejó caer sus lanzas y su artefacto y corrió hacia un bloque de hielo, pero perdió pie al tratar de subir. Logró resguardarse en el instante justo en que el gigantesco mamut chocaba con todas sus fuerzas contra el bloque. Sus grandes colmillos lo partieron en dos, dejando a Ayla sin aliento por el impacto. El mamut, bramando su impotencia y su agonía, se cebó en el trozo de hielo, tratando de alcanzar a la muchacha escondida detrás. De pronto, dos lanzas arrojadas en veloz sucesión dieron contra el macho enfurecido. Una se le clavó en el cuello; la otra quebró una costilla con tanta fuerza que le llegó al corazón.

El mamut se desplomó junto al montón de hielo. Su sangre formó charcos humeantes sobre el hielo antes de endurecerse. Ayla, todavía temblorosa, salió arrastrándose de su escondrijo.

–¿Estás bien? –pregunto Talut, llegando a tiempo para ayudarla a levantarse.

–Sí, creo que sí –respondió ella, sin aliento.

El jefe arrancó de un tirón la lanza clavada en el pecho del mamut, provocando la salida de otro chorro de sangre, en el momento en que Jondalar se unía a ellos.

–¡Habría asegurado que te había alcanzado, Ayla! –exclamó. La expresión de su rostro era de algo peor que preocupación–. Debiste esperar a que yo viniera..., a que viniera alguien para ayudarte. ¿Estás bien, de veras?

–Sí, pero me alegro mucho de que los dos estuviérais cerca –Ayla sonrió–. Cazar mamuts es muy excitante.

Talut la estudió un momento. Se había salvado por muy poco, pero no parecía demasiado afectada. Sí muy nerviosa, lo que era normal. Hizo un gesto de asentimiento, muy sonriente, y se dedicó a examinar su lanza.

–¡Ja! ¡Todavía está dispuesta a matar a otro! –y volvió a perderse en aquella barahúnda.

Ayla le siguió con los ojos, pero Jondalar tenía la vista fija en ella; aún le palpitaba el corazón. ¡Había estado a punto de perderla! El mamut pudo haberla matado. Con la capucha echada hacia atrás, el pelo en desorden y los ojos brillantes de entusiasmo, estaba tan hermosa que el efecto fue inmediato, irresistible. ¡La encontraba tan bella! Era la única mujer a la que había amado. ¿Qué habría sucedido si la hubiera perdido? Un hormigueo familiar le recorrió el cuerpo. El temor a perderla había despertado su deseo y se sintió tentado de cogerla en brazos. La deseaba, la deseaba más que nunca hasta entonces. Habría podido poseerla en aquel instante, en el suelo helado y ensangrentado del gélido cañón.

Ella levantó la vista, sorprendió su mirada y el encanto irresistible de sus ojos azules, tan límpidos como el agua de la charca helada, la conmocionó. Adivinó que Jondalar la deseaba. Le deseó, a su vez, con un fuego imposible de sofocar. Le amaba, le amaba tanto como jamás había soñado que fuera posible. Se inclinó hacia él, hambrienta de sus besos, de su contacto, de su amor.

–¡Acabo de enterarme por Talut! –exclamó Ranec, con el pánico agarrado a la voz, corriendo hacia ellos–. ¿Es éste el macho? –parecía aturdido–. ¿Es seguro que no estás herida, Ayla?

Ella le miró unos instantes sin comprender. Mientras tanto, Jondalar dio un paso atrás. Sobre sus ojos cayó una especie de velo. Sólo entonces comprendió Ayla lo que significaba la pregunta de Ranec.

–No, Ranec, estoy bien. No estoy herida –dijo.

Pero no estaba segura de que fuera cierto. Su mente era un torbellino. Vio cómo arrancaba Jondalar su lanza del mamut y se alejaba.

«Ya no me pertenece, ya no es mi Ayla, y todo por mi culpa», pensó Jondalar. Recordó de pronto el incidente en las estepas, cuando montó a Corredor por vez primera, sintiéndose abrumado por el remordimiento y la vergüenza. Le constaba que su delito había sido horrible, pero aun así estaba dispuesto a cometerlo de nuevo.

