Los cazadores de mamuts (50 page)

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Authors: Jean M. Auel

BOOK: Los cazadores de mamuts
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A continuación se aproximó Tulie. Su abrazo de bienvenida no carecía de afecto, pero era más formal; presentó su regalo con un ademán que, sin demostrar afectación, delataba un adecuado sentido de lo ceremonioso. Su regalo consistía en un pequeño recipiente, exquisitamente decorado. Había sido tallado en madera, en forma de una cajita de bordes redondeados. Tenía tallas pintadas de peces y trozos de conchilla pegados. El conjunto daba la impresión de un fondo marino lleno de peces y plantas subacuáticas. Cuando Ayla levantó la tapa, descubrió la finalidad de aquella caja tan preciosa: estaba llena de sal.

Tenía cierta idea del valor de la sal. Durante su vida con el Clan, que habitaba una zona próxima al mar de Beran, había considerado la sal como algo corriente. Resultaba fácil de obtener y hasta se curaban algunos pescados con ella; tierra adentro, en cambio, allá en su valle, le había costado bastante acostumbrarse a la falta de sal. El Campamento del León estaba aún más lejos del mar que su valle. Tanto la sal como las conchas eran traídas desde grandes distancias. Sin embargo, Tulie le regalaba toda una caja de sal. Era un obsequio raro y costoso.

Ayla se sentía algo intimidada al entregar su regalo a la Mujer Que Manda; esperaba que Jondalar no se hubiera equivocado al sugerírselo. La piel escogida era de un leopardo de las nieves, concretamente de uno que pretendió arrebatarle una pieza que ella había cobrado el verano en que ella y Bebé aprendían a cazar juntos. Pensaba contentarse con ahuyentarlo, pero el cachorro de león cavernario tenía otras ideas. Ayla se limitó a arrojarle una piedra con su honda; sin embargo, antes de que Bebé y el leopardo, joven pero ya adulto, se enzarzaran en una lucha que parecía inevitable, se apresuró a abatir al felino de un segundo disparo de su honda.

Era evidente que Tulie no lo esperaba, y sus ojos delataron su alegría. Pero sólo cuando sucumbió a la tentación de écharsela sobre los hombros notó sus características únicas, la calidad que Talut había comentado. Era increíblemente suave por dentro. Por lo común, las pieles eran más rígidas que el cuero, pues sólo podían ser tratadas por una cara con los rascadores empleados para proporcionarlas flexibilidad y suavidad. Además, el método de los Mamutoi las hacía más duraderas y resistentes que aquélla, pero no tan suaves y blandas. Tulie quedó más impresionada de lo que esperaba y decidió averiguar qué técnica empleaba Ayla.

Wymez se aproximó con un objeto envuelto en piel suave. Al abrirlo, la muchacha se quedó sin aliento. Era una magnífica punta de lanza. Como las que ella admiraba tanto. Centelleaba a la luz del fuego como una gema de facetas labradas, confiriéndole mayor valor aún. Su regalo para él era una sólida esterilla, hecha de hierbas, en la que podría sentarse para trabajar. En su mayoría, los cestos y las esterillas de Ayla no tenían diseños de colores, pero durante el último invierno pasado en su cueva había empezado a experimentar con diferentes hierbas de distintos colores naturales. El resultado, en combinación con sus habituales diseños de tramados, producía en este caso el efecto sutil pero identificable de un enjambre de estrellas; a ella le gustó mucho cuando lo hizo. Ahora, cuando estaba eligiendo los objetos que iba a regalar, las llamas que irradiaban desde el centro la habían hecho pensar en las bellas puntas de lanza de Wymez, y la textura del tejido la habían recordado las menudas lascas que hacía saltar del pedernal; se preguntó si él se daría cuenta.

Después de examinarla, él la obsequió con una de sus raras sonrisas.

