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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (45 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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–¡Nezzie! ¡Han vuelto! –gritó Talut, saliéndoles al encuentro.

Apisonó la nieve para ayudar a Ayla en los últimos tramos del camino y les condujo no a la entrada familiar, en la parte frontal, sino al centro de la casa larga. Para sorpresa de los recién llegados, durante su ausencia se había agregado otra construcción a la estructura anterior. Era parecida al vestíbulo de entrada, pero más grande, o tal vez sólo parecía más amplia porque estaba vacía y sin terminar del todo. Desde allí se abría otra entrada, directamente al Hogar del Mamut.

–Esto es para los caballos, Ayla –anunció Talut, cuando estuvieron dentro. La aturdida incredulidad de la muchacha le provocó una sonrisa de satisfacción–. Después de la última tormenta de viento me di cuenta de que el cobertizo no sería suficiente. Ya que tú y tus caballos vais a vivir con nosotros, debíamos hacer algo más resistente. ¡Creo que debe llamarse el «Hogar de los Caballos»!

Los ojos de Ayla se llenaron de lágrimas. Aunque estaba cansada hasta los huesos, se sentía feliz por haber llegado y al mismo tiempo abrumada de gratitud. Nadie se había tomado nunca tanto trabajo por ella. En su vida con el Clan nunca se había sentido del todo aceptada, nunca había formado realmente parte del grupo que la rodeaba. Estaba segura de que no se le hubiera permitido tener caballos con ella, mucho menos construirles un albergue.

–Oh, Talut –dijo, con voz ahogada.

Y estiró los brazos para echarlos al cuello del pelirrojo, oprimiendo su mejilla fría contra la del gigante. Como Ayla había parecido siempre tan reservada con él, esa espontánea expresión de afecto representaba una deliciosa sorpresa. Talut la abrazó, dándole palmaditas en la espalda y sonriendo con evidente placer, muy satisfecho de sí mismo.

Casi todo el Campamento del León se agolpó en derredor de ellos, en el nuevo anexo, para dar la bienvenida a la pareja, como si fueran verdaderos miembros del grupo.

–Estábamos preocupados por vosotros –dijo Deegie–, sobre todo por la nevada.

–Habríamos llegado antes si Ayla no se hubiera empeñado en traer tantas cosas consigo –explicó Jondalar–. Estos dos últimos días no me sentía muy seguro de que pudiéramos llegar.

Ayla ya estaba descargando a los caballos por última vez. Jondalar fue a prestarle ayuda. Los misteriosos bultos despertaron una gran curiosidad.

–¿Has traído algo para mí? –preguntó Rugie, al fin, formulando en voz alta lo que todos estaban pensando.

Ayla sonrió a la pequeña.

–Sí, traído algo. Traído regalo para cada uno –respondió, lo que hizo que todos se preguntaran cuál sería su regalo.

–¿Para quién es eso? –preguntó Tusie, cuando Ayla comenzó a cortar las ataduras del bulto más grande.

Ayla echó una mirada a Deegie y ambas sonrieron, tratando de que la hermanita menor no detectara la complicidad del gesto: en la voz de la pequeña se reconocían el tono y las inflexiones de Tulie.

–También traído algo para los caballos –respondió la muchacha, mientras abría el fardo de heno–. Esto para Whinney y Corredor.

Cuando lo hubo esparcido, empezó a desatar la carga sujeta a los travesaños.

–Debo llevar dentro resto de las cosas.

–No es necesario que lo hagas ahora –dijo Nezzie–. Todavía no te has quitado el abrigo exterior. Entra a tomar algo caliente y a comer algo. Por el momento todo está seguro aquí.

–Nezzie tiene razón –agregó Tulie. Tenía tanta curiosidad como el resto del Campamento, pero los paquetes podían esperar–. Necesitáis descansar y comer algo. Parecéis exhaustos.

Jondalar sonrió a la jefa, agradecido, mientras seguía a Ayla al interior del albergue.

A la mañana siguiente, Ayla contó con muchas manos que la ayudaron a llevar sus bultos al interior, pero Mamut había sugerido, en voz baja, que no descubriera sus regalos hasta la ceremonia de aquella noche. Ayla estuvo de acuerdo, sonriendo, pues comprendía el misterio y la expectación que el chamán deseaba mantener. Pero a Tulie le fastidiaron las respuestas evasivas, cada vez que trataba de averiguar qué había traído, si bien trató de disimular su contrariedad.

Una vez que los paquetes estuvieron amontonados en una de las plataformas vacías, tras las cortinas cerradas, Ayla gateó hacia el espacio privado, encendió las lámparas de piedra y las dispuso de modo que proporcionaran una buena iluminación. Entonces examinó y distribuyó los regalos, efectuando pequeños cambios en las decisiones que había tomado anteriormente. Cuando apagó las lámparas y dejó caer las cortinas a su espalda, estaba totalmente satisfecha.

