Los cazadores de mamuts (52 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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En cualquier caso, al principio se había sentido partícipe de la adopción de Ayla, pero ahora era como un extraño, incluso para ella. Ayla se había convertido en Mamutoi. Aquella era su fiesta, su noche, para ella y para el Campamento del León. Él no le había hecho regalo alguno ni recibido nada a cambio. Ni siquiera se le había ocurrido, aunque ahora lamentaba no haberlo hecho. Pero no tenía regalo alguno que ofrecer ni a ella ni a nadie. Había llegado sin nada, no había dedicado tiempo a confeccionar y acumular objetos. En sus viajes había aprendido mucho, pero aún no había tenido oportunidad de sacar provecho a los conocimientos adquiridos. Lo único que había traído consigo era a Ayla.

Con el rostro ensombrecido, Jondalar la veía sonreír y divertirse con Ranec. Se sentía como un intruso incómodo.

Capítulo 19

Al terminar la conversación, Talut volvió a repartir su bebida fermentada, hecha con el almidón de la raíz de ciertos juncos y otros varios ingredientes, con los que experimentaban sin cesar. La animación fue en aumento. Mientras Deegie y Tornec tocaban, los demás cantaban, unas veces en grupo, otras en solitario. Ambos tocaron para que otros cantaran. Algunos bailaron, pero no del modo desbocado que Ayla había visto anteriormente, sino con movimientos sutiles, sin moverse de un mismo lugar, siguiendo el ritmo, y con frecuencia acompañándose con la voz.

Ayla se fijó varias veces en Jondalar, que permanecía algo más retirado. En diversas ocasiones trató de aproximarse a él, pero, por una u otra razón, nunca lo lograba. Había tantas personas que parecían competir para atraer su atención... La bebida de Talut le había hecho perder parcialmente el dominio de sí misma; se distraía con facilidad.

Durante un rato reemplazó a Deegie haciendo sonar el cráneo musical, animada por el entusiasmo generalizado, y evocó algunos ritmos del Clan, que eran complejos y característicos; para el Campamento del León resultaban inhabituales y enigmáticos. Si Mamut había tenido alguna duda sobre los orígenes de Ayla, los recuerdos suscitados por su música la eliminó por completo.

Ranec se levantó para bailar y cantó una canción humorística, llena de insinuaciones y de dobles sentidos, sobre los Placeres de los Dones, dedicada a Ayla. Lo cual despertó anchas sonrisas y miradas perspicaces; era lo bastante alusiva como para que Ayla se ruborizara. Deegie le enseñó a bailar y cantar la respuesta satírica, pero al terminar, cuando se esperaba una insinuación de acuerdo o de rechazo, la nueva integrante del grupo se interrumpió. No podía hacer una cosa ni la otra. No alcanzaba a comprender aquel juego sutil. No quería desanimar a Ranec, pero tampoco quería dejar entrever que le disgustaba. Ranec sonrió. Bajo el disfraz del humor, esa canción solía ser utilizada como medio para descubrir, sin pasar vergüenza, si el interés amoroso era mutuo o no. Él no se habría dejado desalentar ni siquiera por un rechazo directo; cualquier cosa menos una negativa le parecía prometedora.

Ayla estaba embriagada por la bebida, las risas y las atenciones. Todo el mundo quería que ella participara, todos querían hablarle, escucharla, rodearla con un brazo y sentirla cerca. No recordaba haberse divertido tanto en su vida, como no recordaba tampoco haber disfrutado de tanta amistad y tanta aceptación. Y cada vez que se volvía se encontraba una sonrisa espléndida, arrebatada, unos ojos oscuros relumbrantes, concentrados en ella.

Según avanzaba la velada, el grupo comenzó a disminuir. Los niños se fueron quedando dormidos y hubo que acostarlos. Fralie se había retirado temprano, por sugerencia de Ayla, y el resto del Hogar de la Cigüeña la siguió poco después. Tronie, quejándose de dolor de cabeza (no se había sentido bien aquella noche), se fue a su hogar para amamantar a Hartal y se quedó dormida. Jondalar también desapareció, para tenderse en la plataforma-cama, esperando a Ayla, sin dejar de observarla.