–Es hermosa –dijo–. Me recuerda los trabajos que solía hacer la madre de Ranec. Tejía las hierbas como nadie. Supongo que debería conservarla colgada en la pared, pero prefiero utilizarla. Me sentaré en ella cuando trabaje, y eso me ayudará a fijar en mi mente lo que pretendo conseguir.

Su abrazo de bienvenida no había sido, en absoluto, tan premioso como su expresión verbal. Ella comprendió que, bajo su reserva exterior, Wymez era un hombre de amistosa cordialidad y sentimentalmente receptivo.

No se había establecido un orden determinado para entregar los regalos. La siguiente persona que Ayla vio, de pie junto a la plataforma, en espera de que le dedicara su atención, fue Rydag. Se sentó junto al niño para devolverle su enérgico abrazo. Luego él abrió la mano y le tendió un tubo largo y redondeado: el hueso hueco de un pata de pájaro, con algunos agujeros practicados a lo largo. Ella lo cogió y le dio vueltas entre las manos, sin adivinar cuál era su finalidad. Rydag volvió a cogérselo para llevárselo a la boca y sopló. El hueso emitió un sonido agudo y penetrante. Ayla hizo la prueba, sonrió, y después entregó al niño una capucha cálida e impermeable, confeccionada con una piel de glotón al estilo del Clan. Pero, al vérsela puesta, sintió un dolor desgarrador: le recordaba demasiado a Durc.

–Yo le di un silbato como éste para que me llamara en caso necesario –explicó Nezzie–. A veces no tiene suficiente aliento para gritar, pero sí para hacer sonar un silbato. Éste lo ha hecho con sus propias manos.

Deegie la sorprendió con el atuendo que había pensado ponerse aquella noche; al ver la expresión con que Ayla lo había mirado, había decidido que ése fuera su regalo. La joven se quedó sin palabras; se limitó a contemplarlo con los ojos llenos de lágrimas.

–Nunca tenido nada tan bonito.

Entregó a Deegie su propio regalo: una pila de cestos y varios cuencos de madera, de diversos tamaños, que se podían utilizar como tazas para beber o como escudillas para sopa, y hasta para cocinar; podría usarlos en su hogar cuando se uniera a Branag. En una región donde la madera era tan escasa, los utensilios se fabricaban preferentemente con hueso y marfil, por lo que esos cuencos constituían un presente especial. Ambas, encantadas, se abrazaron con el cariño de dos hermanas.

Frebec, para demostrar que no le negaba un regalo decente, la obsequió con un par de botas de piel, altas hasta la rodilla, decoradas con plumas cerca de la parte superior. Ayla se alegró de haber elegido para él algunas de sus mejores pieles de reno cobradas en verano. El pelo del reno era hueco y constituía un aislante natural. La piel de verano era la preferida, pues pesaba muy poco y resultaba ser la más práctica y la más confortable para las cacerías en climas fríos. Con las piezas que acababa de entregarle, se podía confeccionar perfectamente una túnica y un pantalón, tan ligeros y abrigados que sólo en pleno invierno, cuando el frío fuera más riguroso, necesitaría el complemento de alguna prenda exterior. Él apreció como los otros la calidad de la piel, pero no hizo comentarios; su abrazo fue un tanto envarado.

Fralie le dio unos mitones de piel, que hacían juego con las botas, y Ayla le correspondió con un bello cuenco de madera para cocinar, en el que había un saquito de hojas secas.

–Espero gustará esta tisana, Fralie –dijo, mirándola fijamente a los ojos, como para dar más énfasis a sus palabras–. Bueno una taza por la mañana, cuando despertar, y tal vez por la noche, antes de dormir. Si gusta, daré más cuando acaba.

Fralie asintió con la cabeza. Se abrazaron. Frebec las miró con suspicacia, pero Ayla no había hecho sino darle un regalo, y difícilmente cabía quejarse de lo que Fralie acababa de recibir del miembro más reciente del Campamento del León. Ayla no se sentía del todo feliz en aquellas circunstancias; hubiera preferido tratar a Fralie directa y abiertamente, pero era mejor emplear un subterfugio que no ayudarla en absoluto, y Fralie no quería ponerse en una situación en la que tuviese que elegir entre su madre y su pareja.

