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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (53 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–Qué maravillosa, qué perfecta. Ayla, te deseo con todos los sentidos. Quiero verte, tocarte, abrazarte. Oh, madre, qué bella...

Sus manos volvieron a posarse sobre los senos de la joven y sus labios sobre los pezones. Volvió a gruñir de placer. Se arrodilló, enlazó sus piernas con los brazos y colocó las manos sobre la suave piel de sus dos prominencias gemelas. La acarició con más precisión y ella dejó escapar un gemido.

La acostó en su cama, entre las pieles suaves, lujosas, acariciantes. Él se tendió a su lado, pellizcándola con los labios, mientras acariciaba los repliegues de su feminidad, haciéndola gemir. La cogió la mano y se la puso sobre su órgano viril. Era más de lo que había imaginado, y cuando ella empezó a emplear las técnicas tan recientemente aprendidas, exclamó:

–¡Oh, Ayla, Ayla, eres Ella! Ya lo sabía. Me honras.

De pronto se incorporó.

–Te quiero, no puedo esperar más. Ahora, por favor –dijo, con un susurro tenso y ronco.

Ella giró el cuerpo para ofrecerse a él. La penetró con fuerza, con ansiedad. Ayla arqueó su cuerpo, tratando de ajustarse a su ritmo, hasta que le oyó lanzar un súbito suspiro de alivio y le sintió laxo sobre ella. Ayla tardó un poco más en relajarse.

Al cabo de un rato, Ranec se retiró y se quedó apoyado sobre su brazo para mirarla.

–Temo que no he sido tan perfecto como lo eres tú –dijo.

Ella frunció el ceño.

–No entiendo «perfecto», Ranec. ¿Qué es perfecto?

–He sido demasiado apresurado. Eres tan maravillosa, tan perfecta en todo lo que haces, que estuve dispuesto demasiado pronto. No pude esperar, y creo que para ti no ha sido tan perfecto.

–Ranec, esto es Don de Placer, ¿no?

–Sí, ése es uno de los nombres.

–¿Crees que no Placer para mí? Tuve Placeres. Muchos.

–Muchos, pero no el Placer perfecto. Si esperas un poquito, creo que volveré a estar dispuesto.

–No necesario.

–Tal vez no sea necesario, Ayla, pero yo lo deseo –dijo él, inclinándose para besarla–. Casi podría ahora –agregó, acariciándola. Ella brincó ante un contacto íntimo, estremecida–. Lo siento. Estabas casi lista. Si hubiera podido dominarme un poco más...

Ayla no respondió. Él siguió besándole el pecho y acariciándola. Un momento después estaba otra vez dispuesta, moviendo sus caderas, estrechándose contra él. De pronto llegó el alivio. Ranec sintió en la mano algo húmedo y caliente. Entonces la vio relajada.

Ella sonrió.

–Creo ahora Placeres perfectos –dijo.

–No del todo. La próxima vez, quizá. Espero que haya muchas próximas veces, Ayla –corrigió él, tendiéndose a su lado, con una mano apoyada en el vientre de la muchacha.

Ella frunció el ceño, desconcertada. Se preguntó si no estaría comprendiendo mal algún detalle.

En la penumbra, Ranec observaba su mano oscura contra la piel clara de la muchacha. Sonrió. Le gustaba el contraste de su intenso color contra la blancura de las mujeres con las que compartía Placeres. Dejaba una impresión que ningún otro hombre podía producir, y las mujeres se percataban de ello. Siempre hacían algún comentario y no se olvidaban de él. Se alegró de que la Madre hubiera querido darle aquel tono oscuro, que le hacía distinto, inolvidable.

Le gustaba sentir el vientre de Ayla bajo su mano. Le gustaba más aún saber que ella estaba allí, junto con él, en su cama. Había esperado, deseado, soñado con aquel momento, y ahora, aun teniendo a Ayla a su lado, le parecía imposible.