Para Ayla era mejor que él se esfumara y diera paso a Ranec. Él había vuelto la espalda a Ayla y, por si fuera poco, la había violado. No la merecía. Había llegado al convencimiento de que empezaba a aceptar lo inevitable y de que algún día, cuando hubiera vuelto a los suyos, olvidaría a Ayla. Comenzaba incluso a considerar normal su amistad con Ranec. Pero también comprendía que el dolor estaría siempre con él y que no podría olvidar a Ayla.

Quedaba en pie un solo mamut, un animal joven que, de algún modo, había escapado a la matanza. Jondalar arrojó su lanza contra él, con tal potencia que el mamut cayó de rodillas. Salió a toda prisa del cañón. Necesitaba alejarse, estar a solas. Caminó hasta asegurarse de que los otros cazadores no pudieran verle. Entonces se llevó las manos a la cabeza y apretó los dientes, tratando de dominarse; pero cayó de rodillas y golpeó el suelo con los puños.

–¡Oh, Doni! –gritó, tratando de liberarse de su dolor y de su angustia–. Sé que es por mi culpa. Fui yo quien le volvió la espalda y la alejó, no sólo por celos, sino porque me avergonzaba de amarla. Tenía miedo de que mi pueblo la considere indigna de mí y de que me dé de lado a causa de ella. Soy yo quien no la merece, pero, a pesar de todo, la amo. ¡Oh, Gran Madre, yo la amo! Tú eres testigo de ello. ¡Doni, necesito a Ayla! Las demás mujeres me son indiferentes. ¡Doni, devuélvemela! Ya sé que es demasiado tarde, pero, por favor, quiero que me la devuelvas.

Capítulo 36

Talut nunca se sentía tan en su elemento como cuando descuartizaba mamuts, con el torso desnudo, sudando profusamente y manejando su enorme hacha como si fuera un juguete. Rompía huesos y marfil, cortaba tendones y desgarraba el duro pellejo. Disfrutaba con su trabajo y, consciente de que ayudaba a su pueblo, le encantaba emplearse a fondo y ahorrarles esfuerzos a otros. Sonreía mientras utilizaba sus poderosos músculos, y cuantos le observaban no podían por menos de sonreír a su vez.

Sin embargo, hacía falta mucha gente para desollar a los grandes animales, así como para curar y curtir las pieles, una vez que volvieran al Campamento. El solo transporte de la carne requería un esfuerzo colectivo, por lo que se elegían sólo las mejores pieles; todavía seleccionaban con mayor cuidado las carnes, prefiriendo los trozos ricos en grasa, y dejaban el resto.

Pero el desperdicio no era tan grande como parecía. Los Mamutoi debían llevarlo todo a cuestas, y el transporte de la carne de inferior calidad suponía un gasto de calorías superior al que aportaban. Con una cuidadosa selección, la carga alimentaría a muchas personas por largo tiempo, sin que hiciera falta volver pronto a cazar. Quienes dependían de la caza para su alimentación nunca mataban en exceso; se limitaban a aprovechar la carne con prudencia, sin malgastar los recursos de la Gran Madre Tierra.

El clima se mantuvo notablemente despejado mientras los cazadores realizaban el descuartizamiento de los mamuts, produciéndose tremendos cambios de temperatura entre el día y la noche. Aun tan cerca del glaciar, el sol llegaba a calentar mucho en verano; combinado con la acción del viento, facilitaba la desecación de las carnes menos grasas, lo que facilitaba su transporte. Pero las noches estaban siempre a merced de las heladas. El día en que iban a emprender el regreso, un cambio en la dirección del viento provocó la aparición de nubes por el oeste y la temperatura descendió de forma muy acusada.

Cuando los caballos de Ayla estuvieron cargados para iniciar el regreso, los Mamutoi apreciaron por fin su verdadera utilidad. Las angarillas habían despertado un especial interés. A muchos de ellos les extrañó la insistencia de Ayla por llevar aquellas largas pértigas, que no eran precisamente lanzas. Ahora lo estaban entendiendo y manifestaban su aprobación con expresivos gestos. Uno de ellos se divertía tratando de mover una de las angarillas a medio llenar.