Wymez se mostró desacostumbradamente locuaz, tras ingerir algunas tazas de bouza; contó varias leyendas e hizo algunos comentarios provocativos a Ayla, a Deegie y a todas las mujeres, sucesivamente. De pronto, Tulie empezó a encontrarle interesante, después de tanto tiempo, y respondió a sus bromas. Acabó invitándole a pasar la noche en el Hogar del Uro, con ella y con Barzec. Desde la muerte de Darnev no había compartido su lecho con un segundo hombre.

Wymez decidió que podía ser una buena idea dejar el Hogar a disposición de Ranec; de paso, demostraría también que una mujer podía elegir a dos hombres. No era ciego a la situación que se estaba creando, aunque parecía difícil que Ranec y Jondalar pudieran llegar a un acuerdo. Pero la mujerona le parecía especialmente atractiva aquella noche, y, además, era una jefa de alto rango del que podía hacerle a él partícipe. ¿Quién sabía los cambios que se podrían efectuar si Ranec decidía cambiar la composición del Hogar del Zorro?

Cuando los tres se hubieron alejado hacia la parte trasera del albergue, Talut no tardó en llevarse a Nezzie al Hogar del León. Deegie y Tornec estaban completamente dedicados a experimentar con sus instrumentos, sin prestar atención a nada más, y Ayla quiso escuchar algunos de sus ritmos. De pronto se dio cuenta de que ella y Ranec estaban conversando a solas, y eso despertó su timidez.

–Creo todos han acostado –dijo, con voz algo gangosa.

Estaba sintiendo los efectos de la bouza. Al levantarse, se tambaleó. Casi todas las lámparas estaban apagadas y el fuego ya no levantaba llama.

–Tal vez deberíamos hacer lo mismo –dijo él sonriendo.

Ayla percibió la muda invitación que centelleaba en sus ojos y se sintió atraída, pero no sabía qué decisión tomar.

–Sí, estoy cansada –dijo, encaminándose hacia su plataforma.

Ranec la cogió de la mano para retenerla.

–No te vayas, Ayla –dijo.

Su sonrisa había desaparecido y su voz tenía un tono insistente. Ella giró hacia atrás. Un momento después, él la tenía entre sus brazos, oprimiendo duramente sus labios contra los de ella. Ayla entreabrió la boca; la respuesta de Ranec fue inmediata. Besó su boca, su cuello, su garganta. Buscó sus senos y acarició sus caderas y sus muslos, y se aventuró hasta lo más secreto de su ser. Parecía como si no pudiera saciarse de ella, como si la quisiera poseer de inmediato. Por el cuerpo de Ayla circularon inesperadas oleadas de excitación. Él la estrechó, ella sintió un duro y cálido bulto y un súbito ardor en sí misma entre las piernas.

–Ayla, te quiero. Ven a mi cama –dijo Ranec, con compulsiva urgencia.

Y ella, mostrándose mucho más complaciente de lo esperado, le siguió.

Jondalar había pasado toda la velada observando a la mujer a la que amaba. Cuanto más la veía reír, bromear y bailar con su nuevo pueblo, más extraño se sentía. Pero era en especial el oscuro tallista quien le irritaba. Habría querido dar rienda suelta a su ira, interponerse, llevarse a Ayla, pero ahora ella estaba en su hogar, aquélla era la noche de su adopción. ¿Qué derecho tenía él para inmiscuirse en la celebración? Sólo le quedaba poner cara de resignación, ya que no de placer; se sentía desdichado, y fue a la plataforma-cama ansiando que llegase el olvido mediante un sueño que no podía conciliar.

Desde su rincón oscuro y cerrado, vio que Ranec abrazaba a Ayla y se la llevaba hacia su lecho. No podía creerlo. ¿Cómo era posible que ella fuera con otro hombre mientras él la esperaba? Ninguna mujer había elegido a otro si él la deseaba. ¡Y aquélla era la mujer a la que él amaba! Sintió el impulso de levantarse de un brinco, arrebatar a Ayla y descargar su puño en aquella boca sonriente.