Al cabo de un rato subió su mano acariciante hasta el pecho femenino y sintió que el pezón se endurecía. Ayla, cansada, con la cabeza algo dolorida, había empezado a dormitar. Cuando él volvió a besarla, comprendió que la deseaba, que le estaba dando nuevamente la señal. Experimentó un momento de fastidio y, por un instante, el impulso de negarse. Eso la espantó, obligándola a despertar por completo. Cuando él le cogió un pezón entre los labios, dejó de experimentar ese fastidio. La recorrían sensaciones placenteras que llegaban hasta el sitio del Placer Perfecto.

–Ayla, bella Ayla –murmuró Ranec. Luego se incorporó para mirarla–. Oh, Madre, no puedo creer que estés aquí, tan adorable. Esta vez será perfecto.

Jondalar, rígido en la cama, con los dientes apretados, deseaba desesperadamente atacar con los puños al tallista, pero se esforzó por permanecer inmóvil. Ella le había mirado directamente antes de irse con Ranec. Cada vez que cerraba los ojos, volvía a ver aquella cara, que le miraba de frente para luego alejarse.

«¡Ella elige, ella elige!», se repetía. Decía que le amaba, pero ¿cómo podía siquiera saberlo? Cierto que se había interesado por él, tal vez hasta hubiera llegado a amarle cuando estaban solos en el valle; por entonces, ella no conocía a nadie más. Era el primer hombre que encontraba. Pero ahora conocía a otros; ¿por qué no iba a enamorarse de cualquier otro hombre? Trató de convencerse de que lo justo era permitirle conocer y elegir por sí misma. Pero no podía quitarse de la mente la idea de que, aquella noche, había preferido a otro.

Desde que retornara de la casa de Dalanar, el hombre alto, musculoso, casi bello, había tenido mujeres en abundancia. Una mirada invitante de sus increíbles ojos bastaba para que la mujer deseada fuera suya. En realidad, hacían todo lo posible para incitarle: le seguían, hambrientas, esperando una invitación. Pero ninguna mujer podía borrar la memoria de su primer amor ni superar su carga de culpabilidad al respecto. Y ahora, la única mujer en el mundo a la que había llegado a amar, estaba en el lecho de otro hombre.

La simple idea de que estuviera con otro le hacía sufrir, pero cuando oyó los inconfundibles sonidos del Placer compartido con Ranec, sofocó un gemido, golpeó la cama con los puños y se dobló por el medio, atormentado. Era como tener una brasa encendida en el vientre. Sentía el pecho oprimido y la garganta ardiendo; respiraba ahogando sollozos, como si estuviera sofocándose en una atmósfera ahumada. La presión le hizo soltar ardientes lágrimas por la comisura de los ojos, aunque los apretó como pudo.

Por fin, todo terminó; cuando estuvo seguro de ello, pudo descansar un poco. Pero al rato volvió a oírlos y ya no lo pudo soportar. Se levantó de un salto; permaneció indeciso por un momento, antes de correr al anexo nuevo. Whinney irguió las orejas y se volvió hacia él, pero el hombre salió a toda carrera.

El viento le empujó contra la pared del albergue. La brusca acometida del frío le dejó sin aliento, devolviéndole brutalmente la conciencia del sitio en donde estaba. Miró al río helado y a las nubes que cruzaban frente a la luna, arrastrando sus bordes mellados. Dio algunos pasos hacia el exterior. Cuchillos de frío le atravesaron la túnica y parecieron llegar hasta los huesos.

Volvió a entrar, estremecido; arrastrando los pies, pasó junto a los caballos y entró nuevamente en el Hogar del Mamut. Aguzó el oído, tenso, pero al principio no oyó nada. Luego le llegó un rumor de respiración, gemidos, gruñidos sordos. Miró su cama-plataforma y el anexo, sin saber hacia dónde ir. No soportaba estar dentro; fuera no sobreviviría. Por fin, incapaz de tolerar más aquella situación, cogió sus pieles de dormir y cruzó la arcada hacia el anexo de los caballos.