Crozie fue la siguiente en adelantarse, con un gesto de aprobación para la muchacha. Luego le entregó un pequeño saco de cuero, cosido por los costados y fruncido en la boca. Estaba teñido de rojo y primorosamente decorado con pequeñas cuentas de marfil, además de un bordado blanco con triángulos apuntados hacia abajo. Decoraban el fondo circular pequeñas plumas de cigüeña blanca. Como Ayla se limitaba a admirarlo sin hacer ademán de abrirlo, Deegie le indicó que lo hiciera. Dentro había cordones y hebras hechas con pelo de mamut, tendones, pieles de animal y fibras vegetales, todo cuidadosamente enmadejado o enroscado en falanges de hueso. El bolso de costura contenía también hojas afiladas y punzones para cortar y perforar. La muchacha quedó encantada. Quería aprender el modo en que los Mamutoi hacían y decoraban su ropa.

Cogió de su plataforma un pequeño cuenco de madera, con una tapa bien ajustada, y se lo entregó a la anciana. Al abrirlo, Crozie la miró con expresión de desconcierto: estaba lleno de una materia grasa, de un blanco puro, marmóreo, muy suave: grasa animal, incolora, inodora e insípida, la cual había sido desprendida en agua caliente. Al olfatearla sonrió, todavía intrigada.

–Hago agua de rosa, de pétalo..., mezclo... otras cosas –trató de explicar Ayla.

–Por eso tiene tan rico olor, supongo, pero ¿para qué sirve? –preguntó Crozie.

–Para manos, cara, codos, pies. Sentir bien. Hace suave –dijo Ayla. Tomó un poco con el dedo, lo frotó en el dorso de la mano vieja, arrugada y reseca de la mujer. Una vez absorbido por la piel, Crozie se tocó la mano y cerró los ojos, palpando la piel suavizada. Cuando la vieja gruñona abrió los ojos, Ayla creyó ver en ellos un nuevo brillo, aunque no se advirtieran lágrimas en ellos. Pero cuando la mujer le dio un vigoroso abrazo de bienvenida, la muchacha la sintió temblar.

Cada regalo intercambiado hacía que todos esperaran con más ansias el siguiente, y Ayla disfrutaba tanto con lo que daba como con lo que recibía. Sus obsequios eran tan singulares para ellos como los del Campamento lo eran para ella. Nunca se había sentido tan amada, tan bien recibida. Si pensaba en ello, corría el riesgo de verter lágrimas de regocijo.

Ranec se había quedado atrás adrede, a la espera de que todos la hubieran entregado sus regalos. Quería ser el último, para que su obsequio no quedara confundido entre los otros; deseaba que entre todos los regalos escogidos, únicos, que hubiera recibido, el suyo fuera el más memorable. Al ordenar sus cosas en la plataforma tan llena como al comenzar, Ayla vio el presente que había elegido para Ranec. Tuvo que pensar un momento para recordar que aún no había intercambiado regalos con él. Con el objeto en las manos, se volvió para buscar con la vista al hombre de piel oscura y se encontró ante los dientes blancos de su burlona sonrisa.

–¿Te has olvidado del mío? –preguntó.

Estaba tan cerca de ella que podía ver las grandes pupilas negras y, por primera vez, leves surcos de luz convergente en el pardo oscuro de sus ojos, profundos, líquidos, exigentes. El calor que emanaba de él la dejó desconcertada.

–No..., oh..., no olvidé... Toma –dijo, recordando que tenía el regalo en las manos.

Se lo tendió. Los ojos de Ranec reflejaron su placer ante las frescas y espesas pieles blancas de zorro ártico que se le ofrecían. Aquel momento de vacilación dio a Ayla la oportunidad de recobrar el dominio de sí misma. Cuando él volvió a mirarla, sus pupilas brillaban con una expresión traviesa.