Entonces recordó los dientes rotos, la sangre; recordó el tormento de la vergüenza y el exilio. Aquél no era su pueblo. Le expulsarían, sin duda, y en la noche helada de las estepas periglaciares no había adónde ir. ¿Y cómo podía irse a parte alguna sin su Ayla?

Pero ella había hecho su elección. Había elegido a Ranec, haciendo uso de su derecho a escoger a quien quisiera. El mero hecho de que Jondalar la estuviera esperando no la obligaba a irse con él. Elegía a un hombre de su propio pueblo, a un Mamutoi que cantaba, bailaba, reía y flirteaba con ella. ¿Quién podía culparla? ¿Cuántas veces había elegido él mismo a una mujer con la cual acababa de reír y divertirse?

Pero ¿cómo podía ella hacerle esto? ¡Era la mujer a la que amaba! ¿Cómo podía elegir a otro si él la amaba? Jondalar estaba lleno de desesperación, pero no podía hacer otra cosa que tragarse sus amargos celos y ver a la mujer a la que amaba dirigirse a la cama de otro hombre.

Ayla no estaba razonando con claridad; su mente estaba enturbiada por la bebida de Talut y no cabía duda de que se sentía atraída por Ranec. Pero no fue por esos motivos por lo que acompañó al hombre moreno. Le hubiera seguido de todos modos. Estaba criada por el Clan y se le había enseñado a satisfacer sin demora a quien se lo ordenara, a cualquier hombre que le indicara con una seña su deseo de copular con ella.

Si un hombre del Clan daba dicha señal a una mujer, se esperaba de ella que prestara el servicio, lo mismo que debía llevarle comida o agua. Si bien se consideraba muestra de cortesía solicitar los servicios de la mujer a su pareja o al hombre con quien solía asociarse con más frecuencia, no era en modo alguno obligatorio. Además, el permiso se otorgaba sin darle mayor importancia. La mujer estaba a las órdenes de su hombre, pero no con exclusividad. El lazo entre ambos era para beneficio mutuo, basado en la compañía y con frecuencia, al cabo de un tiempo, en el afecto. Pero era inconcebible mostrar celos o emociones fuertes. Una mujer no era menos propiedad de su compañero porque prestara servicio a otro hombre, y él no amaría menos a los hijos de su compañera. Asumía cierta responsabilidad para con ellos, en cuanto a cuidados y adiestramiento, pero lo que cazaba era para el Clan y toda la comida, lo que se cosechaba y lo que se cazaba, se compartía por igual.

Ranec había dado a Ayla lo que ella interpretaba como «señal» de los Otros: la orden de satisfacer sus necesidades sexuales. Cualquier mujer del Clan, correctamente educada, no habría tenido la menor intención de negarse. Ella echó una mirada hacia su propia cama, pero no vio los ojos azules, llenos de dolor y sorpresa. De haberlos visto, se hubiera quedado sorprendida.

Cuando llegaron al Hogar del Zorro, el ardor de Ranec no se había enfriado, pero ahora que Ayla estaba bajo su dominio, se serenó un tanto aun cuando no terminaba de hacerse a la idea de que ella estuviera allí. Se sentaron en la plataforma, entre las pieles blancas que ella le había regalado. Ayla se dispuso a desatar su cinturón, pero Ranec se lo impidió.

–Quiero desnudarte con mis propias manos, Ayla. He soñado mucho con esto. Quiero que sea perfecto –dijo.

Ella aceptó, encogiéndose de hombros. Ya había notado que Ranec era diferente de Jondalar en ciertos aspectos, y eso despertaba su curiosidad. No se trataba de juzgar cuál de los dos era el mejor, sino de anotar las diferencias.

Ranec pasó un rato mirándola.

–Eres muy bella –dijo, por fin, mientras se inclinaba para besarla.