Whinney resopló, sacudiendo la cabeza. Corredor, que estaba tendido, levantó la cabeza para saludarle con un suave relincho. Jondalar tendió sus pieles en el suelo, juntó a él, y se acostó. En el anexo hacía frío, pero no tanto como fuera. No se sentía el viento, algo de calor llegaba a filtrarse desde la habitación contigua y también los caballos generaban calor. Además, la respiración de los animales cubría los ruidos de otros jadeos. Aun así, pasó casi toda la noche despierto, recordando sonidos, reviviendo escenas reales o imaginarias, una y otra vez.

Ayla despertó con los primeros rayos del sol, que se filtraban por algunas hendiduras entre el agujero para el humo y su cubierta. Alargó la mano para tocar a Jondalar y quedó desconcertada al encontrarse con Ranec. Con el recuerdo de la noche anterior le vino la certeza de que iba a sufrir un fuerte dolor de cabeza, efecto de la bouza de Talut.

Saltó de la cama, deslizándose, recogió las ropas que Ranec había acomodado con tanta pulcritud y corrió a su propia cama. Jondalar tampoco estaba allí. Miró hacia las otras camas del Hogar del Mamut. Deegie y Tornec dormían en una; se preguntó si habrían compartido Placeres. Luego recordó que Wymez había sido invitado al Hogar del Uro y que Tronie no se sentía bien. Tal vez Deegie y Tornec habían considerado más conveniente dormir allí. No tenía importancia, pero ¿dónde estaba Jondalar?

Recordó que no le había visto desde las últimas horas de la velada. Alguien le había visto acostarse, pero ¿dónde estaba ahora? Volvió a reparar en Deegie y Tornec. «Él también ha de estar durmiendo en otro hogar», pensó. Tuvo la tentación de verificarlo, pero nadie parecía estar despierto y no quería molestar a nadie. Intranquila, se cubrió con las pieles de la cama vacía y, al cabo de un rato, volvió a conciliar el sueño.

Cuando despertó otra vez, el agujero para el humo estaba descubierto y permitía la entrada de una luz brillante. Quiso incorporarse, pero un dolor enorme y palpitante en las sienes la hizo caer hacia atrás, con los ojos cerrados. «Será que estoy muy enferma o bien es por culpa de la bouza», pensó. «¿Por qué a todos les gusta tanto si les hace sentirse tan mal?» Entonces recordó la celebración. No tenía recuerdos claros de todo, pero sí de haber estado tocando ritmos en el tambor, de haber cantado y bailado, aunque no sabía cómo. Se había reído mucho, hasta de sí misma, al descubrir que no tenía voz para cantar; no le había importado en absoluto ser el centro de atención. Lo cual no era habitual en ella, que normalmente prefería permanecer aparte y observar, aprendiendo y practicando a solas. ¿Acaso era la bouza lo que cambiaba las inclinaciones naturales, tornando a la gente menos cautelosa, más atrevida? ¿Era por eso por lo que la gente la bebía?

Volvió a abrir los ojos y se levantó con mucho cuidado, sujetándose la cabeza con las manos. Orinó en el cesto de interior: un canasto de urdimbre tupida, lleno hasta la mitad de estiércol seco y pulverizado de animales rumiantes, que absorbía el líquido y la materia fecal. Se lavó las manos con agua fría y, después de avivar el fuego, puso a calentar algunas piedras. Se vistió con las ropas que había hecho antes de abandonar el valle; ahora le parecían simples y feas aunque antes las consideraba muy originales y bien elaboradas.

Siempre moviéndose con cautela, tomó varios paquetes de su bolsa de medicinas y mezcló corteza de sauce, milenrana, betónica y manzanilla en diversas proporciones. Llenó de agua fría el cesto de cocinar que utilizaba para la infusión matutina, agregó piedras calientes hasta que hirvió el contenido y echó las hierbas y la corteza. Después, acurrucada frente al fuego, con los ojos cerrados, esperó a que la infusión se asentara. De pronto se incorporó; le dolía la cabeza, pero no le prestaba atención, y alargó la mano hacia su saco de hierbas medicinales.