–Pensé tú olvidar –bromeó, con una sonrisa.

Él también sonrió, tanto por la prontitud con que ella había captado la broma como porque eso le daba pie para presentar su obsequio.

–No, no te he olvidado. Toma.

Y sacó el objeto que tenía oculto a la espalda. Ella bajó la vista hacia la pieza de marfil tallado que él acunaba entre las manos y no pudo creer en lo que veía. Ni siquiera trató de cogerla cuando Ranec liberó sus manos de las pieles blancas que aún sostenían. Le daba miedo tocarla, y miró al tallista totalmente maravillada.

––Ranec –balbuceó, vacilante, con la mano extendida. Él tuvo que obligarla casi a coger el objeto–. ¡Es Whinney! ¡Es como si tú coger Whinney pequeña! –hizo girar entre sus manos el exquisito caballo de marfil, que medía apenas seis o siete centímetros. La escultura tenía un toque de color: ocre amarillo en el pelaje, carbón molido en las patas, las crines y el lomo, imitando la capa de Whinney–. Mira, orejitas igual, y cascos, y cola. Hasta manchas como de pelo. Oh, Ranec, ¿cómo haces?

El hombre moreno no habría podido sentirse más feliz al darle el abrazo de bienvenida. Su reacción era, exactamente, la que estaba esperando, la que había soñado, y el amor con que la observaba era tan evidente que los ojos de Nezzie se llenaron de lágrimas. Miró de soslayo a Jondalar y vio que también él lo había notado; tenía la angustia grabada en el rostro. La mujer meneó la cabeza, perspicaz.

Cuando todos los regalos hubieron sido entregados, Ayla fue con Deegie al Hogar del Uro, para ponerse el nuevo atuendo. Desde que Ranec consiguió su exótica túnica, Deegie había tratado de copiar el color; consiguió al fin aproximarse y, con cuero color crema, había hecho una túnica de mangas cortas, con escote en V y borde de la misma forma, polainas haciendo juego y cinturón de cordones tejidos a mano, con colores similares a los que decoraban la túnica. El verano transcurrido al aire libre había proporcionado un fuerte bronceado a la piel de Ayla, aclarando su pelo rubio casi hasta el tono del cuero. El traje le sentaba como si hubiera sido hecho especialmente para ella.

Con la ayuda de Deegie, Ayla se puso el brazalete de marfil regalado por Mamut, se ciñó al talle el cuchillo de Talut con su funda de cuero rojo y se colocó al cuello el collar de Nezzie. Pero cuando la joven Mamutoi insinuó que se quitara el viejo y manchado saquito de cuero que llevaba colgando sobre el pecho, Ayla se negó terminantemente.

–Es mi amuleto, Deegie. Tiene Espíritu del León Cavernario, de Clan, de mí. Pequeñas cosas, como talla de Ranec de pequeña Whinney. Creb dijo, si pierdo amuleto, tótem no puede encontrar a mí. Moriré –trató de explicar.

Deegie reflexionó un momento, observándola. Aquel sucio saquito estropeaba todo el efecto. Hasta el cordón que lo sujetaba a su cuello estaba gastado, pero le sugirió una idea.

–¿Qué haces cuando se gasta, Ayla? Este cordón parece a punto de romperse.

–Hago saquito nuevo, nuevo cordón.

–Entonces no es la bolsa lo importante, sino lo que contiene, ¿verdad?

–Sí.

Deegie miró en derredor y, de pronto, divisó el bolso de costura que Crozie había regalado a Ayla. Lo cogió, lo vació cuidadosamente en una plataforma y se lo tendió.

–¿Hay algún motivo para que no puedas usar esto? Podemos sujetarlo con una sarta de cuentas, una de las que llevas en la cabeza, y colgártelo del cuello.

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