Aunque se despertaron temprano, ansiosos por regresar, no se pusieron en camino hasta media mañana. Algo después del mediodía, ascendieron una larga y angosta colina de arena y grava, depositadas allí, mucho tiempo antes, por el borde delantero del glaciar al abrirse más hacia el sur, y se detuvieron en la cima para tomarse un descanso. Al mirar hacia atrás, Ayla vio por primera vez a distancia la muralla de hielo, libre de neblinas, marcando un límite más allá del cual nadie podía llegar. Era, en verdad, el confín de la tierra.

El borde frontal era accidentado, produciéndose allí ciertas desigualdades del terreno, y una ascensión a la cumbre habría revelado simas y crestas, seracs y grietas desmesuradas según la escala humana, pero en relación con su propio tamaño, la superficie ofrecía un nivel uniforme. Extendiéndose más allá de todo lo imaginable, el vasto glaciar cubría una cuarta parte de la superficie de la tierra con un brillante caparazón de hielo. Cuando reanudaron la marcha, Ayla se volvió varias veces para contemplar las nubes que avanzaban por occidente y la niebla creciente. El glaciar se ocultaba de nuevo en el misterio.

A pesar de las pesadas cargas, el trayecto de regreso se cubrió más de prisa que el de ida. Todos los años el invierno cambiaba el aspecto de la ruta, hasta el punto de obligar a quienes la recorrían a explorarla otra vez. Por suerte, el camino de ida al glaciar septentrional, así como el de regreso, ya eran conocidos. Todos estaban jubilosos por el éxito de la cacería; reinaba la ansiedad por volver a la Reunión de Verano. Nadie parecía abrumado por su carga, salvo Ayla. A medida que avanzaban, los malos presagios que había tenido en el viaje hacia el norte cobraron mayor fuerza aún. Sin embargo, evitó hacer mención de su inquietud.

El tallista estaba tan nervioso que le costaba contenerse. Su intranquilidad se basaba, principalmente, en el constante interés que Vincavec demostraba por Ayla, aunque también experimentaba vagamente algunos conflictos más profundos. Pero Ayla seguía siendo su Prometida y llevaban la carne para el Festín Nupcial. Hasta Jondalar parecía haber aceptado dicha Unión y, aunque ninguno de los dos hubiera dicho nada al respecto, Ranec percibía que el rubio visitante se aliaba con él contra Vincavec. Para Ranec, el Zelandonii era hombre de admirables cualidades; entre ambos iba naciendo una especie de amistad. De cualquier modo, Ranec pensaba que la presencia de Jondalar era una amenaza tácita para su Unión con Ayla y podía representar un obstáculo entre él y la felicidad total; se sentiría aliviado cuando, por fin, emprendiera su viaje.

Ayla no sentía la menor impaciencia por que llegara el día de la Ceremonia de la Unión, aun sabiendo cuánto la amaba Ranec y convencida como estaba de que podría ser feliz con él. La idea de tener un bebé como Tricie la llenaba de placer. En su fuero interno, Ayla estaba convencida de que Ralev era hijo de Ranec y no el producto de espíritus mezclados. Estaba segura que había introducido al niño en el vientre de Tricie con su esencia al compartir Placeres con ella. Aquella joven pelirroja le inspiraba simpatía y algo de lástima. Decidió que no le molestaría compartir a Ranec y su hogar con ella y Ralev, si la muchacha así lo deseaba.

Sólo en la más oscura profundidad de la noche admitía, para sus adentros, que tal vez no la hiciera nada feliz compartir el hogar con Ranec. En general, durante el viaje al norte había evitado dormir con él, salvo en contadas ocasiones en que parecía ansioso por tenerla cerca de él, no tanto por deseo físico como por estar seguro. En el trayecto de regreso se sintió incapaz de compartir Placeres con el escultor. Sólo podía pensar en Jondalar. Las mismas preguntas volvían a su mente una y otra vez, sin llegar a solución alguna.

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