«Estaba a punto de olvidarme», pensó, sacando las plantas anticonceptivas que constituían el secreto de Iza. Ya fuera que ayudasen a su tótem a luchar contra el espíritu de un tótem de hombre, como pensaba Iza, o que de algún modo se opusieran a la esencia del órgano masculino, como ella sospechaba, Ayla no quería correr el riesgo de iniciar un embarazo en aquellos momentos. Todo estaba demasiado inestable. Había deseado un bebé comenzado por Jondalar, pero mientras esperaba que la infusión estuviera lista, se preguntó cómo sería un bebé donde se mezclaran ella y Ranec. «¿Como él, como yo? ¿O un poquito de cada uno? Probablemente un poquito de cada uno, como Durc... y Rydag.» Ambos eran mezclas. Un hijo del oscuro Ranec sería diferente, también, pero nadie lo consideraría una abominación, se dijo, con un dejo de amargura. Nadie pensaría que fuera un animal. Podría hablar, reír y llorar, como todo el mundo.

Sabiendo lo mucho que Talut había apreciado su remedio, después de haber abusado de la bouza la vez anterior, Ayla preparó en cantidad suficiente para varias personas. Después de beber su parte, salió en busca de Jondalar.

El nuevo anexo, que daba directamente al Hogar del Mamut, estaba resultando muy confortable; por alguna razón, Ayla se alegró de no tener que pasar por el Hogar del Zorro. Los caballos estaban fuera, pero, al pasar por su sitio, vio las pieles de viaje de Jondalar, enrolladas junto a la pared, y se preguntó cómo habrían llegado hasta allí.

Al apartar la cortina para salir por la segunda arcada vio a Talut, a Wymez y a Mamut, que conversaban con Jondalar. Su compañero estaba de espaldas a ella.

–¿Cómo cabeza, Talut? –preguntó al acercarse.

–¿Estás ofreciéndome tu medicina para después de un festejo?

–Duele cabeza. Hice infusión. Hay más dentro –dijo ella.

Y se volvió hacia Jondalar con una gran sonrisa, feliz de haber dado con él. Por un instante, su sonrisa provocó una respuesta parecida, pero sólo por un instante. El rostro de Jondalar se nubló con un ceño oscuro y fruncido; sus ojos se llenaron de una expresión que ella no le había visto nunca. Ayla dejó de sonreír.

–¿Tú también quieres infusión, Jondalar? –preguntó, confusa y angustiada.

–¿Por qué supones que lo necesito? No bebí gran cosa anoche, pero no creo que te fijaras –replicó él, con voz tan fría y distante que a ella le costó reconocerla.

–¿Dónde estabas? Te busqué temprano, pero no estabas en la cama.

Él le volvió la espalda y se alejó. Ayla miró a los otros hombres. Advirtió azoramiento en la cara de Talut. Wymez parecía incómodo, pero no del todo apenado. Mamut tenía una expresión indescifrable.

–Ah..., creo que voy a tomar esa infusión que me has ofrecido –dijo Talut, desapareciendo rápidamente en el albergue.

–Quizá yo también tome una taza –agregó Wymez, siguiéndole.

«¿Qué he hecho de malo?», se preguntó Ayla. La inquietud que sentía se convirtió en un duro nudo de ansiedad en la boca del estómago.

Mamut, que la estaba estudiando, dijo:

–Creo que deberías venir a hablar conmigo, Ayla. Más tarde, cuando podamos estar solos un momento. Ahora tu infusión atraerá a muchos visitantes al hogar. ¿Por qué no comes algo?

–No tengo hambre –dijo Ayla, con el estómago revuelto.

No quería empezar la vida con su nuevo pueblo haciendo algo incorrecto, y no sabía por qué Jondalar estaba tan irritado. Mamut le sonrió, tranquilizador.

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