Cruzó la nueva abertura practicada en el espacio que antes ocupara una plataforma desocupada. El suelo del anexo era más alto que el del albergue, por lo que se habían practicado tres amplios peldaños, de unos veinte centímetros, para facilitar el acceso. Ayla se detuvo para estudiar el anexo. Los caballos no estaban allí. Whinney había aprendido a apartar con el hocico los rompevientos de cuero sólo con que Ayla se lo mostrara una sola vez. Corredor había aprendido el sistema observando a su madre. Siguiendo la impulsiva necesidad de controlarlos, como una madre a sus hijos –una parte de su espíritu la tenía siempre concentrada en sus caballos–, la joven se dirigió hacia la arcada de colmillos de mamut y apartó la pesada colgadura de cuero para mirar hacia fuera.

El mundo había perdido forma y definición; un color parejo, sin sombras ni formas, cubría todo el paisaje en dos tonos: un cielo azul, denso y vibrante, sin un asomo de nubes, y la nieve blanca, cegadora, que reflejaba el refulgente sol de la mañana ya avanzada. Ayla entornó los ojos ante el resplandor blanco, única evidencia de la tormenta que les había castigado duramente durante días enteros. Poco a poco, según su vista se acostumbraba a la luz y un sentido congénito de la profundidad y de la distancia venía a precisar sus percepciones, fue captando otros detalles. El agua, que seguía corriendo en el medio del río, centelleaba con más brillantez que las riberas, cubiertas de nieve, mezclada con láminas de hielo en los bordes de la corriente. A poca distancia, unos misteriosos montículos blancos tomaban la forma de huesos de mamut y montones de materiales de acarreo.

Se alejó unos pocos pasos para mirar hacia el recodo del río, donde los caballos gustaban de pastar, apenas fuera de la vista. Al sol hacía calor y la superficie de nieve relumbraba, algo fundida. Los caballos tendrían que apartar la fría capa con los cascos para hallar el pasto seco. Ayla estaba a punto de silbar cuando Whinney levantó la cabeza y la divisó. La saludó con un relincho, mientras Corredor aparecía detrás de ella. Ayla respondió con un relincho similar.

La joven iba a iniciar la marcha cuando notó que Talut la observaba, con una expresión peculiar, de respeto casi religioso.

–¿Cómo supo la yegua que habías salido? –preguntó.

–Creo que no supo, pero caballo tiene buena nariz, huele lejos. Buen oído, oye lejos. Cualquier cosa mueve, ella ve.

El hombre asintió. Dicho de ese modo parecía simple y lógico, pero aun así..., entonces sonrió feliz de que hubieran regresado. Estaba ansioso por completar la adopción de Ayla. Ella tenía mucho que ofrecer. Sería una adquisición valiosa y bien acogida entre los Mamutoi.

Ambos volvieron al anexo. En el momento en que entraban, Jondalar salía del albergue.

–Ya he visto que tus regalos están listos –dijo, con una gran sonrisa, avanzando hacia ellos.

Disfrutaba de la expectación causada por los misteriosos paquetes y con el hecho de estar al tanto de la sorpresa. Había oído a Tulie manifestar sus dudas por la calidad de los regalos, pero él no tenía dudas al respecto. Aunque los objetos no fueran familiares entre los Mamutoi, la buena artesanía es buena artesanía en cualquier parte, y no dudaba de que la de Ayla sería reconocida como tal.

–Todo el mundo se pregunta qué has traído, Ayla –dijo Talut, que gustaba como nadie de la expectación y el entusiasmo.

–No sé si mis regalos suficiente –dijo ella.

–Lo serán, por supuesto. No te preocupes por eso. Lo que hayas traído será suficiente. Bastaría sólo con las piedras de fuego. Y aun sin ellas, bastaría contigo –dijo Talut. Y agregó, con una sonrisa–: ¡Podría bastar con darnos un motivo para organizar una gran celebración!

–Pero tú dijiste intercambiar regalos, Talut. En Clan, a cambio, se da algo misma clase, mismo valor. ¿Qué suficiente para vosotros, que hacer este hogar para caballos? –objetó Ayla, contemplando el anexo–. Es como cueva, pero vosotros hacer. No sé cómo la gente hace cueva así.

–Eso mismo me he preguntado yo –agregó Jondalar–. Admito que nunca he visto nada igual, aunque conozco muchísimos albergues: los de verano, los que se construyen dentro de una roca o bajo un saliente rocoso, por ejemplo. Pero éste es sólido como la roca misma.

Talut se echó a reír.

–Es preciso, si queremos vivir aquí, sobre todo en el invierno. Con la fuerza que tiene el viento, cualquier otra cosa volaría –su sonrisa se evaporó; algo parecido al amor le inundó la cara–. La tierra de los Mamutoi es rica en caza, en pesca, en los alimentos que crecen solos. Es una tierra bella y fuerte. No querría vivir en ninguna otra –la sonrisa volvió a él–. Pero hacen falta refugios fuertes para vivir aquí, y no tenemos muchas cuevas.

–¿Cómo hacer cueva, Talut? –preguntó Ayla, recordando la búsqueda de Brun hasta hallar una cueva adecuada para su clan, su propio desamparo hasta encontrar un valle que tuviera una habitable–. ¿Cómo hacer lugar así?