Sus labios eran blandos, aunque podían tornarse duros al besarla con fuerza. Ella reparó en su mano oscura contra las pieles blancas y le acarició el brazo con suavidad. Su piel era, al tacto, como cualquier otra piel.

Ranec comenzó por quitarle las cuentas y las conchas que llevaba en la cabellera; luego la peinó con los dedos y acercó el pelo a su cara, para sentir su tacto y su olor.

–Bella, muy bella –murmuró.

Le quitó el collar y el nuevo saco del amuleto, para dejarlos cuidadosamente junto a las cuentas, en el banco de almacenamiento, a la cabecera de la cama. Después le desató el cinturón, se puso de pie y la atrajo contra sí. De pronto comenzó a besarle la cara y el cuello, al tiempo que acariciaba su cuerpo por debajo de la ropa, como si no pudiera esperar. Acarició un pezón con la punta de los dedos. Ayla sintió su cuerpo recorrido por un escalofrío. Percibió su excitación y se inclinó hacia él, entregándose.

Él interrumpió sus caricias, aspiró profundamente, le quitó la túnica y la plegó con cuidado antes de dejarla con las otras cosas. Después se limitó a mirarla, como si tratara de aprendérsela de memoria. La hizo girar hacia un lado y hacia otro, llenándose los ojos como si también ellos necesitaran satisfacción.

–Perfecta, perfecta. Mira esos pechos, plenos pero bien formados, como deben ser –dijo, deslizando la punta de su dedo por el perfil de su busto.

Ella cerró los ojos y se estremeció ante el tierno contacto. De pronto sintió una boca húmeda contra su pezón y experimentó una impresión profunda.

–Qué perfecto –susurro él, pasando al otro pecho.

Aplastó su rostro entre los dos senos, juntando uno con otro para abarcar con sus labios los dos pezones a la vez. Ella echó la cabeza hacia atrás, se apretó contra él y colocó sus manos en la cabeza de su compañero mientras sus dedos gozaban de aquel contacto nuevo de una cabellera tan espesa, de rizos tan apretados.

Aún estaban de pie cuando él retrocedió para mirarla, con una sonrisa, mientras se desprendía de su cinturón y de sus polainas. Hizo que se sentara, se quitó la túnica y la colocó sobre la de la joven. Después se arrodilló frente a ella para quitarle uno de los zapatos de estilo mocasín, para interiores.

–¿Tienes cosquillas? –preguntó.

–Poquito, abajo, en las plantas.

–¿Te gusta esto? –le frotó el pie con suavidad, pero con firmeza, presionando el empeine.

–Me gusta –él le besó el empeine–. Me gusta –repitió ella, con una sonrisa.

Él le devolvió la sonrisa, le quitó el otro mocasín y le restregó el pie. Le quitó también las polainas y las colocó, junto con los mocasines, con lo demás. Ranec volvió a levantarla para poder observarla así, desnuda, contra las últimas brasas del Hogar del León. La hizo girar de nuevo de un lado y de otro.

–¡Oh, Madre, qué hermosa, qué perfecta! Tal como yo me lo figuraba –murmuró, más para sí mismo que para ella.

–No soy hermosa, Ranec –reconvino la muchacha.

–Deberías verte, Ayla. Y no dirías eso.

–Dices bonito, piensas bonito, pero no soy hermosa –insistió ella.

–Eres la mujer más encantadora que nunca he visto.

Ella se limitó a asentir. Que él pensara lo que quisiera. No podía impedírselo.

Después de haber saciado los ojos, Ranec empezó a tocarla con suavidad, delineándola con la punta del dedo desde distintos ángulos. Después, con más detalle, rastreó la estructura de los músculos bajo la piel. De pronto se detuvo, se despojó de las prendas que aún le quedaban y las dejó allí donde cayeron. Entonces la cogió en sus brazos para experimentar el contacto de todo su cuerpo contra el suyo. También ella lo sentía y respiraba su agradable olor masculino. La besó en la boca, en el cuello y en la cara, mordisqueándole los hombros mientras murmuraba por lo bajo:

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