–Si queréis saberlo, os lo diré. No es ningún secreto –afirmó el jefe, sonriendo con placer, encantado por aquella admiración–. El resto del albergue se hizo más o menos del mismo modo, pero para agregar esto empezamos por contar un determinado número de pasos desde la pared, ante el hogar del Mamut. Cuando llegamos al centro del espacio que nos pareció suficiente, clavamos un palo en el suelo; allí donde pondríamos el hogar, si hiciera falta uno. Después cortamos una soga de esa misma distancia, sujetamos un extremo al palo y, con el otro extremo, marcamos un círculo para señalar dónde iría la pared.

Talut ampliaba la explicación con gestos, midiendo los pasos y atando una cuerda imaginaria a un palo inexistente.

–Después retiramos la tierra y la hierba con cuidado, para dejarlas a un lado, y excavamos una profundidad igual a mi pie –Talut mostró un pie increíblemente largo, pero estrecho y bien formado, enfundado en un zapato blando y cómodamente ajustado, para aclarar mejor su comentario–. A continuación delimitamos la amplitud de la plataforma que se usa como cama o para almacenar cosas, y un poco más para la pared. Desde el borde interior de esa plataforma, cavamos un poco más, dos o tres pies como los míos, para obtener un suelo a nivel inferior. La tierra iba siendo amontonada uniformemente alrededor del contorno, formando un terraplén que sirviera para sostener la pared.

–Eso significa cavar mucho –dijo Jondalar, observando el recinto–. Diría que la distancia entre una pared y la opuesta es de unos treinta pies como los tuyos, Talut.

El jefe dilató los ojos, sorprendido.

–¡Acertaste! La medí exactamente. ¿Cómo lo has adivinado?

Jondalar se encogió de hombros.

–Así, a simple vista.

Era más que eso: otra manifestación de su conocimiento instintivo del mundo físico. Podía calcular acertadamente las distancias a simple vista y medir el espacio con las dimensiones de su propio cuerpo. Conocía la longitud de su paso y la anchura de su mano, el alcance de su brazo y lo que abarcaba entre sus dedos; podía medir un objeto pequeño mediante el grosor de su uña, o la altura de un árbol midiendo a pasos la sombra que arrojaba. No se trataba de algo aprendido, sino de un don innato, desarrollado con el uso. Nunca se le había ocurrido plantearse dudas al respecto.

Ayla también se maravilló de lo mucho que había habido que cavar. Como había hecho muchos fosos para trampas, tenía perfecta idea del trabajo requerido y se mostró curiosa.

–¿Cómo cavas tanto, Talut?

–Como se hace siempre. Empleamos picos para romper el suelo y palas para recogerlo, excepto para la capa compacta de la superficie, que se corta con el borde afilado de un hueso plano.

La expresión desconcertada de Ayla demostró claramente que no había comprendido. Talut supuso que no conocía los nombres de las herramientas y franqueó la arcada, para volver con algunos instrumentos. Todos tenían mangos largos. Uno era un trozo de costilla de mamut, con asentado filo en un extremo. Parecía una azada de hoja larga y curva. Ayla la examinó con atención.

–Como palo de cavar, creo –dijo, buscando confirmación en los ojos de Talut.

Él sonrió.

–Sí, es un pico. También empleamos a veces palos afilados. Son más fáciles de hacer en un apuro, pero esto se maneja con más comodidad.

Luego le mostró una pala, hecha con la parte ancha de una gigantesca asta de megacero, hendida a lo largo por el centro esponjoso, modelada y afilada. Se utilizaban las astas de animales jóvenes, pues las del venado gigante adulto llegaban a los tres metros y medio de longitud; eran, por lo tanto, demasiado grandes. El mango se sujetaba mediante un cordón fuerte, pasado por tres pares de agujeros practicados en el centro. Se utilizaban con el lado esponjoso hacia abajo, no para cavar, sino para recoger la tierra ahuecada con el pico, o también para retirar la nieve. También tenía una segunda pala, más curva, hecha con la sección exterior del marfil de un colmillo de mamut.

–Se llaman palas –dijo Talut, repitiendo el nombre.

Ayla asintió. Había empleado piezas planas de hueso y asta de ante, más o menos del mismo modo, pero sus herramientas no tenían mangos.

–Por suerte, el tiempo se ha mantenido bueno unos días después de vuestra partida –continuó el jefe–. De todos modos, no pudimos cavar tanto como lo hacemos de costumbre, porque el suelo ya está duro por debajo. El año próximo podremos excavar un poco más y hacer algunos fosos para almacenamiento. Tal vez hasta un baño de vapor, cuando volvamos de la Reunión de Verano.

–¿No ibais a cazar otra vez cuando el tiempo mejorara? –se extrañó Jondalar.

–La caza del bisonte fue muy fructífera y Mamut no tiene mucha suerte con su Búsqueda. Sólo encuentra los pocos bisontes que se nos escaparon, y no vale la pena ir tras ellos. Decidimos, en cambio, hacer la ampliación para que los caballos tuvieran donde estar, ya que Ayla y su yegua nos ayudaron tanto.

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